viernes, 11 de diciembre de 2009

El Fuerte Rojo



Me fijé en él mientras deambulaba por los jardines del Taj Mahal, allí estaba, al otro lado del río Yamuna y pensé: “mañana quiero ir allí y contemplar la vista desde ese lado”.
Quería mirar el Taj de lejos, desde el Fuerte Rojo de Agra.





A unos dos kilómetros y medio de distancia, el Taj se me antoja irreal y muy solitario. La maravilla se contempla en el agua, sola y única.
El fuerte de Agra es otro de los legados del emperador Akbar, el mismo Akbar El Grande que construyó la ciudad de Fatehpur en Sikri.
Es un fuerte, es un palacio, son salones, jardines... muchos palacios. Es, también, el lugar en el que Shah Jahan, nieto de Akbar, pasó sus últimos ocho años de vida, prisionero de uno de sus hijos, contemplando la joya que construyó en memoria de su tercera esposa Muntaz Mahal, la favorita, no la única.
Esposa que según dicen, murió al dar a luz a su decimocuarto hijo mientras acompañaba a Shah Jahan en una de sus batallas.
Puedo pasear tranquila, apenas cinco o seis personas rondan por aquí esta mañana, aparte de los soldados que no sé si vigilan o esperan a que me descuide para darme un susto.
Torres, salones, terrazas, ventanales, más torres, que se abren al río o a la ciudad, todo a mi disposición, sin aglomeraciones.
Muchas y diversas estancias dentro del fuerte, variedad de estilos arquitectónicos, una gran riqueza decorativa que te permite adivinar el antiguo esplendor que se gastaba en los tiempos del “Trono del Pavo Real”, en la edad de oro del imperio mogol en India.



Aún se usa el fuerte como recinto militar y algunas zonas no pueden ser visitadas, en las que se me permite acceder se percibe un cierto abandono, un poco de tristeza.
Más de cuatro siglos de historia conocen estos muros, muchos de ellos, de historia callada.
Y, aquí dentro, mucha leyenda también, pero las piedras no hablan. No saben decir las piedras si es verdad lo que se cuenta sobre los años que permaneció, entre ellas, prisionero, el constructor del Taj Mahal, si es cierto o no que su hijo le permitió mantener, durante el encierro, la interminable corte de hermosas mujeres que siempre le acompañaban y si, como dicen, aún en esas circunstancias tenía asegurada la visión y el disfrute de las bailarinas que tanto le apasionaban cada noche.
Unos soldados que me encuentro me llevan a una sala en donde dicen que se celebraban los bailes y les entiendo que el encierro del viejo emperador no fue realmente tan triste. Les entiendo poco y seguramente mal, algo más que mi fobia a los uniformes flota en el ambiente.
Zanjo la conversación a toda prisa porque no me gustan nada las miradas y sonrisas cómplices que tienen entre ellos y no se ve un alma alrededor. Puede que me equivoque, por supuesto, pero yo diría que ese tipo de gestos ya los he visto anteriormente y no son presagio de nada bueno.
Tengo suerte, porque si hubiera de buscar la salida no tengo ni idea de para donde tirar, mi lamentable sentido de la orientación me gasta, a veces, bromas muy pesadas. Pero aparecen unas chicas jóvenes, los soldados las conocen y juntos desaparecen de mi vista. Puedo seguir mi paseo sin mirar hacia atrás y continuar con mi soliloquio sobre la prisión en este fuerte de Shah Jahan.
Sí que parece ser cierto que Shah Jahan llegó al poder tras pasar a cuchillo a todos sus enemigos y encarcelar a su madre y que, en sus últimos años, la guerra por la sucesión entablada entre sus hijos y contra él, le llevó a correr una suerte parecida a la de su progenitora.


Quizás fuera ésta la ventana a través de la cual contemplaba su obra el prisionero, inacabada obra, puesto que su idea de construir otro palacio igual, en mármol negro, había sido rechazada por su sucesor.


Fuera de las murallas, animales y hombres trabajan el campo en los pequeños claros, ajenos a tanta historia antigua.



Desde una de las terrazas el Taj se eleva, luciendo su majestuosidad por encima de las construcciones en las que viven los que no cuentan para la historia o la leyenda, seguramente los sucesores de aquellas bailarinas de las que nunca sabremos el nombre.
 Ya lo he visto, creo, desde todos los ángulos, excepto desde el globo que no hay. Esta última visión, quizás menos digna de una de las llamadas "maravillas del mundo" que la primera que tuve -previo pago de entrada- se me queda grabada como una de las más hermosas, es la visión que tiene a su alcance tanta gente que apenas tiene nada, pero que puede contemplar el palacio-tumba cada día desde su humilde terraza.

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