martes, 9 de septiembre de 2014

Las playas de Vagator

Fueron días de estar más que de viajar, en todo caso, mientras estaba, me procuraba cuidados para el catarro del alma y ejercicios para fortalecer los músculos de las emociones, garabateando en el cuaderno mi impresión sobre las miradas que era capaz de hacer a mis entretelas.
Sería la penúltima parada de nuestro periplo indio y el lugar elegido fueron las playas de Vagator, al norte de Goa, un lugar en el que el verdor y el gris se juntaban para hacer una buena combinación con mi estado de ánimo: a veces rabioso, a veces frío y lánguido.
En cuanto llegué a Vagator fui adoptada por un perro famélico que me seguía a todas partes. Era mi compañero en las mañanas mientras leía sentada en la hierba, también en los paseos de las tardes hasta el fuerte, recuerdo en piedra de cuando Portugal era dueña y señora del océano Indico y el almirante Vasco de Gama navegaba hasta aquí desde el Africa occidental en los albores del siglo XVI.
Compartimos algún que otro zumo de coco y, por las noches, se quedaba a dormir a la puerta del albergue, allí me lo encontraba en cuanto amanecía.

La única noche que salí con los compañeros también nos siguió, aunque de lejos, el pulgoso fue nuestro vigilante, el primero que se dio cuenta de que los soldados bajaban con sus linternas en busca de viajeros incautos. Y siguió en la distancia cuando ellos cacheaban preguntando por las "drugs" y mis piernas temblaban al enseñarles mis petacas y tabacos mientras veía una colilla que las olas mecían suavemente y me preguntaba dónde demonios estaría la otra. El perro pulgoso la habría localizado en un santiamén entre los dedos de los pies de la compañera pero ellos, los soldados, prefirieron medirse con el más grande de nosotros... cosas de hombres, supongo.
Guardaba cierta distancia, sabedor quizás de que no estaba el pobre como para que me excediera en caricias, eran muchos los bichos que lo habitaban y, la verdad, no creo que pudiera superar el siguiente invierno.
Le guardaba mi desayuno y nos íbamos bajo los cocoteros, a mirar el mar de Arabia yo, a darse el festín él.
Apenas había gente, ya estábamos en septiembre, los asíduos en aquella playa, que se me antojaba solitaria, eran los soldados que, al verme, reían con ganas diciendo: no drugs, no drugs. No las que buscabais, les decía yo, pero si queréis un whisky… Creo que si hubieran querido, si no les hubieran hecho gracia alguna de nuestras respuestas, posiblemente estaríamos ahora saliendo de la famosa prisión de Goa.
No acostumbro a buscar playas cuando ando de viaje, como no sea para pasearlas de noche, pero agradecí estos días de dejarme seducir por el sonido de las olas, de apenas ver gente, de no tener que hablar con nadie más que con el perro famélico y pulgoso. Me despedí de él como quien se despide, para siempre, de un amor importante y aún le busco cada vez que algún otro perrillo se me acerca.

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