viernes, 25 de junio de 2010

Nain, en la provincia de Isfahan

Los restos de la antigua fortaleza, de época sasánida, te reciben cuando entras en Nain, desde allí te puedes embelesar un buen rato contemplando la ciudad y cuanto más te embeleses, mejor, porque la zona nueva te dejará muy mal sabor de boca, con sus cuatro sitios de comida rápida y sus hombres-anuncio, disfrazados como si de un parque de atracciones se tratara.

Nain, sin embargo, sabe a desierto, situada en el centro del país, alejada de las zonas montañosas que aportan el agua a las grandes ciudades, se va despoblando poco a poco
 Sentí tristeza al caminar por su mercado, una larga nave porticada en la que todas las ventanas estaban cerradas, apenas un par de sus viejos comerciantes continúan con ellas abiertas: un zapatero y un hornero.
Sentí tristeza al caminar por su mercado, una larga nave porticada en la que todas las ventanas estaban cerradas, apenas un par de sus viejos comerciantes continúan con ellas abiertas: un zapatero y un hornero.
A pesar de contar con una de las mezquitas más antiguas de Irán, del siglo VIII, con un solo alminar y un trabajo del yeso para perderse durante toda una semana descifrando lo escrito en los muros, de haber sido un centro de producción de alfombras de gran prestigio, ahora ya se cuentan con los dedos de una mano las casas que siguen trabajando allí ese oficio de mujeres y niños, de gentes de manos pequeñas, y, la ciudad, pierde población de manera continua.

Escandalosos muchachos iban y venían con sus motos y entendí la razón de la prohibición de motocicletas de más de 125, toda su ansia, toda su fuerza la tenían puesta en el ruido y las piruetas. Supongo que era una broma pero no me hizo gracia y alguno se llevó un buen “mochilazo”.
Después del paseo que no puedo dar por mal aprovechado porque topé con un vendedor de tabaco que me dijo que no existía ningún colectivo de mujeres que cultivaran tabaco en el Caspio, ni en todo Irán tampoco, y que me proveyó de todas las marcas existentes (con lo que dejé de ir preguntando la pregunta allá por donde iba), volví de nuevo a las afueras, a conversar un rato con ese trocito de desierto que se me aparecía de la misma forma en la que lo conocí por primera vez y a decirle que me sigue enamorando y emocionando cuando lo percibo cerca.

Luego, me dejé perder por las calles retorcidas y encontré un hammam, del que las mujeres que lo ocupaban me echaron a cajas destempladas, pero que también me alegró los ojos porque pude ver que no todas eran bellas y perfectas.
Y volví a buscar el silencio, la sombra y el aire fresco en el edificio de la mezquita más antigua de Irán y a soñar con que la pluralidad de voces, que en su día debieron alzarse desde esa tarima, volvían a escucharse.

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sábado, 19 de junio de 2010

Shiraz desde la madraza

Me sentía cómoda aquella tarde mientras paseaba por las callejuelas estrechas y polvorientas, silenciosas como un pueblo de Castilla a la hora de la siesta. No eran capaces de importunarme ni los recuerdos de lo perdido ayer ni la inquietud por lo que pudiera encontrar mañana.
-“No te sabes entera” me contestaba a la pregunta hecha un instante antes.
-“Y de mi es de lo que más sé” me volvía a replicar.
En esas andaba, cuando me di cuenta de que ese "saberme a medias" no era un pensamiento que me desagradara, aunque se me apoderó del alma, o lo que sea que no es el cuerpo, una emoción extraña, contradictoria, que resolví encendiendo un cigarrillo y dándome un abrazo, que, para eso, la madre naturaleza me ha dotado de una elasticidad envidiable.


Resuelta la discusión, entré en la madraza. Después de pegar la hebra un poco con el estudiante que me leyó unos párrafos del Corán (no sé de lo que iban pero le supe contestar con la frase que le quitó a su rostro la seriedad, algo semejante a lo que dicen en misa: “bendito y alabado sea el señor”)… me dejé invadir por el "no saberme", le hice sitio y le permití que se apoderara del cuerpo que por allí se andaba paseando. Y, vacía de todo, me dispuse a mirar.
Me embriagué con los jardines silenciosos, con las flores, con las tres o cuatro mujeres que reposaban en los bancos y que emanaban paz. Se me encendió la mirada ante las filigranas de los azulejos, los artesonados de los ventanales, los colores, la hechura del edificio. Arrinconé lo poco aprendido sobre geografía, sobre arte, sobre historia, sobre culturas y paseé, simplemente, paseé.

Hasta las pintadas de los estudiantes, en las paredes de las aulas, ahora vacías, me hablaban de amores, de los amores de muchachos que algún día serán, posiblemente, esos terribles mulahs, pero que, de momento , únicamente son eso, muchachos enamorados.



Trepé, con permiso del guarda, al terrado y, desde allí, se me ofreció una de las mejores vistas de la ciudad, de una zona antigua que pensé que, en su mayor parte, ha debido estar ahí, así, desde siempre, y, por fin, la Persia de Avicena me tocó el corazón.
Hasta me pareció escucharle dolerse por la desaparición del vino de Shiraz.

Empecé estas líneas con la idea de contar que Shiraz fue, en tiempos, capital de Persia, que está en la ladera de los montes Zagros, que es conocida como la ciudad del vino, la poesía, las luciérnagas, las rosas. También quería hablaros del gran poeta Saadi, pero mejor lo dejo para otro momento y así, de paso, quizás también podré contar algo de aquella noche feliz en su jardín.

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lunes, 14 de junio de 2010

La mesa de...

La pongo de lejos, para que no se vea la guarrería, pero... es que no tengo una mesa, tengo las tres que se ven ahí y otras tres detrás, por esas cosas raras de la vida.
El lugar desde que el que escribo, cuando no lo hago en el cuaderno (abajo hay otras... no sé cuantas) era en sus tiempos un "andar"(andana en valencià), utilizado para cultivar la seda. En la rehabilitación del caserón pusimos en él la biblioteca, abrimos nuevos balcones y le dimos salida a la plaza y la terraza, nada más que ochenta metros tiene, así que ¿qué hay en ella? Quien quiera que venga y busque, hasta colecciones de cromos antiguas hay, porque antes que yo, vivió aquí un pintor que era el que hacía los dibujos para los álbumes "Maga", libros, cachivaches… “titos” decía alguien muy querido.
¡Esto es un museo! dicen las amigas. Esto es un matapersonas, digo yo, pero en casi siete años de vivir aquí sola, me he convertido en una especie de "solterón perfecto", todo manga por hombro y bien revuelto, con tanta mesa puedo dejar papeles, apuntes y vajilla...desperdigado por encima y aún así... para encontrar el móvil, tengo que llamarme desde el fijo.
Lo siento, chicas, pero es a lo que llego, así y todo creo que da una idea ¿no? Vale, una de un poco más cerca, ahora recojo las tazas del desayuno y que conste que el whisky es para la noche...
Y, algo que nunca falta a mi lado: Nel, que se asoma para saludar.

domingo, 13 de junio de 2010

En el caravasar

Siempre me sucede, en cualquier viaje, aunque sepa que es un lugar al que no he de volver, aunque la compañía sea estupenda. En algún momento necesito parar, quedarme sola, detener la marcha.
Y así lo hice aquel día, sin el menor remordimiento por dejar de ver las maravillas que pudiera encontrar fuera del recinto.

El hotelito fue en tiempos un antiguo caravasar, caravanserai en parsi, que así llaman a los lugares en los que las antiguas caravanas hacían un descanso en su ruta, un albergue para animales, hombres y mercancías.
Normalmente, un recinto al que se accede por una inmensa puerta, con un patio interior abierto, alrededor del cual se construían pequeñas habitaciones para que los camelleros descansaran. Perdida ya su función, los cientos que aún se conservan se han reconvertido en hoteles o han sido engullidos por los bazares.
Recostada en uno de los divanes del patio que ahora es el restaurante, el sueño me amenaza seriamente. A mi lado se ha sentado un hombre que también dormita, de vez en cuando se le cae la cabeza, despierta y sonríe diciéndome algo, al final, termina por recostarse en el cojín cómodamente. Tiene otros veinte divanes a su disposición pero ha tenido que venir a este y no me queda otra que pelear contra mi sopor por miedo a dormirme y caerle encima. Las letras del libro resbalan ante mis ojos, lo cambio por el cuaderno, el cuaderno por la cámara. Y no quiero irme a otro diván porque desde aquí vigilo la puerta de la habitación que he tenido que dejar abierta porque mi compañero se ha llevado la llave.


Intento despejarme haciendo fotos, buscando entre los objetos que decoran el lugar algo que transporte mi pensamiento hacia las antiguas vidas que en otros siglos se vivieron aquí.
Un toldo cubre todo el patio y atenúa la luz en beneficio de la perpetua fotofobia de una hija de tierras de cielos grises.
¿Quién habrá mirado este lugar desde aquellla ventana?

Y cuando ya casi estoy decidida a irme a cabecear al cuarto…¡se terminó la paz que reinaba en el lugar!
Aparece una familia de españoles, papá, mamá y tres chicas jóvenes, también su guía persa, se sientan en la mesa de enfrente y parlotean sin cesar. Oigo al padre hablando por teléfono con quien parece ser su criada, pregunta si ha venido el jardinero y luego le pasa el teléfono a su mujer. Su conversación al más puro estilo de “hay que ver como está el servicio” me deja inmóvil y alerta en el diván. Para ir a mi cuarto he de pasar rozándoles, el papá cada vez cierra más el paso de mi escalera con su silla y la gana que tengo de conversar es exactamente: ninguna.

No se han dado cuenta de que el libro que traigo entre manos está en español, piensan que nadie entiende lo que dicen y me paso allí un buen rato, esperando a que se vayan o a que me descubran, enterándome, a la fuerza, de todos los modelitos que tendrán que tener a punto para la noche, junto con los complementos, por supuesto.
 
Pero mi compañero de cuarto regresa antes de lo previsto y en voz bien alta pronuncia las palabras mágicas:
-¿Has sido buena, Gloria? Me dice. La familia se pone tensa, luego saludan, amables, así que no me queda más remedio que saludarles también. Prefería pasar por extranjera.
-¡Qué sorpresa! Estábamos preguntándonos ... (ya lo sé, ya... ¿de dónde será esa mujer que se atreve a sentarse en un lugar público sin los obligados pantalones?).
Y como ya somos compadres, el padre comenta: esas botas al pie del sofá me estaban resultando extrañas, no combinan nada con el resto del conjunto.
- Ah! Le contesto, se me olvidó traer las madreñas.

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domingo, 6 de junio de 2010

La del plumero


Me miraba por el rabillo del ojo, trataba de disimular sacudiendo su velo pero estaba claro que mi atuendo no era el más adecuado para la mujer del plumero.
Bien me advirtió Gara Ala a la entrada: quítate esa flor Yanna, así me llamaba, se supone que es la traducción al persa de mi nombre.
-¿Quitarme la flor regalada por un bakhtiari? Ni lo sueñes, me pondré el chador, como mandan las mujeres negras, pero la flor no me la quito.
Hubo suerte en la Mezquita del Viernes de Yazd, el chador que te plantaban encima, a la entrada, aquellas guardianas de las buenas costumbres que rebauticé como “catequistas-cucaracha” no olía como los anteriores, tampoco era negro, era una especie de sábana rasposa de un color que en su día debió ser blanco y con pequeñas florecillas.
Pero se me caía continuamente, para evitarlo había que ocupar ambas manos en sujetarlo y de aquellas trazas no se podía hacer absolutamente nada.
Cuando me lo contaron pensé que se trataba de una broma, pero no, ahí estaba ella, con su plumero de colores, dando plumerazos a diestro y siniestro en cuanto alguna mujer enseñaba un mechón de pelo.

No tuve el honor de probar el plumerazo a pesar de que me esforcé y tampoco me fue posible conseguir de ella una foto medianamente clara. Debió de sentirse aludida por mi afán de buscársela y desapareció tras una puerta, con lo que pude dedicar el tiempo a hacer lo mismo que hacen todos en las mezquitas: descansar, relajarse, leer y, por supuesto, sujetar la sábana para no terminar arrastrándola por el suelo.


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martes, 1 de junio de 2010

Montes Elburz en Teherán

Hay cosas que nunca se olvidan y, ciertamente, no me olvido de la cara del Profesor de aquella asignatura de urbanismo cuando, repartiendo al azar lejanas ciudades, para el trabajo final, me dijo: Teherán, te ha tocado Teherán.
Sin ordenadores, que aún faltaban unos años para que apareciera el tío google, horas y horas repasando fichas, buscando en aquellos archivos de la biblioteca, apenas localicé cinco o seis obras y, por supuesto, todas escritas en “extranjero”.

Y de aquel trabajo es de donde deriva la imagen que yo tenía de Teherán, una ciudad en la que las clases sociales se van asentando más o menos cerca del monte, subiendo su ladera a medida que aumenta su capacidad económica, buscando un aire más puro y más fresco.
Así pues, hacer el recorrido hacia los montes Elburz era de obligado cumplimiento.
Ni metro ni autobuses llegan hasta la base y el vehículo más adecuado era el taxi verde, exclusivo para mujeres y conducido solamente por mujeres, un trayecto de más de una hora que cuesta unos tres euros al cambio.

Tal y como recordaba de mi estudio, poco a poco, la trama urbana se hace menos densa y van asomando primero los edificios altos, luego los rascacielos, aunque de altura limitada a causa del elevado riesgo de movimientos sísmicos de la zona. Desde el galimatías de autopistas, por doquier, te abofetean las gigantescas pintadas en las fachadas para honor y gloria del régimen.
Más arriba, urbanizaciones de lujo, comercios de todo tipo de productos caros y hasta los chadores negros de las mujeres llegan a parecer elegantes.

Después, contemplo horrorizada la metamorfosis de las antiguas viviendas de los privilegiados en tiempos del Sha, en chiringuitos, restaurantes y cafés, como si de un Marbella de montaña se tratara.

Me recibe El Montañero, imposible de fotografiar sin extras, hay mucha afición en Irán a la montaña, cerca de las grandes ciudades siempre hay alguna cumbre que conquistar puesto que los centros urbanos de importancia se asientan, en este país, al abrigo de los montes: Zagros y Elburz, debido a la falta de agua del resto del territorio. Aquí, en Elburz, están, además, las mejores estaciones de esquí del país.

Se camina por un angosto valle que avanza haciendo eses a un lado y otro de las torrenteras de potente caudal que van regalándote cascadas aquí y allá para salvar los desniveles.

Te cruzas en la subida con grupos de jóvenes que no pueden disimular que no vienen precisamente de tomar agua fresca.
Me complace comprobar que los jóvenes, con su música y sus costumbres, prohibidas e ilegales, están también en el monte además de en los subterráneos y en los escasamente iluminados cafés de los artistas.

La vista de las tiendas de frutos, con sus colores brillantes, todo un lujo de color, te incita a probar, sin embargo, el chasco es tremendo, no saben a fruta, más bien a algo parecido a gominolas en vinagre.
 
Un paisaje de ensueño tan solo si miras muy por encima, en cuanto dejas de prestar atención al canto del agua, a los colores de las alfombras de las terrazas de los restaurantes y a los llamativos bodegones de frutos que se ofrecen al visitante aquí y allá, lo que realmente te impresiona es la suciedad, como si cien fábricas de los más variados artefactos hubieran ido a tirar allí toda su basura.

 
Por encima del elevador que no descubro hasta llegar al punto donde termina, sólo se avista alguna gran casa aislada, empieza el tramo de alta montaña y toca dar media vuelta, la tormenta de la tarde me avisa de que es la hora de desandar el camino.

 Hay que regresar al centro porque esta noche, un recién conocido iraní, Ashkan el cinéfilo, ha prometido que invitará a orujo casero y clandestino en el café de los artistas de Teherán y no me lo perderé por nada del mundo.

 

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