lunes, 3 de septiembre de 2012

La vuelta al cole

Atendiendo a las diversas peticiones, salgo por peteneras, para seguir con mi tónica habitual... por lo menos en algo.
Es que veo mucha tele, es mi deporte favorito en los últimos meses, el cambiar la cabeza de un lado a otro del sofá cuando se me carga el cuello de un lado y tragarme todas las pelis en blanco y negro que puedo digerir. Y en la tele hablan de la vuelta al cole, de la subida del iva, del precio del material y, como lo uno lleva a lo otro, recordé que en mi último viaje a Asturias fuimos a ver nuestra antigua escuela.

Nos gusta recordar aquella época a los hermanos cuando nos juntamos, que son mis hermanos, Mariano, no son mis compas de pupitre pero como el dinero no alcanzaba para foto individual nos hicieron esa vieja foto a los tres juntos aunque estábamos en diferentes clases. Creo que es la última de las fotos en la que todavía soy la más alta.

Aquellas vueltas al cole, que se llamaba escuela, no tenían tanto gasto, la enciclopedia Álvarez iba pasando de unos a otros. Primero se usaba una pizarra y un pizarrín, luego pasabas al uso de la libreta y el lápiz, la pluma y el plumín, la tinta la ponía el maestro y en el pupitre había un tintero con tinta roja y otro con tinta negra. ¡Menuda se armaba cuando se volcaba!

Había algunos compas, algo más pudientes, que tenían el aparato para afilar los lápices, que ni siquiera ahora sé cómo se llama, lo llamábamos tajador, pero no está en el diccionario.


No había en mi casa y los lápices se afilaban directamente con la navaja. Tampoco había goma de borrar y había que apañarse borrando ‘a dedo’: se mojaba un poco el dedo con saliva y se pasaba por el papel. Había que tener mucha maña porque se corría el riesgo de hacer un agujero y luego te las tenías que ingeniar para incluir en la redacción o problema de matemáticas un dibujito que lo disimulara.
Tres maestros y tres maestras atendían a todos los críos de la parroquia, más de treinta por clase seguro, aunque no tengo los datos. Nuestro patio para los juegos del recreo era la mismísima carretera para los juegos tranquilos, para las burradas teníamos el reguero que corría y sigue corriendo por abajo. Allí se podía jugar a Tarzán hasta terminar en el agua.

Ese viejo edificio de piedra ha sido testigo de nuestra infancia llena de aventuras y desventuras. Sentimos lástima al verlo ahora, abandonado a su suerte, solo, con la hierba creciendo en la puerta por la que entraban los pequeños, por la que yo misma entré para asistir a mi primera clase con Doña Beatriz.
Medimos y volvemos a medir las distancias que ahora nos parecen minúsculas y antes eran todo un mundo. Recordamos la leche en polvo que nos daban por las mañanas (cosas de los americanos, creo, que nos querían alimentar mejor), recordamos el cucurucho con castañas que llevábamos en otoño. Podemos pasar horas hablando de la escuela. Nos reímos porque Maxi, el pequeño, se resistía a utilizar la bolsa de tela que mi madre nos hacía para llevar lo que ahora se llamaría material escolar y la rompía un día tras otro.

Y ya me he perdido, amigos, porque la idea que tenía en la cabeza era el hablar de tanto cachivache innecesario, de tantas necesidades que nos ha creado esta sociedad de mercado, de lo absurdo de dejar que los edificios se mueran solos, gastando tontamente en hacer otros de plástico, como la nueva escuela que ni la fotografié de lo fea que es y lo vieja que está, pero me he ido por los cerros como suelo hacer y ello sin nombrar la época en la que nos trajeron la tele y los más relistos teníamos la oportunidad de ver los programas del Félix de la Fuente, niños y niñas juntos para luego lucirnos con la consabida redacción sobre el águila o lo que se hubiera terciado. Así que, corto y cierro con la ‘afoto’ de los tres mosqueteros cuarenta y tantos años después para que se vea que no todo empeora con los años, porque mis chicos están cada año más guapos.


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