miércoles, 28 de abril de 2010

Perderse en Isfahan

Aquella tarde, después de comer, el guía me dijo: si quieres conectarte a Internet, acompáñame a llevar a estos tres al museo y luego nos vamos tú y yo a un lugar donde sé que funciona.
-De acuerdo, le contesto y caminé tras ellos hasta el museo, pensando en las musarañas, sin fijarme en el camino, una vez llegamos, sacaron sus entradas, pasaron dentro y me quedé en la puerta.
Llevaba allí un buen rato y nadie volvía así que me decidí a entrar, nada me dijo el guarda y entré al recinto como si fuera la reina de la casa, sin pagar.
Junto a un banco, en el hermoso jardín que rodea al museo, me encontré al guía, charlando con unos conocidos.

-¿Cómo te las has apañado para entrar? Me dice extrañado.
-No lo sé, entré, sin más, como tardabas tanto.
-Es que… estoy pensando que igual no es buena idea que vayamos hoy a lo de Internet, mejor lo hacemos mañana, en Teherán hay más sitios. Mira, date una vuelta o entra al museo, tus compañeros están dentro.
Siguió conversando con sus amigos y me fui, paseando, entreteniéndome con las flores, con las gentes que estaban sentadas en la hierba y, de pronto, me encontré con una tetería preciosa, la primera que veía cerca de algún museo o monumento.
“Esto lo voy a disfrutar de lo lindo” pensé, entré dentro y pedí un té.
Llamé al guía para informarle de mi hallazgo y pedirle que se lo comentara a los que estaban en el museo pero, su teléfono, no estaba operativo, eso me decía una mujer en varios idiomas.
No le di mayor importancia y aproveché el tiempo para entablar conversación con la gente que había alrededor, sobre todo con una muchacha joven que estaba con su novio y la hermana de éste, haciendo aquel antiguo papel de "carabina". Una estudiante de arquitectura de ojos negros, grandes y brillantes con la que tuve esa impresión que tengo algunas veces: que nuestras vidas tienen un nexo de unión desde antes de conocernos y lo tendrán siempre, aunque nunca nos conozcamos.

-¿Podré yo, algún día, sentarme sola en un café de un país lejano? Me decía.
-Podrás, pisa fuerte y podrás, aunque... ¿Qué piensa tu novio? le digo yo.
Y el novio, con su inmensa mirada azul contesta: "Podrá".
Iba pasando la tarde y, de repente, me di cuenta de la hora, eran las seis y a las ocho debíamos estar en el aeropuerto para tomar un vuelo a Teherán, era hora de marchar.
Me despedí de mis nuevas amigas y me fui al lugar en el que había dejado al guía pero allí no había nadie, intenté otra llamada, también fallida. Estaba claro que se habían marchado sin mí, me habían olvidado.

No pasa nada, pensé, buscaré la tarjeta del hotel, escrita con esas letras que yo no entiendo e iré preguntando a todo el que encuentre, pero... la traidora no estaba en su sitio. Volqué el contenido de mi bolso sobre el banco y me puse a buscar el nombre del hotel en el que estábamos alojados. Nada, muchos papeles, pero nada del hotel de Ispahán, ni una miserable servilleta y, mi mente, en blanco.
En esas estaba cuando, las chicas que había dejado en la tetería, pasaron a mi lado. Al verme con aquel tejemaneje de papeles desparramados se pararon a preguntarme y yo les explico, como puedo, mi problema: no tengo ni idea del nombre del hotel, no puedo recordar su nombre y, en apenas una hora, tengo que estar en el aeropuerto.

-Siéntate, tranquilízate, te ayudaremos. Y el muchacho desapareció de pronto a una orden de su novia.
Intenté otra llamada, nada… ella también, desde mi teléfono… nada…
Al poco, volvió el muchacho pero no volvió solo, dos policías le acompañaban y me llevaron a una comisaría cercana. Se desplegaron los planos de la ciudad, yo señalaba, más o menos por donde quedaba mi hotel, los policías llamaron a más de veinte sitios… nada.
Me empecé a poner nerviosa, el tiempo se me echaba encima, pensé: si encuentro la gran plaza, seguramente encontraré el hotel, me voy, que me digan si la plaza queda a la derecha o a la izquierda y ya veré lo que sucede.
La chica trataba de retenerme, me decía que no, que no lo encontraría sin saber el nombre, en el entramado de callejuelas del centro, pero yo no podía estar allí más tiempo quieta y, dándoles las gracias, me fui.
Ya estaba saliendo del recinto cuando, tras de mí, corriendo y gritando, venía la muchacha: ¡Gloria…Gloria… el guía al teléfono!
Ella había copiado el número en su móvil y desde un teléfono iraní sí que pudo conectar.
¡Señor! ¡Qué abrazos! Besos a tutiplén, hasta su novio me besaba aunque los hombres, allí, no besan a las mujeres, sólo se besan entre ellos y se dan más o menos besos según la amistad que tengan
Mi guía, al teléfono, temblaba… “perdón, perdón…no me di cuenta, pensé que estabas con los otros”. O sea, que aún no se habían enterado de que me habían dejado en el parque.
Dos policías permanecieron conmigo hasta que llegó a recogerme, charlamos de lo que pudimos, me preguntaron por Franco y me pareció curiosa la pregunta, aún recordaban que fue amigo del Sha.
Quisieron saber mi opinión sobre esos personajes y no se me ocurrió mejor forma de responderles, para que lo entendieran de una manera clara, que yo era más de Mossadegh.
Y vaya si lo entendieron, tan bien lo entendieron que me dijeron que de eso mejor no hablar. Esta simple frase, en tiempos de la temible Savak me hubiera costado la vida y aún no se ha podido olvidar aquel horror.
Otra cosa que les intrigaba era saber quién era el rey de Cataluña, no entendían nuestro sistema de autonomías y pensaban que si España tenía un rey, Cataluña o Madrid, habrían de tener otro.
Dibujando en el suelo, con un palo, nuestro mapa autonómico y poniendo nombres de presidentes y reyes donde tocaba me encontró el guía.

Al recorrer el camino de vuelta me di cuenta de que nunca habría encontrado el hotel a tiempo de tomar el avión, no sin los esfuerzos que hicieron esos recién conocidos, sobre todo, la muchacha de la izquierda, en la foto.
Así son los persas con el invitado (para ellos el término extranjero es peyorativo), por algo, además de por el vino de Shiraz, los escogió Avicena para vivir junto a ellos el último tramo de su vida.

miércoles, 21 de abril de 2010

Amables, risueños, conversadores

Así son las gentes en Irán, sonríen, se acercan, preguntan y se quedan conversando tanto tiempo como tú quieras. A veces son el padre o la madre quienes mandan al niño con algo así como “vete tú, que para eso estudias inglés”.
No pretenden venderte nada, suelen decir “somos persas, no árabes”, no hay peligro de que traten de colocarte una alfombra, solamente quieren hablar.

La primera pregunta solía ser:"¿Eres rusa?"
Y al contestar, “no, soy española” ya me preparaba para lo siguiente que vendría casi con toda seguridad: el fútbol, asunto ajeno a mis intereses, pero del que no me quedó mas remedio que enterarme pues el que haya un par de jugadores iraníes en el Osasuna parece un asunto de interés nacional.
Percibí un interés grande en saber lo que pensamos de ellos en occidente, de su cultura, de sus costumbres, de los vestidos de las mujeres, si sabemos quienes son, si conocemos su historia o solamente estamos atentos a los temas del uranio.
Algunas mujeres me encontré que se sentían incómodas con el yihab, otras, las que van con el chador a todas partes, ésas argumentaban que lo llevaban por gusto y por Alá.
A las defensoras de la ropa de monja con un "You´re so ungly" las despachaba a toda prisa, que no fui a Irán a hablar con beatas.
Te puedes reír y mucho con las mujeres, les gusta reír, mirar, tocar... solían formar un buen alboroto cuando, al preguntarme por el marido, les contestaba que “le había dado la patada”, lo entendían perfectamente sólo con el gesto.
Una abuela comentaba: "también yo se la daré al mío" y, el hombre, a mi lado, me ofrecía un cigarrillo. Me cayó bien aquel tipo.

 
"Mejor no", le digo, mientras su yerno, con una camiseta bien ajustada y letras brillantes, donde se podía leer “ZARA” movía la cabeza de un lado a otro, mirando a su guapa y lista mujer, diciendo: ésta sí que me la dará a mí como la conversación se alargue.
Los matrimonios son concertados por los padres, es un sistema muy similar al de la India. En principio, es la madre la que busca mujer para su hijo casadero. Si, después de un repasillo, el muchacho no tiene nada que oponer a la elegida por la madre, entran en juego los varones, los padres, que son los que ajustan el precio, el precio de la boda y el precio de la mujer: el marido habrá de poner un dinero en garantía de un futuro divorcio, que le será, en ese momento terrible para ellas, entregado a la mujer, en teoría, a la familia que la acoja nuevamente, en realidad.
Y los precios varían, por supuesto, dependiendo de la calidad de lo que se compra, su estatus social, su presencia, sus... ¿virtudes?
En caso de divorcio, los hijos, siempre, siempre, son del padre, la madre solamente puede tener a las hijas hasta los siete años, luego, los pierde para siempre. Si sucede que el dinero aportado en la firma del contrato desaparece, la mujer se puede encontrar, tras el divorcio, en la situación que Jafar Panahi nos relata en su película El círculo.
Además, Corán en mano, hay muchas razones para pegar a la mujer, cosas del estilo de "no estaba en casa cuando llegué" son razón suficiente según su ley para pegar y para divorciarse. Ponían cara de extrañeza cuando les decía que aquí –normalmente- no se paga por la mujer con la que te casas, hasta ellas torcían el ceño. Esposa y precio van unidos.
Si, también hablé con algún universitario rebotado contra ese sistema pero me comentaba que, incluso en la universidad, hay serias dificultades para encontrar a la que opine de forma similar y que el alto porcentaje de mujeres iraníes en la universidad tiene algo que ver con el encontrar un mejor partido para la boda tradicional.

El muchacho, la viva imagen del “muchacho persa”, guapo, suave, atento, con un ángel increíble y con el que disfruté de una noche mágica de luna llena, en la terraza del hotel del que era el guardián, mientras veíamos los minaretes de la Mezquita del Viernes de Yazd, lo que desea es irse a París y estar allí, con su novia francesa, pero no tiene pasaporte, los muchachos persas no obtienen pasaporte hasta que no cumplen el servicio militar y él no quiere saber nada de armas o ejércitos.
Ellas, las muchachas persas, no consiguen un pasaporte más que a través del padre o del marido.
Me miraba y decía… "es muy difícil escapar de aquí para una mujer iraní".
Y yo le contestaba: me escaparía, a través de las montañas y llegaría a Turquía.


¿Traigo más tabaco? Decía él.
Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, las dos... y hasta casi las tres y caminé por las calles desiertas de la ciudad en las que tan solo encontré algunos soldados dormitando en las esquinas. Y estaba cerrado el portón de mi hotel, un antiguo "caravanserai" reformado, precioso. Y el timbre era de pega y no quedaba más remedio que escalar pero, ante el ruido de los pies contra el metal del portón, un hombre salió de un coche que estaba allí aparcado y, somnoliento, abrió la puerta.


miércoles, 14 de abril de 2010

Otra de cementerios o... los frutos de las guerras




Y de éste, la culpa también la tiene Blas.
Es el cementerio de los mártires de la guerra Irán-Irak (1980-1988), en Ispahan.
A la entrada, unas mujeres que bien podrían pertenecer a alguna congregación de monjas del siglo XVI, me recriminan porque mi pañuelo deja ver parte de mi pelo y gesticulan para que tire de él hacia la frente.
Vale, Vale, contesto (así es como se dice en parsi: si, si, de acuerdo, esa era una de las más fáciles). No les voy a hacer caso del todo pero... un poco... sí, sus caras no son precisamente amistosas.

 
Intento pasear, hace un día estupendo de sol primaveral, los colores, el azul y el blanco, me producen alegría, ganas de cantar y bailar, pero apenas soy capaz de caminar dos de las calles de aquella inmensidad de lugar. Enseguida, el ambiente se apodera de mi, siento que allí late el odio, aún más fuerte que la pena. Es mi percepción, no encuentro paz en el lugar.
Mirar a los jóvenes que arreglan los alhelíes en una tumba (todas tienes flores, pero solamente alhelíes), a la mujer que lee mientras solloza, a otra que se arrodilla hasta que su frente toca la tierra. Cada tumba tiene la foto del fallecido, algunas, una familia al completo. Los movimientos rápidos, el silencio y muchas personas en blanco y negro forman una especie de espiral en mi cabeza que consigue que los colores se me olviden.
Los visitantes parece que fueran a quedarse allí para siempre, que ése fuera el lugar en el que viven. Tengo la sensación de que son más reales los muertos que los vivos que los lloran y de que el pasado tiene más fuerza que el presente.
Busco un rincón y me siento, entonces, una anciana me pide que me acerque a ella, lo hago, temerosa de que que mi aspecto no le parezca el adecuado y, cuando estoy a su lado, la mujer empieza a hablar, habla y habla sin parar y sin percatarse de que no entiendo nada de lo que dice.
No tengo ni idea de lo que me está diciendo, levanta sus manos hacia el cielo y arenga. No sé si se lamenta de haber perdido a un ser querido, de que su vida es triste. Solamente sé que se lamenta de algo. Así que me decido a moverme, le cojo las manos y se las acaricio, no se me ocurre que otra cosa poder hacer para calmarla.
Mira mi cámara y me pide una foto, se la enseño y vuelve a lamentarse, puede que diga algo del estilo de “¡cuantos años han pasado! ¿dónde está aquélla que fui?".
También le hablo, aunque no me entienda, le digo que tiene una bonita voz y la miro muy, muy de cerca. Por debajo de su yihab asoma un pequeño mechón de pelo, rubio, más rubio que el mío. Se lo toco y, por señas, le digo que somos iguales. Mi gesto la asusta, cree que ese mechón de pelo rubio ha salido en la foto y tengo que volver a enseñársela, ampliada, para que vea que no es así.
Luego se acerca otra mujer, lleva en sus manos una bandeja con galletas y mi compañera de tertulia se dirije hacia ella, coge un buen puñado y se va.
Me quedo pensando que tenía hambre, por lo menos... hambre de algún dulce. Y me fui de allí, rauda y veloz, hacia mi cuarto, a despachar una de las petacas de ron que llevaba escondidas en la bolsa de aseo, maldiciendo todas las guerras.

lunes, 12 de abril de 2010

En las Torres del Silencio de Yazd


No entro al dichoso Atheshkadé, el Templo del Fuego, en el que mantienen encendida la llama los zoroástricos persas, la Atash Bahrams, obtenida directamente del rayo y cuidada por el sacerdote (Dastur). Dicen que solamente se conservan en Irán dos llamas de esta primera categoría, una aquí, en Yazd, otra en Teherán.
Me quedo sentada fuera, hay demasiada gente a causa de las fiestas del año nuevo, todos los iraníes están haciendo turismo y yo, la más bajita de la familia, me agobio entre las multitudes, cuando solamente puedo ver el sobaco del que va delante.
Aga Alá (señor Alá), el guía, un liante de cuidado que dice que me pretende como segunda esposa, hincha un globo y me pide que se lo regale a un niño, así pues, me coloco en la puerta de entrada al templo y elijo a una niña para ofrecerle el presente, pero ella lo rechaza, no lo entiendo, me mira con cara asustada y se va corriendo.
Luego viene su madre y me pregunta el precio del globito de marras.
Es un regalo, le digo, la mujer se lo explica a la chiquilla y la niña, entonces, lo acepta pero vuelve a marcharse a carrera limpia. Creo que como regaladora de globos no tengo yo mucho futuro en Yazd.
En las Torres del Silencio, subo a las dos, con el calor del mediodía y... aquellas ropas, más adecuadas para actuar de plañidera en un velatorio que para subir montañitas, eso sin contar con el montón de cosas que durante un viaje se llevan colgadas del cuello y de los hombros.
Allí era donde el mago, después de preparar al muerto, lo dejaba en el pozo, abierto en la cima, para que su carne fuera comida por los buitres. Si se comían primero el ojo derecho, significaba que el difunto había ido al paraíso, en caso de que se comieran el izquierdo... es que era un mal hombre. Listillos los magos, ponían una piedra en el ojo izquierdo para hacerle más fácil al buitre empezar por el derecho.
Cuando solamente quedaban los huesos, ya calcinados por el sol, entonces, se producía el enterramiento.
Ahora, esta práctica está prohibida en Irán. A pesar de que la existencia de comunidades zoroástricas, adoradores de Ahura Mazda, le da a la "república islámica" un toque permisivo y colorista, los seguidores de Zaratustra son obligados a enterrar a sus muertos directamente en la tierra, con carne pegada y todo, asunto que entra, de plano, en conflicto con una de sus creencias: la impureza de la carne no debe tocar la tierra. Vamos, como si a ellos, musulmanes, se les obligara a comer jamón.
Allí mismo está el cementerio, que en nada se distingue de los nuestros. Eso sí, las tumbas no eran muchas, lo que me hace pensar que la comunidad zoroástrica o... es muy pequeña o... practican su rito en otra parte o... han logrado inventar el elixir de la juventud eterna.
La vista desde lo alto de las torres es realmente impresionante, mereció la pena seguir a los vascos que fueron a por la segunda, la más alta, como si de una competición se tratara, a ritmo de "tonto el último", pero el pabellón asturiano no iba a dejarse amedrentar por una subidita de nada.
Este es el post "suave" que me traigo de este viaje en cuanto a cementerios, por la cosa de hacerle caso al Veterano V(B)iajeroinsatisfecho ¡malamatí! (¡salud! en parsi).

miércoles, 7 de abril de 2010

Prohibido cantar, prohibido bailar

Pensé que iba preparada pero en ese concreto punto me pillaron desprevenida. El que la mujer tenga prohibido el cantar en Irán y que todas las cantantes femeninas estén ahora mismo en el extranjero era un dato que desconocía. No vi "Media luna" de Bahman Ghobadi, antes de salir de viaje.
Tan solo los hombres tienen ese derecho y hacen buen uso de él, cantan en los parques, cantan en las teterías, cantan canciones tristes, poemas sufís, me decían. Tenías la impresión de que todos andaban con el mal de amores agarrado en la garganta.
Prohibido cantar, prohibido bailar. Para mí es lo más parecido a decirme: prohibido respirar.

Aprendí una canción en parsi, muy conocida por todos y, por aquello de disimular. No tengo mucha idea de lo que decía, sonaba algo así como "agüelag leiri dusemj daraim geili", algo de amor, me dijeron y me fue muy útil para que los ceños no se fruncieran mucho cuando me daba por mover los pies.
Algunos jóvenes con los que tuve ocasión de conversar en el transcurso de tres o cuatro noches mágicas me dijeron que era, para ellos, lo más difícil de soportar: ausencia de música, el rock estaba prohibido, tanto como la homosexualidad, como el vino, más aún que las melenas sueltas.
Canté, cantamos, en lugares insospechados, canciones que creí que ya tenía olvidadas, cantos de mi tierra y, sobre todo, Paco Ibáñez, Joan Báez, Mikel Laboa, viejas canciones que necesitabas cantar para poder respirar. La ya lejana "canción protesta" surgía de forma espontánea, incluso en las mezquitas.
En cuanto vi que algunas mujeres enseñaban el flequillo, se atrevían a fumar en público y se quitaban el negro, aproveché la manta que le había sisado a la KLM para colorearme, hasta llegué a comprarme en un bazar, atiborrado de gente (tengo un poquito de fobia a las multitudes) un hermoso blusón verde, me quedaba grande pero... era verde.
En mi humilde opinión, los jóvenes y las mujeres son hoy, en Irán, algo que los mulahs deberían temer más que a ese terremoto que ya espera el país desde hace unos años.