miércoles, 14 de abril de 2010

Otra de cementerios o... los frutos de las guerras




Y de éste, la culpa también la tiene Blas.
Es el cementerio de los mártires de la guerra Irán-Irak (1980-1988), en Ispahan.
A la entrada, unas mujeres que bien podrían pertenecer a alguna congregación de monjas del siglo XVI, me recriminan porque mi pañuelo deja ver parte de mi pelo y gesticulan para que tire de él hacia la frente.
Vale, Vale, contesto (así es como se dice en parsi: si, si, de acuerdo, esa era una de las más fáciles). No les voy a hacer caso del todo pero... un poco... sí, sus caras no son precisamente amistosas.

 
Intento pasear, hace un día estupendo de sol primaveral, los colores, el azul y el blanco, me producen alegría, ganas de cantar y bailar, pero apenas soy capaz de caminar dos de las calles de aquella inmensidad de lugar. Enseguida, el ambiente se apodera de mi, siento que allí late el odio, aún más fuerte que la pena. Es mi percepción, no encuentro paz en el lugar.
Mirar a los jóvenes que arreglan los alhelíes en una tumba (todas tienes flores, pero solamente alhelíes), a la mujer que lee mientras solloza, a otra que se arrodilla hasta que su frente toca la tierra. Cada tumba tiene la foto del fallecido, algunas, una familia al completo. Los movimientos rápidos, el silencio y muchas personas en blanco y negro forman una especie de espiral en mi cabeza que consigue que los colores se me olviden.
Los visitantes parece que fueran a quedarse allí para siempre, que ése fuera el lugar en el que viven. Tengo la sensación de que son más reales los muertos que los vivos que los lloran y de que el pasado tiene más fuerza que el presente.
Busco un rincón y me siento, entonces, una anciana me pide que me acerque a ella, lo hago, temerosa de que que mi aspecto no le parezca el adecuado y, cuando estoy a su lado, la mujer empieza a hablar, habla y habla sin parar y sin percatarse de que no entiendo nada de lo que dice.
No tengo ni idea de lo que me está diciendo, levanta sus manos hacia el cielo y arenga. No sé si se lamenta de haber perdido a un ser querido, de que su vida es triste. Solamente sé que se lamenta de algo. Así que me decido a moverme, le cojo las manos y se las acaricio, no se me ocurre que otra cosa poder hacer para calmarla.
Mira mi cámara y me pide una foto, se la enseño y vuelve a lamentarse, puede que diga algo del estilo de “¡cuantos años han pasado! ¿dónde está aquélla que fui?".
También le hablo, aunque no me entienda, le digo que tiene una bonita voz y la miro muy, muy de cerca. Por debajo de su yihab asoma un pequeño mechón de pelo, rubio, más rubio que el mío. Se lo toco y, por señas, le digo que somos iguales. Mi gesto la asusta, cree que ese mechón de pelo rubio ha salido en la foto y tengo que volver a enseñársela, ampliada, para que vea que no es así.
Luego se acerca otra mujer, lleva en sus manos una bandeja con galletas y mi compañera de tertulia se dirije hacia ella, coge un buen puñado y se va.
Me quedo pensando que tenía hambre, por lo menos... hambre de algún dulce. Y me fui de allí, rauda y veloz, hacia mi cuarto, a despachar una de las petacas de ron que llevaba escondidas en la bolsa de aseo, maldiciendo todas las guerras.

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