jueves, 28 de enero de 2010

Templo de Kapaleeswarar



Salgo a la calle temprano, mirando mi plano en cada cruce, pensando que mis quejas sobre la vida son inmorales si las comparo con el paisaje que voy recorriendo y me dirijo hacia el templo de Kapaleeswarar, dedicado a Shiva, todo recto y hacia el norte, desde el hotelucho en el que he dejado a los otros viajeros durmiendo la mona.
Endemoniado el tráfico, caótico, multitud de gente, de personajes que me llevan a pensar que quizás fuera mejor sentarme en cualquier parte y mirar simplemente como se mueven.

Pero una frase leída sobre el templo “construido en el más puro estilo dravídico”, me empuja hacia él. El gentío me ayuda a llegar, sigo a la muchedumbre y tras atravesar un mercado me encuentro con esa grandiosa pirámide.
Abandonar las sandalias a la entrada, dejarse invadir por el olor del incienso y perder la mirada en los colores, en las telas, en los rostros, aguzar el oído porque también suenan músicas...
Colorido chirriante, infinidad de figuras que me obligan a pensar en las fallas, irremediablemente. Cuentan historias de Shiva, son una especie de sagradas escrituras esculpidas en altorrelieve policromado.
El poderoso dios es retratado continuamente, Shiva aquí es el protagonista de un mundo religioso que me es totalmente desconocido y además muy difícil de llegar a entender.

Cientos de historias que, para contarlas, se necesitarían años... batallitas de dioses. De dioses, de diosas, de híbridos de dioses-diosas, de malos-buenos; los importantes se distinguen rápidamente por su tamaño, casi el doble de los demás. Un buen hombre se toma la molestia de explicarme, apenas hay turistas aquí y parece que me adopta, pero no me aclaro con tantas mujeres del dios y tantos maridos de sus mujeres, la verdad.

Los extranjeros tenemos restringida la entrada, solamente se pueden pasear los patios exteriores, los gatos en cambio pueden entrar a todas partes, aunque, este amiguito, parece que prefiere quedarse a mi lado tomando el sol. Y permanecemos allí un buen rato, contemplando a los devotos que entran y salen de las estancias para mi prohibidas.

Cumplida mi misión, busco ayuda en mi "Loly" y me dirijo a un estupendo restaurante vegetariano, diez veces el precio de lo que suelo pagar, pero apenas la mitad de lo que pagaría en mi ciudad por disfrutar una deliciosa comida, en un lugar en el que mi desastroso atuendo no combina en absoluto con la elegancia del resto de los comensales y, en un jardín interior, rodeada de una vegetación exuberante y de fuentes por doquier, me regalo un momento especial en el restaurante Annalaksmi y me deleito con unas copas de ambrosía, una bebida medicinal, dicen, ayurvédica, que será capaz de devolverme la fuerza y el equilibrio.

lunes, 25 de enero de 2010

Una tarde cualquiera


Cansada de dialogar con fantasmas, de parlotear sola más bien, que dialogar es cosa de dos y los fantasmas tan solo hacen ruidos que tan pronto parecen gimoteos como se asemejan a los golpes de pecho del gorila, la mujer se mal vistió con el primer trapo que encontró a mano y salió a la calle.
Caía la tarde y corría una tímida brisa muy de agradecer después del día de intenso calor, aún así estaba desierta la plaza, desierto casi todo el pueblo que se había ido a hacer cola para ver el concierto de la folklórica imprescindible cada año en los festejos.
Mientras pasea, con la mirada fija en ninguna parte, canturrea una estrofa de una canción de otro tiempo:
- Y, morir por morir, quiero morirme al sol, la boca abierta al calor, como lagarto,
medio oculto tras un sombrero de esparto.
Se pregunta, por seguir conversando consigo misma, a que puede obedecer ese consejo:
- Toma tu mula, tu hembra y tu arreo y por el camino del pueblo hebreo busca otra luna….
Pero no le da tiempo a continuar con el entretenimiento recién inventado de buscar la respuesta. Al dar la vuelta a la esquina se encuentra con tres hombres sentados en el banco que hay junto a la fuente. La saludan como quien saluda a alguien a quien se conoce de toda la vida, están comentando sucesos de las fiestas, preguntándose uno a otro preguntas del día a día y en el saludo desigual encuentra ella la respuesta que no tuvo tiempo de buscar: la mujer está parada, o varada, como la sirena de la obra de Casona que tanto le gustaba.
Está cerca el mar pero casi lo ha olvidado, lleva demasiado tiempo sin mirarlo.
No conoce el nombre de esos hombres, no sabe nada de ellos. Ellos, en cambio, parecen conocerla de tiempo, la llaman por su nombre, saben donde vive.

Hace días, meses quizás, que el amigo que siempre la escucha, le dice, le recuerda, que vuelve a ser la hora de atender la llamada de Ulises, de moverse, de actuar, que morirse es… dejar de caminar.
Un día de éstos, pronto, habrá que emprender la marcha, antes de que la inanición del alma consiga atrofiar el cuerpo.

¿Norte? ¿Sur?... Centro, dirección centro, dirección al submundo interno… allí donde es posible que aún permanezcan algunos restos del principio, de la naturaleza salvaje.


lunes, 18 de enero de 2010

Chennai


Es el nombre, en Tamil, de Madrás, capital del estado de Tamil Nadu, en la India del Sur, dice mi "Loly" que es la parte más "india" de toda la India.
Llegamos tras un largo viaje en tren de cuarenta y cuatro horas, viajando en vagón para ricos, todos son indios menos nosotros y les supongo ricos por las ropas que llevan, por sus finas maneras y por sus maletines caros. Son otra India, bien diferente de la de las calles embarradas, niños harapientos y mujeres de sonrisas sin dientes.
Se muestran, al paso del tren, paisajes de arroz en una inmensa llanura bordeada, muy a lo lejos, por una línea montañosa, de escasa altitud, luego, muchas minas, que parecen de carbón, a cielo abierto, por último, los palmerales. Disfruto sola, los compañeros duermen, siempre duermen, toman y duermen y casi lo agradezco porque no tienen buen despertar.
Se estropeó el aire acondicionado y una muchacha vino hacia mí, recogiendo firmas, animándome para hacer una protesta, a lo que accedí gustosa, no sólo por protestar, también por tener con quien hablar.
Después, un hombre, amable y educado, nos acompañó al llegar al destino y nos ayudó a hacer la reclamación, cosa que nos hubiera resultado imposible hacer solos por nuestro desconocimiento del sistema de ventanillas y el movimiento pendular del grupo desde la ansiedad irritante al pasotismo absoluto. Nos devolvieron todo el importe del viaje, una fortuna, nuestra bolsa común se ha vuelto a llenar y, para mí, que también hago el trabajo de cajera, es un alivio el no tener que pedirles más "fondo" en unos cuantos días.
Por supuesto, los compañeros mantienen su costumbre de dormir hasta pasadas las dos de la tarde, teniendo en cuenta que a las seis ya oscurece, pienso que su viaje va a resultar algo extraño, un viaje de cama en cama y tiro porque me toca.
Me canso de esperar que se despierten y me dispongo a hacerle una visita al museo gubernamental, acompañada por el compañero de vida quien, apenas pusimos pie en la India, se desdobló y dejó a la vista su segunda personalidad, aunque no le tocaba hasta el mes que viene y que ha decidido, por enésima vez, que ya sólo es compañero en este viaje… me como una y cuento veinte... aunque hasta yo puedo llegar a hartarme de tanto bamboleo que se trae `el caballo viejo de la sabana´ y sus brotes estacionales, por momentos, dejo de comprenderle y le temo o le aborrezco.
Cerradas a cal y canto las puertas del museo, sospecho que en el letrero dirá algo sobre los horarios pero mi analfabetismo en este idioma me imposibilita el saber las causas del cerrojazo. Pienso que dice "cerrado por reforma, perdonen las molestias" pero, por supuesto, no tengo ni idea.
La mujer que busca hojas en el patio para barrerlas, despacito, despacito, me entretiene un rato y me hago a la idea de disfrutar del entorno en todo lo que se deje. Parece que hablara con ellas, que les dijera ¿qué haces aquí hoy si ya te recogí ayer? Se toma su tiempo y las va metiendo, una a una, en una bolsa de plástico. Me concentro en su observación, sus pies fuertes, bien anclados en la tierra, la percibo como una mujer recia y afortunada: tiene un trabajo y parece que, mucha, mucha paciencia. Me hace sonreír, al paso que va, le llevará todo el día llenar la bolsita.
 

El compañero (ahora, "sólo de este viaje"... repite y repite, como si de un mantra se tratara, como si hubiera olvidado que tengo memoria y que este cuento ya me lo sé) parece que duda en elegirme como blanco de su odio o elegir a los otros dos y me calienta la cabeza con el desastre de viaje que significa el venir a la India a dormir y beber pero me hago la sorda y evito darle argumentos para que no los tergiverse esta noche, cuando salgan a fumarse los porros de rigor, aunque supongo que lo hará de todas formas, no lo puede remediar. Son sus amigos, o lo que sean suyos... a mi, nada me deben, mañana, luego, ya veremos... si les llamo amigos o no.
Sin embargo no es fácil, nada fácil, evadirse de esta locura que todo lo trastorna, ni evitar el lamentarse de que me está arruinando un paseo que comencé con mucha ilusión y a cuya preparación dediqué un buen montón de horas de mi escaso tiempo, amén de los cuartos que buen trabajo me costó reunir.
 
La diosa Kali, junto con otro buen número de representaciones de deidades o parientes de dioses, se me aparece en un rincón del jardín que rodea al museo. Espero que no sea un presagio de que mañana será aún peor que hoy, no me gusta lo que se cuenta de esta diosa, diosa terrible, diosa violenta, consorte de Shiva, sanguinaria y cruel, ligada a lo feroz, a lo destructivo, a la muerte, en su doble cara dolorosa, de muerte-vida. En todo caso, que me conceda un poco de su fuerza animal para recorrer este pasaje que, no por frecuentado, deja de ser siempre difícil y triste.
 
Otra divinidad, cuyo nombre no conozco, parece que viene en mi ayuda y me dice: calma, calma, detén tú también tu pensamiento un rato y no te dejes llevar a donde te empujan, hazte un poco impermeable y sigue camino, el tuyo propio. Ya conoces el proceso, sabes que no hay forma de pararlo... déjalo correr, no prestes atención. La violencia que desarrolla en estas fases es solamente verbal, luego ni la recuerda, cierra tus oídos y sigue sola.
Me acuerdo entonces de que ya no creo en dioses y de que hace dos días que no como absolutamente nada así que me dispongo a cuidar un poco del cuerpo, alimentándolo y, al alma, embrutecida, le pongo de adorno el marcarme un vals con Cohen, para adentro y comiéndome las lágrimas, no sea que mi adorno irrite aún más a dioses o humanos.

lunes, 11 de enero de 2010

Multiplicar


Cero por cero es igual a cero, así se manifiesta la vida algunas veces, como si todo lo vivido fuera un cero que será lo que multiplicado por el hueco que reste nos dará el resultado final. Todo cero, casi cero, menos.... todo un cero.

Pero (siempre aquí, la esperanza, buena compañera) por los puntos suspensivos, por el casi, por el menos, que surgen sin buscarlos, no parece ser un cero absoluto, parece más bien un cero relativo.
 

Algunas veces, el cero, se esfuma de nuestra vista, de nuestra vida, como si se marchara de vacaciones y luego, un día cualquiera, por sorpresa, se nos vuelve a mostrar, cambiado, distinto, disfrazado. Y, entonces, nos creemos que el cero regresa convertido en “el otro”, el imposible de entender: el infinito, el ocho tumbado, que es algo así como dos ceros, pero unidos y decididos a echarse una siesta.
Y si, además, el lugar escogido para la siesta es el jardín botánico de Cerdeña, mañana te parecerá que el cero es mucho menos absoluto de lo que fue ayer.

jueves, 7 de enero de 2010

Huyendo


Pues si, lo reconozco, me divierte, me da gozo el salir por pies. Huir para escapar, también para encontrar y, en definitiva, para tener otro lugar del que volver a huir.
Empecé a practicar ese deporte a edad bien temprana, con catorce años, justo un veintitrés de diciembre, aquella huida me llevó a un largo viaje que duró algo más de tres años y, creo, fue el germen de mi costumbre de huir por esas fechas.
Poco a poco, esa capacidad, tan... ¿masculina? (se me ocurre por lo de marcharse a buscar tabaco), se ha ido desarrollando en mi y en vez de hacer frente a situaciones que me agobian, llenarme la falda de piedras y no quitar ojo al combate, huyo, me doy el piro, que se dice.
Creo que aún me falta destreza, alguna cosa hago mal en mis huidas, pero lo seguiré intentando hasta lograr la huida perfecta o, el encuentro perfecto que, seguramente, son la misma cosa.
Eso hice las primeras navidades de mi actual vida que ya termina. Decidí huir y pensé haber encontrado un buen lugar para esconderme durante las celebraciones. Doce días por Marruecos, en un autobús con otros veinte pasajeros y... ¡que le den bola al mundo! Claro que el mundo... el mundo no es tonto y se coló también entre los pasajeros del autobús.
En el Riff, mientras los colegas atendían las explicaciones de aquellos lugareños-artesanos-vendedores, que le daban caña al cañamón (tumba-tumba, como un sacudir de alfombras a lo grande), me aburría como una ostra que se suele decir (¡a saber la razón! pues no creo que las ostras se aburran), así que me fui a dar una vueltecita por los alrededores, para estar sola, para pensar, pensaba yo, ingenua mujeruca.
Llevábamos allí tres días, detenidos por un fuerte temporal con nevada incluida, el lugar parecía desierto, no se veía un alma salir ni entrar de las casas aisladas, perdidas, en lo alto de aquella montaña.
Dormíamos, comíamos y tomábamos té sin parar, alojados en el "recibidor" de la casa del jefe del pueblo, todos apiñados, a unos les tocó banco, a otros, suelo, según la corpulencia de cada cual pues los bancos eran muy estrechos y no te permitían el darte la vuelta sin peligro de caer sobre el que estaba en el suelo. Menos mal que duermo como una marmota (esto iba de huidas y acaba siendo un compendio de frases hechas, aunque no dudo que las marmotas duerman pero...)
Veinte personas durmiendo en el mismo cuarto y sin ducharse durante varios días es una singular experiencia, si señor. Además, el frío, un frío intenso que te obligaba a ponerte encima toda la ropa que llevabas en la mochila y te impedía moverte con soltura, siempre girando la noria, si no te mueves, te enfrías aún más.
Mientras caminaba por el bosque, no vino el lobo, no vino entonces, pero aparecieron tras los árboles los chavalines, en tromba, ni les vi llegar, surgieron y, en un santiamén, estaba rodeada. Sus gritos, para hacerse amigos, consistían en relatar las alineaciones de los equipos de fútbol. Me hizo gracia que conocieran al Villareal, desde luego que están puestos en materia futbolera los chavalines del Riff.
Fiel a mi costumbre y recordando el dicho de que la música amansa a las fieras, me dispuse a cantar con ellos y, como las alineaciones de los equipos de fútbol (las recientes, las de otras vidas aún las recuerdo) no son lo mío, pero me sé muy bien sabidas algunas canciones, le dimos al "nari-nari" que me había aprendido en otra huida anterior. No sé si era muy apropiada porque la traducción dice algo así como "ardo...ardo por su belleza" pero tiene un buen ritmo y ellos la conocían y la bailaban a mi lado.
Una mañana memorable, la verdad, limpia y risueña. Que nadie me pregunte el cómo, ni en que lengua me entendí con ellos, no lo sé. Pero les expliqué que, en realidad, estaba en aquel viaje para hacer una excursión en burro por el Riff, sin embargo, con la excusa de la nieve, los organizadores me habían subido en un camión y mi pequeño yo se sentía frustrado.

A saber de quien era el burro, como si de un regalo navideño se tratara, dos de ellos desaparecieron por la senda y bien pronto regresaron con él y me devolvieron al pueblo montada en el burrito de marras. Al llegar, algún compañero de viaje hizo esta foto, de no ser así, no estaría segura de no haberlo imaginado.
Y, porque me apetece mucho, lo remato con unos versos de María Beneyto, de su poema "la peregrina":
"...Esa mujer del hueco tibio que siempre fui y sería, se despertó del sueño profundo de la especie para buscar, a plena luz, caminos. La inquieta, la andariega mujer a quien no bastan dulces menesteres pequeños, ésa me fue de súbito encontrada en los más hondos pliegues de mi túnica..."

martes, 29 de diciembre de 2009

Cerca de Bihar


Le he dado mil vueltas al cuaderno del viaje, otras tantas al álbum de fotos, atrás y alante con los mapas en los que tengo señalado el itinerario, pero no puedo estar segura de cual era el nombre del lugar, lo más que llego a acercarme es a que, desde Varanasi (Uttar Pradesh), tomamos un autobús en dirección al estado de Bihar que tiene por capital a Patna y, en algún lugar del camino nos bajamos. Sé que no llegamos a Bihar porque no hicimos las cinco o seis horas de trayecto, bien a mi pesar, pues ya se olía el Nepal, tan cerquita, tanto que mis pies se querían marchar solos.

Pero no estaba en el programa. El programa era un absurdo en el que cada uno de mis compañeros había elegido un punto al que deseaba ir: una a Agra, otro a Varanasi (ambos ya cubiertos), el tercero a Bangalore y yo… yo me había estudiado la ruta y sabía que era imposible ir a Nepal, si había que ir a la reunión aquella de Bangalore del movimiento antiglobalización, me habría de ir conformando con aprovechar las distintas paradas, obligatorias, a las que nos forzaría el ferrocarril, Chennai (Madrás) y, como mucho, acercarnos a Kerala, si seguían sin mirar los mapas y no se enteraban de la vueltecita que les iba a dar.
Un tremendo recorrido, teniendo en cuenta que tanto la llegada como la partida tenían como punto Bombay. Si conseguía cuadrar los itinerarios y paradas aún habría tiempo de hacer un descanso en Goa.
Fue un viaje difícil el de la India, tan difícil que estoy segura de que ninguno de los que vinieron conmigo recordaría el lugar, aunque le enseñara su foto en él.


Por el camino, desde el autobús, el mismo paisaje, ya casi familiar de hombres y animales, de barro, de baile en el caos, decía yo, asombrándome de que un autobús pudiera pasar por aquellas calles en las que nadie se apartaba.
Unos hombres portaban un muerto, sonaban campanillas y una especie de trompeta y voceaban algo, iban rápidos y nadie se inmutaba a su paso. Daba la impresión de que se trataba de un momento festivo pero las mujeres que se sentaban a mi lado en el autobús me explicaron que se trataba de un entierro.

 


Un fuerte, otro más de los cientos que hay en ese país y que después de haber visto los de Agra y sus alrededores, me hacía especular con que los mogoles también habían estado allí, pero la presencia musulmana reciente era más fuerte, también la inglesa, las huellas persas estaban algo más borrosas.
Así era, el emperador Akbar el Grande, el constructor de Fatehpur y el Fuerte rojo de Agra, también había conquistado Bihar y la había anexionado a su imperio como parte de Bengala. Tras la caída del imperio mogol pasó a ser parte de Bengala y, posteriormente, protectorado inglés.

 

Algunos restos de antiguas mansiones llamaban mi atención mientras nos encaminábamos hacia lo alto del fuerte. No me resultaba difícil imaginarme esas casas en sus momentos de esplendor y a aquellas inglesas que nos retratan tantas novelas y películas, paseando con sus sombrillas por los jardines.


Muchos chavales nos seguían los pasos, éramos los únicos turistas por la zona, insistían en salir en la foto y miraban arrogantes al objetivo.
He de reconocer que no me resultaban siempre agradables las miradas de los hombres en la India. Hasta en los jovencitos encontraba miradas de esas que hacen que inmediatamente me ponga brava, que diría un cubano.
 

Seguramente son cosas mías pero, cuando visito un país me fijo mucho en la impresión que me produce la forma en la que me aguantan la mirada y allí siempre percibía, como poco, descaro, me miraban desde arriba y no por cuestiones de estatura, no solamente.
Nos abrieron el fuerte para nosotros, los guardianes se hicieron de rogar durante un rato y tras una reñida negociación acabamos por llegar a un acuerdo.

 

Desde lo alto vemos el río, el Ganges, el mismo por el que habíamos paseado en barca hacía unos días, que, parsimonioso, iba dando savia a las orillas, regalándose a su paso mientras recorría su camino hacia la muerte en el Golfo de Bengala.


Mis compañeros se durmieron, tal cual, se hicieron la siesta sobre la hierba, aprovechando la brisa de la tarde y dediqué ese momento para pasear los alrededores y detenerme un rato en el cementerio musulmán, olvidado y viejo. Como casi todos los días, la muerte, vecina, mucho más cercana en la India que en ningún otro de los otros lugares que yo conocía.

El río sagrado iba, poco a poco, llevándose los restos de los antiguos pobladores del lugar y desgastando su última morada.


martes, 22 de diciembre de 2009

Nadeando

No hacía cuentas, no tenía agenda, no aceptaba obligaciones, su ritmo, ciertamente, se parecía al de los peces de los documentales, nadando despacio de un lado a otro, sin que nadie sepa a donde van a no ser que el comentarista lo explique.
Pero el comentarista andaba de vacaciones así que no tenía ni idea de cual era el destino del lento movimiento.
El perro, guasón, miraba hacia otro lado, cuando le preguntaba. El también nadeaba lo suyo y no se hacía cábalas con el asunto.


Y el agua, en el fondo del mar, al menos, dicen que es negra, así que negro le gustaría poner el color sobre el que juntar las letras, pero le daba pereza el cambio.
Se dice "como pez en el agua" para explicar que se está estupendamente, pero ¿quién sabe como se siente un pez en el agua?
Si es cuestión de nadar, se supone que al estar en su medio, se sentirán a gusto, pero lo mismo podríamos decir de los humanos cuando caminamos y no siempre es cierto. Son más bien poquillos los momentos en los que caminamos con soltura y comodidad, o los que caminaba ella, por lo menos.
Pues nadar, nadar, no nadaba mucho, nadear, nadeaba cada vez más. Se estaba convirtiendo en costumbre el pasar los días nadeando de aquí para allá, todo era un nadear entre la nada.
Se daba un poco de susto pensando que lo vivido, el pasado, pesaba ya tanto que conseguía que el presente pareciera liviano. Se ponía a susurrarse historias para levantarse la moral y no se le ocurría historia nueva, todas eran ya repetidas, con la sola diferencia de que terminaban antes, algunas, incluso antes de comenzar, por pura pereza.
El año había sido lento, muy lento, el más lento que recordaba. Los hubo peores, si, pero no tan lentos...
Sin ganas de ponerle chispa a los días, ni siquiera se daba el chute de adrenalina de rigor al repasar los asuntos pendientes.
Sería que era invierno, sería que había llegado el frío, sería... sería...o no sería nada.
También pudiera ser que le faltaran dificultades, cuestión que siempre le había resultado en extremo seductora. Todo lo que era obligado hacer era fácil, no aparecía ningún reto a la vuelta de la esquina para ofrecerse y no se le ocurría o no tenía ganas de ponerse a buscarlo.
¿Sería a eso a lo que llaman el Nirvana? Siempre enlazó esa palabra con un estado de aburrimiento absoluto, pero si el nirvana era eso no era aburrido, simplemente, era nada.

Desde la ventana pudo ver, en la desierta plaza, al vendedor de globos que leía el periódico y la imagen le sirvió de aliciente para seguir nadeando o pensando en que el nadear, algunas veces, es un lugar muy concurrido.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Asuan


Ahí estábamos, contemplando el río, disfrutando la luz de aquella tarde. Una luz que en la memoria me ha quedado grabada como luz azul y dorada al tiempo. Desde el mausoleo, no podía dejar de pensar en Rita Hayworth, la admirada por los hombres, una leyenda. De pensar y de parlotear también, contando al de al lado todo lo que sabía de esa mujer, hasta aburrirle.


No es suya la tumba edificada en ese extraordinario lugar, dicen que allí están enterrados el Aga Khan III, su suegro, y una de sus esposas, la cuarta, también hermosa mujer, suiza, que se convirtió al Islam con el nombre de Umm Habiba.


No saben nada de mujeres, coches y caballos esos hombres-dioses… casi nada saben.Las falucas, como palomas, navegando suaves, como si bailaran un vals. Una de ellas nos había servido para llegar a esa orilla del río.




Estuvo un par de días nuestro barco fondeado en Asuan, para darnos tiempo a disfrutar también de un paseo por la Isla Elefantina y ver el Nilómetro, unos escalones, noventa, con marcas para medir el nivel del río y establecer con ese nivel los impuestos del año.

Visitando el jardín botánico, el inmenso calor, desconocido para mi hasta entonces unido a la diversidad de olores, consiguieron que me desmayara.

Ese desmayo me sirvió de excusa perfecta para no ir al día siguiente a ver más piedras a Abu Simbel, ya había visto tantos templos, tantas estatuas, que no me cabía ninguno más, empezaban a confundirse en mi cabeza.


Así pues, me alié con un grupo de divorciadas catalanas que eran la monda celebrando una recién conseguida libertad (eran, realmente, la divorciada, su abogada y la jueza que firmó el "hasta aquí") y de las que el marido propio que me acompañaba no quería ni oír hablar (malas compañías te buscas, me decía) y, juntas, pero ante la atenta mirada de mi guardián que no me quería perder de vista, no fuera a ser que me volviera a desmayar, contratamos a un barquero nubio para que nos diera un paseo por el Nilo.

El barquero, listo (y guapo también), como si nos leyera la mente, nos ofreció el llevarnos a su pueblo y, por supuesto, aceptamos.

Vimos sus casas, tomamos su té y nos habló un poco de sus costumbres. Eran musulmanes claro, en todas las habitaciones pudimos ver las maletas preparadas para ese viaje a la Meca que todos han de intentar hacer, pero mantenían algunas costumbres propias y diferentes de las de los egipcios del otro lado del río.

Nos dijo que el pueblo tenía un jefe, el anciano, que era una especie de alcalde y juez al tiempo y el que impartía justicia en la misma plaza, una plaza redonda. En esa plaza se constituía el tribunal para juzgar los desacatos cometidos contra alguna de sus costumbres y algunos delitos menores.

Todos los hombres, sólo hombres, del poblado participaban en el acto, dando su opinión. Seguramente más justa esa justicia y más cercana, aunque nosotras nos quedaríamos sin trabajo en ese lugar y ni siquiera podríamos opinar. Más justa, tal vez, pero sólo para ellos.

Vivían de la agricultura y del turismo. Ciertamente, en el barco, casi todo el personal estaba formado por guapísimos camareros nubios a los que mis amigas atosigaban continuamente y de cuyo atosigue ellos se zafaban diciendo que tenían prohibido el trato con los pasajeros.


Pedían los niños, si, como en casi todas partes pero éstos sabían pedir en todos los idiomas: bombón, bombón... Ya no me quedaban caramelos a esas alturas del viaje, tampoco ninguno de los cientos de bolígrafos que llevaba. No había más remedio que darle dinero y confieso que sentí vergüenza.

Era mi primer viaje a un país un poco más al Sur que el mío.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El Fuerte Rojo



Me fijé en él mientras deambulaba por los jardines del Taj Mahal, allí estaba, al otro lado del río Yamuna y pensé: “mañana quiero ir allí y contemplar la vista desde ese lado”.
Quería mirar el Taj de lejos, desde el Fuerte Rojo de Agra.





A unos dos kilómetros y medio de distancia, el Taj se me antoja irreal y muy solitario. La maravilla se contempla en el agua, sola y única.
El fuerte de Agra es otro de los legados del emperador Akbar, el mismo Akbar El Grande que construyó la ciudad de Fatehpur en Sikri.
Es un fuerte, es un palacio, son salones, jardines... muchos palacios. Es, también, el lugar en el que Shah Jahan, nieto de Akbar, pasó sus últimos ocho años de vida, prisionero de uno de sus hijos, contemplando la joya que construyó en memoria de su tercera esposa Muntaz Mahal, la favorita, no la única.
Esposa que según dicen, murió al dar a luz a su decimocuarto hijo mientras acompañaba a Shah Jahan en una de sus batallas.
Puedo pasear tranquila, apenas cinco o seis personas rondan por aquí esta mañana, aparte de los soldados que no sé si vigilan o esperan a que me descuide para darme un susto.
Torres, salones, terrazas, ventanales, más torres, que se abren al río o a la ciudad, todo a mi disposición, sin aglomeraciones.
Muchas y diversas estancias dentro del fuerte, variedad de estilos arquitectónicos, una gran riqueza decorativa que te permite adivinar el antiguo esplendor que se gastaba en los tiempos del “Trono del Pavo Real”, en la edad de oro del imperio mogol en India.



Aún se usa el fuerte como recinto militar y algunas zonas no pueden ser visitadas, en las que se me permite acceder se percibe un cierto abandono, un poco de tristeza.
Más de cuatro siglos de historia conocen estos muros, muchos de ellos, de historia callada.
Y, aquí dentro, mucha leyenda también, pero las piedras no hablan. No saben decir las piedras si es verdad lo que se cuenta sobre los años que permaneció, entre ellas, prisionero, el constructor del Taj Mahal, si es cierto o no que su hijo le permitió mantener, durante el encierro, la interminable corte de hermosas mujeres que siempre le acompañaban y si, como dicen, aún en esas circunstancias tenía asegurada la visión y el disfrute de las bailarinas que tanto le apasionaban cada noche.
Unos soldados que me encuentro me llevan a una sala en donde dicen que se celebraban los bailes y les entiendo que el encierro del viejo emperador no fue realmente tan triste. Les entiendo poco y seguramente mal, algo más que mi fobia a los uniformes flota en el ambiente.
Zanjo la conversación a toda prisa porque no me gustan nada las miradas y sonrisas cómplices que tienen entre ellos y no se ve un alma alrededor. Puede que me equivoque, por supuesto, pero yo diría que ese tipo de gestos ya los he visto anteriormente y no son presagio de nada bueno.
Tengo suerte, porque si hubiera de buscar la salida no tengo ni idea de para donde tirar, mi lamentable sentido de la orientación me gasta, a veces, bromas muy pesadas. Pero aparecen unas chicas jóvenes, los soldados las conocen y juntos desaparecen de mi vista. Puedo seguir mi paseo sin mirar hacia atrás y continuar con mi soliloquio sobre la prisión en este fuerte de Shah Jahan.
Sí que parece ser cierto que Shah Jahan llegó al poder tras pasar a cuchillo a todos sus enemigos y encarcelar a su madre y que, en sus últimos años, la guerra por la sucesión entablada entre sus hijos y contra él, le llevó a correr una suerte parecida a la de su progenitora.


Quizás fuera ésta la ventana a través de la cual contemplaba su obra el prisionero, inacabada obra, puesto que su idea de construir otro palacio igual, en mármol negro, había sido rechazada por su sucesor.


Fuera de las murallas, animales y hombres trabajan el campo en los pequeños claros, ajenos a tanta historia antigua.



Desde una de las terrazas el Taj se eleva, luciendo su majestuosidad por encima de las construcciones en las que viven los que no cuentan para la historia o la leyenda, seguramente los sucesores de aquellas bailarinas de las que nunca sabremos el nombre.
 Ya lo he visto, creo, desde todos los ángulos, excepto desde el globo que no hay. Esta última visión, quizás menos digna de una de las llamadas "maravillas del mundo" que la primera que tuve -previo pago de entrada- se me queda grabada como una de las más hermosas, es la visión que tiene a su alcance tanta gente que apenas tiene nada, pero que puede contemplar el palacio-tumba cada día desde su humilde terraza.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Diarios de damas...


Una amiga, sabedora de mi afición a buscar historias de mujeres, me regaló este libro:





“Diarios de damas de la corte Heian”.

En él, Izumi Shikibu, Murasaki Shikibu y la autora anónima del "diario de Sarashina", que vivieron entre los siglos X y XI en la corte imperial japonesa me llevan de paseo por un mundo totalmente desconocido para mí hasta ahora.

Tres mujeres muy cultas que refieren sus días, los vestidos, los aromas, los colores, las costumbres, los amores y las intrigas palaciegas. Narradoras únicas de un mundo refinado y deslumbrante, muy lejos de la oscuridad del mundo occidental en esos siglos.

Me revelan una forma de cortejo singular: el caballero escribe un poema a la dama y espera que ella le conteste. Si ella contesta, el caballero la visita de noche y se queda con ella hasta el amanecer. Si él volvía a escribirle, la dama organizaba un banquete para presentarlo a la familia.

Y son estos vaivenes, de poemas y visitas, de mensajes que se deslizan con la caída del abanico, los que llenan esos diarios y, junto con ellos, mano a mano, las eternas guerras por el poder y el amor.

Tu imagen permanecerá

entre lágrimas de añoranza

mucho tiempo después

de que el otoño haya pasado.


Eso le escribe la dama al caballero que hace tiempo que no aparece y consigue que él, callado hace semanas, le conteste y se vuelva a reanudar el trasiego de mensajes y visitas.

A través de esos poemas se descubre el ir y venir de favoritos del emperador, los viajes de los funcionarios que son alejados de la corte, los diferentes paisajes, las estaciones.

Se nos permite acercarnos a las fiestas, a los jardines, a las comidas y hasta se puede escuchar el crujir de la seda de los kimonos en el país del sol naciente en el siglo X.

Los tres diarios son interesantes sobre todo por tratarse de textos escritos por mujeres en el siglo X pero a mi, personalmente, me ha encantado sobremanera el "Diario de Sarashina", posiblemente por ser un texto en el que la autora narra sus viajes y su búsqueda de nuevas lecturas desde una perspectiva intimista, ya sea contando asaltos de bandidos, sueños o tristezas.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Hong-Kong

Nos despedimos de Dali y volvemos a Kunming, en autobús.
Nuevamente el “luxury”, para nuestro gozo y disfrute y que, además, por si no fuera suficiente con lo que nos ofreció a la ida, ahora se estropea y nos obliga a pararnos medio día en un lugar feo, feísimo, en una curva de la carretera y esperar que desde el pueblo más cercano venga un mecánico a repararlo.
Nos preparamos para hacer nuestra cena de despedida, será nuestro último día juntos en China y toca hacerlo con la mejor fiesta que seamos capaces.
Decimos que es obligado ponerse "guapos" pero ha llegado el frío y en el revoltijo de mochilla que llevo a estas alturas del viaje no hay forma de encontrar ninguna prenda de abrigo. Seguro que sin ella iré más que guapa... ¡guapísima!
Me toca, también, cambiar de camarada de cuarto, para mi bien, pues éste es fumador y no me pondrá pegas a la hora de deleitarme con el maldito humo, sin el que no disfruto lo mismo de nada. Aunque supongo que extrañaré el desorden del compañero fogoso y su airear la ropa colgándola hasta de las lámparas.
Despedida, con vino y con copa de después, todo un lujazo, que aquí esos productos están muy caros, pero creo que los cuatro vamos sobrados de pasta, no me podía imaginar que darse una vuelta tan larga por China pudiera resultar tan barata.
Los compadres de Valencia seguirán ahora hacia el norte, por el este del país y, nosotros, nos trasladamos a un hotel cercano al aeropuerto, para salir temprano en el vuelo hacia Cantón.
Ninguna diferencia entre un vuelo interior en China y cualquier otro con Iberia, ninguna, tampoco, en el tren que nos llevará de Cantón a Hong-Kong.
Digno de especial mención, el paisaje desde el avión. Durante casi una hora y media sobrevolamos una zona montañosa, de alturas considerables de cordilleras nuevas, con abundante vegetación y muchos y caudalosos ríos.
Creo que es la primera vez que contemplo tanta extensión montañosa y... la vegetación llegaba casi hasta la cima.
Uno de los ríos estaba siendo surcado por multitud de barcos, que incluso desde arriba se veían grandes.
Luego, en el tren, se nos muestra una China bien diferente de rascacielos variopintos y multicolores, grandes avenidas con mucho tráfico y pocas bicicletas. Cantón parece tener un poco más de planificación urbanística aunque “de aquella manera”. En el tren, nadie escupe y ¡se mueve!, o sea, que no va a 30 por hora.
Hong-Kong es otro mundo. Aquí los rascacielos pretenden pasar por encima de las nubes, pasamos el control de inmigración (nos dan visado por tres meses) y vamos, ordenadamente, tomando los taxis, de color rojo y volante a la inglesa. Son toyotas grandes, que nos cobrarán, aparte de lo que marque el taxímetro, cinco dólares más por cada bulto. Se ven mansiones, semiocultas entre una espesa vegetación tropical.
Realmente, estamos en Kowloon, aún en el continente, la isla de Hong-Kong nos queda enfrente, al otro lado de la bahía.
Buscamos habitación, que de alguna manera habrá que llamar a“esto”, en el edificio Arcade nº 58, Nathan Road. Un edificio altísimo con pisos que se abren a corredores con letras, el nuestro, el 14 F2. La habitación es como un chiste (que vale 250 dólares hongkoneses), caro chiste.
No hay sitio para estirarse y, el baño, ¡ay el baño!, me ha costado ver que tiene ducha y es que... ¡no hay plato!
El agua cae directamente sobre la tapa del váter.
En el lavabo tan sólo cabe una mano de cada vez y, para entrar, hay que hacerlo de perfil. Menos mal que somos delgados.
Divertidísimo cuarto.
La vista nocturna de Hong-Kong desde el muelle del puerto Victoria me deja con la boca abierta: la altura de los edificios, sus formas de luz..., me sobrecoge, como si estuviera viendo el futuro.

Una visión espectacular. Nunca, hasta ahora, había visto tantos rascacielos juntos y me impactó la contemplación de aquel conjunto de torres iluminadas elevándose hacia el cielo negro.
Nada me importaban ni la lluvia torrencial ni el no llevar paraguas.


 


El mar está movido y los barcos que cruzan la bahía van a toda máquina, maniobrando como si de un seiscientos se tratara. Alguna barcaza antigua cruza más lentamente.
El teatro, el auditorio, el planetario, el museo de arte... junto al embarcadero, forman un conjunto arquitectónico que sería la envidia de Ramsés o Nefertiti. Perpleja ante la visión, sin palabras para expresar la emoción nueva, me quedé enganchada con el espectáculo.
"Volveremos mañana", me dice el compañero que no sabe como apartarme de la barandilla. Llueve a chuzos pero hasta la lluvia acompaña engrandeciendo la imagen.
La lluvia, la noche y el hambre nos alejaron del puerto y aprovechamos esta ciudad cosmopolita para probar un restaurante japonés, de cierto postín y lleno de gente guapa.


Una monada de chinita nos dio un poco de simpática conversación con su castellano aprendido en Argentina y continuamos el paseo bajo los soportales de la comercial Nathan Road con sus joyerías, perfumerías y ropa cara. Cientos de tiendas con productos brillantes y una iluminación rabiosa.
Justo enfrente de nuestro hotel se encuentra la mezquita, destacando su arquitectura del resto del conjunto. Muchas paradas de metro, otras razas, indios sobre todo, también negros. Y aquí no escupe nadie ¡esto no es China!
Esta parada me ha hecho reflexionar sobre mi propio camino, desde el pueblo en que nací, con cuatro casas, hasta este extraño lugar. Y la visita al museo de cerámica me reafirma en la creencia de la innegable riqueza cultural de este país, el país del centro (Chon-guo).
Dos días después de ver esa estampa aún no me acostumbro, y se me van los ojos hacia la bahía mientras tomamos el autobús de línea, el A-21, que nos lleva directamente al aeropuerto. En él podemos ver la ciudad desde otros puntos y pasmarnos con los larguísimos puentes que atraviesan el mar.


Luego, el moderno aeropuerto, todo cristal, todo luz, todo mecanizado, informatizado. Hemos llegado con tiempo y lo recorremos como quien recorre un museo, haciendo nuestras salidas a fumar, aprovechando, pues nos esperan muchas horas sin poder encender un cigarrillo… Hong-Kong... París… Barcelona, adiós, adiós... al compañero último (es tan amable que me acompaña hasta el metro) y, ya… mi tren a Valencia.



Ponemos el broche al viaje, cuando regresan los otros dos que se quedaron por allá más tiempo, con una de mis fabadas, compartimos con otros amigos la experiencia y no conseguimos que se aburran, palabra, quieren verlo y oírlo todo.


Llega la noche y, en aquella caseta, en la que convoqué al personal porque no cabía en mi piso, (caseta sin luz eléctrica en la que me estrené como aprendiz de agricultora) se encienden la chimenea y las velas.
De ese momento surgirá el nuevo viaje… ¡el próximo año iremos a la India!


Y... colorín... el cuento de China llegó a su fin.
Prometo no reproducir ningún diario más, puesto que hasta a mi misma me he resultado cansina, no infinitamente, pero casi.

martes, 24 de noviembre de 2009

Dali. Paseos



 
Transcurren plácidamente los días entre paseos, excursiones por los alrededores, tardes de charlas en las terrazas o de jugar al dominó en los parques.
No nos privamos de una cena con baile de muchachas ataviadas con los vestidos de fiesta y mis mosqueteros se corren una juerga nocturna, a mis espaldas, revolucionando a la seguridad del hotel pero que termina sin graves daños.
Las ansias por el masaje del compañero fogoso se curan con los gritos de la masajista y un buen susto por su parte y por la mía, cuando me despierta, a las tantas, para contarme su aventura, frustrada aventura, en la habitación de los otros dos compadres que, mientras tanto, consumían el tiempo en el hall del hotel, guardándole las espaldas al colega, cervecita en mano.
No obstante, reconozco su valentía (¿o era exceso de miedo?) al contármelo, ya me conoce lo suficiente como para saber que mi respuesta sería cínica por lo menos.
No, no le dije "todos los hombres sois iguales", no, simplemente me limité a preguntarle si le enseñó su fajín de dólares a la masajista o se creía que todo iba incluido en el precio... Paleto, le dije paleto, me di media vuelta y seguí durmiendo.
Los comerciantes ponen música con altavoces en las tiendas, con lo que el guirigay es, por momentos, irritante para el oído. Empiezan tempranísimo, entre las siete y las ocho de la mañana, y te machacan, durante todo el día, con la misma cancioncilla hasta pasadas las doce de la noche.
Comerciantes y trabajadores incansables, sobre todo las mujeres, como en cualquier cultura patriarcal. Mantienen una actividad frenética durante las veinticuatro horas del día.
Como dato ilustrativo: ayer vi., en un pequeño comercio, una chaqueta que me gustó pero la prefería en otro color. Eran las seis de la tarde. Me tomaron las medidas y me mandaron pasar a recogerla a las nueve. Fui con mi recibo (en chino, recibo que conservo como si de un Modigliani se tratara) escrito a lápiz en una hoja de papel cuadriculado y... lista y perfecta estaba… terminada mi chaqueta verde.
La mujer, además de coser, atiende al público que viene a comprar, cuida de su pequeño hijo allí mismo, entretiene al hombre, que está sentado, contando las ganancias seguramente, y cocina las comidas que también comen sin descanso… casi nada.


Nos enseñan sus casas, nos dejan verlas por dentro, orgullosos de poder ir arreglándolas poco a poco. En casi todas, al cruzar el portón de entrada, de dos hojas, te encuentras con un patio grande, desde el que se abren puertas, con cristales y celosías, a las distintas dependencias, como en las películas. No miente Zhang Yimou cuando nos las enseña en el cine. En los patios podemos ver los utensilios de labranza, los cestos, las esterillas y... la imaginación vuela.




Algunas vemos en las que, incluso, conservan un pequeño templo, al estilo de nuestras casonas con capilla propia. En esta de la foto, su guardián, un hombre altísimo y muy amable, nos enseñó las figuras que ahora están restaurando: Budas, en madera policromada. Ganas me daban de pedirle trabajo, no hay ocupación que más me centre y me subyugue que trabajar la madera.


La madera es el elemento fundamental en estas construcciones de las casas chinas tradicionales, aunque Dali es zona de mármol, no lo vemos formando parte de suelos o paredes en las casas, sólo madera, madera y piedra.

Las vidas, al menos en apariencia, son duras y difíciles, hay que retroceder más de un siglo en los mundos de los occidentales (blanquitos del norte, que suelo decir) para encontrar similitudes. Apenas hay transporte motorizado y es muy habitual ver a las gentes cargando las mercancías en cestos, pesadísimos. Incluso el carro de caballos es un lujo que muy pocos pueden permitirse.
Pero también es posible ver imágenes más modernas, de madres jugando con sus hijos en los parques, mujeres que ya no trabajan en el campo, que llevan zapatos de tacón, que te sonríen y te hablan, que se sientan contigo a la mesa y hacen esfuerzos por entender tus preguntas y contestarlas. Poco a poco vamos sabiendo más de su sistema de salud, de la educación, de la economía.
En una de nuestras excursiones, a una pequeña aldea, que revolucionamos con nuestra visita porque pocos extranjeros llegan allí, me siento en una mesa donde hay más mujeres.
Una de ellas, animándose al ver a la turista con ganas de comadrear, va a buscar el material que fabrica en su tiempo libre: pendientes que hace con alambres, maderas, semillas... Se forma un buen revuelo cuando, tras un regateo, considero que he llegado al precio justo y la campesina-artesana-vendedora-empresaria me hace un mohín de disgusto, entonces, para compensarla, me quito mi anillo (del vil metal y con pedrusco) y se lo regalo. La más anciana de ellas, que está a mi lado y que me toca el pelo y la cara con mucha ternura, trata de persuadirme de hacer tal cambio, dice no es justo. Gesticula, creyendo que no la entiendo.
Pero a mi me hace ilusión, mucha, que ese anillo, que lleva en mi dedo tantos años, que es el único que tengo de ese material y un regalo antiguo de alguien que ya es nadie, pase a ser de la propiedad de esa mujer de manos encallecidas.
Me siento feliz dejando al objeto viajar, a su aire, y pienso que, su actual propietaria, que no cabe en sí de gozo, seguramente le sabrá dar mejor uso que yo. No podía ni imaginar, aquella tarde de marzo, cuando abrí el paquetito que lo contenía, que algún día vendría a dejarlo en esta aldea del sur de China. Me siento feliz, limpia y ligera. Ya sé que estas sensaciones son pasajeras pero, en ese momento, sentí un enorme placer haciéndole un guiño al destino.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Dali. Las tres pagodas


La etapa en Dali está suponiendo una cierta reconciliación con este pueblo, el chino, tan impenetrable. Los bai son gente más risueña, más abierta, más cálida. Sus rostros reflejan mayor vitalidad y los trajes de colores de las mujeres alegran la vista.
Como cosa curiosa, sin embargo, ésta es la zona en la que más hombres visten aún el traje “mao”.
Buscando las pagodas del templo Chongsheng, vamos caminando despacio por las calles tranquilas y saludamos, al paso, a algunas gentes. En los días que llevamos aquí ya hay quien nos reconoce y hace que nos sintamos como vecinos.
Los marmolistas están con las puertas de sus talleres abiertas y, los chiquillos, dándole tiempo a la mañana hasta ver que se les ocurre hacer.
Solamente tenemos que dirigirnos hacia donde las montañas nos señalan, ellas nos van guiando hacia las pagodas, aunque, de vez en cuando, las nubes nos las esconden.


Diviso las pagodas, llego a ellas, las toco, me siento a disfrutarlas. Nada tienen que ver con las otras pagodas que hemos visitado, excepto en Xian, ninguna se les parece.
Entablo conversación con una pareja de turistas chinos, tienen tres niñas y charlamos sobre si ese hecho es algo extraño (tener tres niñas), me dicen que no, que hay mucha más permisividad al respecto de lo que se cuenta y que, ellos, campesinos, siempre han desobedecido un poco la orden del hijo único, de hecho, siempre se les permitió tener dos, si el primero era niña.



Antes, este lugar, fue un templo budista, ahora en desuso, pagodas inclinadas, de pisos pares... se empezaron a construir alrededor del siglo IX. A un lado, el hermoso lago, al otro, las montañas Cangshan. Quizás mañana los muchachos se animen a subir y pueda yo comprobar si son cómodas mis botas nuevas.




Los compañeros se deciden a buscar el lugar desde el que poder hacer la foto que sale en todas las postales, una exclusiva foto en la que las tres pagodas se reflejan en el lago y, por mi parte, consigo convencerles de que me eximan de la búsqueda. Me quedaré quietecita en el parque y les esperaré sin moverme de allí.

Allá que se van, escalando muros y perdiéndose en los caminos, mientras yo me quedo a jugar con los chiquillos que voy encontrando, que no paran de darme explicaciones y hacer preguntas.


Sus zapatillas de colores, sus vestidos de princesitas, sus risas, sus ganas de que les haga fotos, me animan a seguirles y acertamos con un juego que todos conocemos: el escondite.



Luego, se emocionan registrando mi mochila y, cuando ya lo han visto todo, nos sentamos a enseñarnos otros juegos. Preguntan y preguntan, sé que preguntan porque todo lo que dicen termina con el "sham-má".
Me decido a contarles una historia, repitiendo mucho las frases, las repiten conmigo y parecen divertirse. Me asombra la atención que ponen, hasta creo que me han entendido. Cierto que gesticulo mucho pero, ni así parece posible... serán imaginaciones mías. Yá (pato), lián (amar), chóu (triste), chéng (destierro) y yué (feliz), son todas las palabras chinas que conozco (seguramente mal dichas y peor acentuadas) para contarles el cuento del patito feo. Ni siquiera sé como se dice cisne... ¿solución? Hacer el pato y estirar el cuello, no tengo claro que lo entendieran pero es seguro que se rieron y mucho. De cualquier forma, el encanto del momento no tiene precio.

 

Vuelven los chicos, con su trofeo, han conseguido la foto perfecta, la que es igual que la de las postales y se han divertido en la búsqueda (y discutido también con el asunto de quién llevaba razón en el camino a seguir).
Y me toca despedirme de los nuevos amiguitos que cantan el estribillo de "me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá..."
Perfecta mañana de recepción de un hermoso regalo por haber podido olvidar muchas de las cosas que me decían mi abuelito, mi papá y mucha gente más... me voy pensando yo.