martes, 29 de diciembre de 2009

Cerca de Bihar


Le he dado mil vueltas al cuaderno del viaje, otras tantas al álbum de fotos, atrás y alante con los mapas en los que tengo señalado el itinerario, pero no puedo estar segura de cual era el nombre del lugar, lo más que llego a acercarme es a que, desde Varanasi (Uttar Pradesh), tomamos un autobús en dirección al estado de Bihar que tiene por capital a Patna y, en algún lugar del camino nos bajamos. Sé que no llegamos a Bihar porque no hicimos las cinco o seis horas de trayecto, bien a mi pesar, pues ya se olía el Nepal, tan cerquita, tanto que mis pies se querían marchar solos.

Pero no estaba en el programa. El programa era un absurdo en el que cada uno de mis compañeros había elegido un punto al que deseaba ir: una a Agra, otro a Varanasi (ambos ya cubiertos), el tercero a Bangalore y yo… yo me había estudiado la ruta y sabía que era imposible ir a Nepal, si había que ir a la reunión aquella de Bangalore del movimiento antiglobalización, me habría de ir conformando con aprovechar las distintas paradas, obligatorias, a las que nos forzaría el ferrocarril, Chennai (Madrás) y, como mucho, acercarnos a Kerala, si seguían sin mirar los mapas y no se enteraban de la vueltecita que les iba a dar.
Un tremendo recorrido, teniendo en cuenta que tanto la llegada como la partida tenían como punto Bombay. Si conseguía cuadrar los itinerarios y paradas aún habría tiempo de hacer un descanso en Goa.
Fue un viaje difícil el de la India, tan difícil que estoy segura de que ninguno de los que vinieron conmigo recordaría el lugar, aunque le enseñara su foto en él.


Por el camino, desde el autobús, el mismo paisaje, ya casi familiar de hombres y animales, de barro, de baile en el caos, decía yo, asombrándome de que un autobús pudiera pasar por aquellas calles en las que nadie se apartaba.
Unos hombres portaban un muerto, sonaban campanillas y una especie de trompeta y voceaban algo, iban rápidos y nadie se inmutaba a su paso. Daba la impresión de que se trataba de un momento festivo pero las mujeres que se sentaban a mi lado en el autobús me explicaron que se trataba de un entierro.

 


Un fuerte, otro más de los cientos que hay en ese país y que después de haber visto los de Agra y sus alrededores, me hacía especular con que los mogoles también habían estado allí, pero la presencia musulmana reciente era más fuerte, también la inglesa, las huellas persas estaban algo más borrosas.
Así era, el emperador Akbar el Grande, el constructor de Fatehpur y el Fuerte rojo de Agra, también había conquistado Bihar y la había anexionado a su imperio como parte de Bengala. Tras la caída del imperio mogol pasó a ser parte de Bengala y, posteriormente, protectorado inglés.

 

Algunos restos de antiguas mansiones llamaban mi atención mientras nos encaminábamos hacia lo alto del fuerte. No me resultaba difícil imaginarme esas casas en sus momentos de esplendor y a aquellas inglesas que nos retratan tantas novelas y películas, paseando con sus sombrillas por los jardines.


Muchos chavales nos seguían los pasos, éramos los únicos turistas por la zona, insistían en salir en la foto y miraban arrogantes al objetivo.
He de reconocer que no me resultaban siempre agradables las miradas de los hombres en la India. Hasta en los jovencitos encontraba miradas de esas que hacen que inmediatamente me ponga brava, que diría un cubano.
 

Seguramente son cosas mías pero, cuando visito un país me fijo mucho en la impresión que me produce la forma en la que me aguantan la mirada y allí siempre percibía, como poco, descaro, me miraban desde arriba y no por cuestiones de estatura, no solamente.
Nos abrieron el fuerte para nosotros, los guardianes se hicieron de rogar durante un rato y tras una reñida negociación acabamos por llegar a un acuerdo.

 

Desde lo alto vemos el río, el Ganges, el mismo por el que habíamos paseado en barca hacía unos días, que, parsimonioso, iba dando savia a las orillas, regalándose a su paso mientras recorría su camino hacia la muerte en el Golfo de Bengala.


Mis compañeros se durmieron, tal cual, se hicieron la siesta sobre la hierba, aprovechando la brisa de la tarde y dediqué ese momento para pasear los alrededores y detenerme un rato en el cementerio musulmán, olvidado y viejo. Como casi todos los días, la muerte, vecina, mucho más cercana en la India que en ningún otro de los otros lugares que yo conocía.

El río sagrado iba, poco a poco, llevándose los restos de los antiguos pobladores del lugar y desgastando su última morada.


martes, 22 de diciembre de 2009

Nadeando

No hacía cuentas, no tenía agenda, no aceptaba obligaciones, su ritmo, ciertamente, se parecía al de los peces de los documentales, nadando despacio de un lado a otro, sin que nadie sepa a donde van a no ser que el comentarista lo explique.
Pero el comentarista andaba de vacaciones así que no tenía ni idea de cual era el destino del lento movimiento.
El perro, guasón, miraba hacia otro lado, cuando le preguntaba. El también nadeaba lo suyo y no se hacía cábalas con el asunto.


Y el agua, en el fondo del mar, al menos, dicen que es negra, así que negro le gustaría poner el color sobre el que juntar las letras, pero le daba pereza el cambio.
Se dice "como pez en el agua" para explicar que se está estupendamente, pero ¿quién sabe como se siente un pez en el agua?
Si es cuestión de nadar, se supone que al estar en su medio, se sentirán a gusto, pero lo mismo podríamos decir de los humanos cuando caminamos y no siempre es cierto. Son más bien poquillos los momentos en los que caminamos con soltura y comodidad, o los que caminaba ella, por lo menos.
Pues nadar, nadar, no nadaba mucho, nadear, nadeaba cada vez más. Se estaba convirtiendo en costumbre el pasar los días nadeando de aquí para allá, todo era un nadear entre la nada.
Se daba un poco de susto pensando que lo vivido, el pasado, pesaba ya tanto que conseguía que el presente pareciera liviano. Se ponía a susurrarse historias para levantarse la moral y no se le ocurría historia nueva, todas eran ya repetidas, con la sola diferencia de que terminaban antes, algunas, incluso antes de comenzar, por pura pereza.
El año había sido lento, muy lento, el más lento que recordaba. Los hubo peores, si, pero no tan lentos...
Sin ganas de ponerle chispa a los días, ni siquiera se daba el chute de adrenalina de rigor al repasar los asuntos pendientes.
Sería que era invierno, sería que había llegado el frío, sería... sería...o no sería nada.
También pudiera ser que le faltaran dificultades, cuestión que siempre le había resultado en extremo seductora. Todo lo que era obligado hacer era fácil, no aparecía ningún reto a la vuelta de la esquina para ofrecerse y no se le ocurría o no tenía ganas de ponerse a buscarlo.
¿Sería a eso a lo que llaman el Nirvana? Siempre enlazó esa palabra con un estado de aburrimiento absoluto, pero si el nirvana era eso no era aburrido, simplemente, era nada.

Desde la ventana pudo ver, en la desierta plaza, al vendedor de globos que leía el periódico y la imagen le sirvió de aliciente para seguir nadeando o pensando en que el nadear, algunas veces, es un lugar muy concurrido.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Asuan


Ahí estábamos, contemplando el río, disfrutando la luz de aquella tarde. Una luz que en la memoria me ha quedado grabada como luz azul y dorada al tiempo. Desde el mausoleo, no podía dejar de pensar en Rita Hayworth, la admirada por los hombres, una leyenda. De pensar y de parlotear también, contando al de al lado todo lo que sabía de esa mujer, hasta aburrirle.


No es suya la tumba edificada en ese extraordinario lugar, dicen que allí están enterrados el Aga Khan III, su suegro, y una de sus esposas, la cuarta, también hermosa mujer, suiza, que se convirtió al Islam con el nombre de Umm Habiba.


No saben nada de mujeres, coches y caballos esos hombres-dioses… casi nada saben.Las falucas, como palomas, navegando suaves, como si bailaran un vals. Una de ellas nos había servido para llegar a esa orilla del río.




Estuvo un par de días nuestro barco fondeado en Asuan, para darnos tiempo a disfrutar también de un paseo por la Isla Elefantina y ver el Nilómetro, unos escalones, noventa, con marcas para medir el nivel del río y establecer con ese nivel los impuestos del año.

Visitando el jardín botánico, el inmenso calor, desconocido para mi hasta entonces unido a la diversidad de olores, consiguieron que me desmayara.

Ese desmayo me sirvió de excusa perfecta para no ir al día siguiente a ver más piedras a Abu Simbel, ya había visto tantos templos, tantas estatuas, que no me cabía ninguno más, empezaban a confundirse en mi cabeza.


Así pues, me alié con un grupo de divorciadas catalanas que eran la monda celebrando una recién conseguida libertad (eran, realmente, la divorciada, su abogada y la jueza que firmó el "hasta aquí") y de las que el marido propio que me acompañaba no quería ni oír hablar (malas compañías te buscas, me decía) y, juntas, pero ante la atenta mirada de mi guardián que no me quería perder de vista, no fuera a ser que me volviera a desmayar, contratamos a un barquero nubio para que nos diera un paseo por el Nilo.

El barquero, listo (y guapo también), como si nos leyera la mente, nos ofreció el llevarnos a su pueblo y, por supuesto, aceptamos.

Vimos sus casas, tomamos su té y nos habló un poco de sus costumbres. Eran musulmanes claro, en todas las habitaciones pudimos ver las maletas preparadas para ese viaje a la Meca que todos han de intentar hacer, pero mantenían algunas costumbres propias y diferentes de las de los egipcios del otro lado del río.

Nos dijo que el pueblo tenía un jefe, el anciano, que era una especie de alcalde y juez al tiempo y el que impartía justicia en la misma plaza, una plaza redonda. En esa plaza se constituía el tribunal para juzgar los desacatos cometidos contra alguna de sus costumbres y algunos delitos menores.

Todos los hombres, sólo hombres, del poblado participaban en el acto, dando su opinión. Seguramente más justa esa justicia y más cercana, aunque nosotras nos quedaríamos sin trabajo en ese lugar y ni siquiera podríamos opinar. Más justa, tal vez, pero sólo para ellos.

Vivían de la agricultura y del turismo. Ciertamente, en el barco, casi todo el personal estaba formado por guapísimos camareros nubios a los que mis amigas atosigaban continuamente y de cuyo atosigue ellos se zafaban diciendo que tenían prohibido el trato con los pasajeros.


Pedían los niños, si, como en casi todas partes pero éstos sabían pedir en todos los idiomas: bombón, bombón... Ya no me quedaban caramelos a esas alturas del viaje, tampoco ninguno de los cientos de bolígrafos que llevaba. No había más remedio que darle dinero y confieso que sentí vergüenza.

Era mi primer viaje a un país un poco más al Sur que el mío.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El Fuerte Rojo



Me fijé en él mientras deambulaba por los jardines del Taj Mahal, allí estaba, al otro lado del río Yamuna y pensé: “mañana quiero ir allí y contemplar la vista desde ese lado”.
Quería mirar el Taj de lejos, desde el Fuerte Rojo de Agra.





A unos dos kilómetros y medio de distancia, el Taj se me antoja irreal y muy solitario. La maravilla se contempla en el agua, sola y única.
El fuerte de Agra es otro de los legados del emperador Akbar, el mismo Akbar El Grande que construyó la ciudad de Fatehpur en Sikri.
Es un fuerte, es un palacio, son salones, jardines... muchos palacios. Es, también, el lugar en el que Shah Jahan, nieto de Akbar, pasó sus últimos ocho años de vida, prisionero de uno de sus hijos, contemplando la joya que construyó en memoria de su tercera esposa Muntaz Mahal, la favorita, no la única.
Esposa que según dicen, murió al dar a luz a su decimocuarto hijo mientras acompañaba a Shah Jahan en una de sus batallas.
Puedo pasear tranquila, apenas cinco o seis personas rondan por aquí esta mañana, aparte de los soldados que no sé si vigilan o esperan a que me descuide para darme un susto.
Torres, salones, terrazas, ventanales, más torres, que se abren al río o a la ciudad, todo a mi disposición, sin aglomeraciones.
Muchas y diversas estancias dentro del fuerte, variedad de estilos arquitectónicos, una gran riqueza decorativa que te permite adivinar el antiguo esplendor que se gastaba en los tiempos del “Trono del Pavo Real”, en la edad de oro del imperio mogol en India.



Aún se usa el fuerte como recinto militar y algunas zonas no pueden ser visitadas, en las que se me permite acceder se percibe un cierto abandono, un poco de tristeza.
Más de cuatro siglos de historia conocen estos muros, muchos de ellos, de historia callada.
Y, aquí dentro, mucha leyenda también, pero las piedras no hablan. No saben decir las piedras si es verdad lo que se cuenta sobre los años que permaneció, entre ellas, prisionero, el constructor del Taj Mahal, si es cierto o no que su hijo le permitió mantener, durante el encierro, la interminable corte de hermosas mujeres que siempre le acompañaban y si, como dicen, aún en esas circunstancias tenía asegurada la visión y el disfrute de las bailarinas que tanto le apasionaban cada noche.
Unos soldados que me encuentro me llevan a una sala en donde dicen que se celebraban los bailes y les entiendo que el encierro del viejo emperador no fue realmente tan triste. Les entiendo poco y seguramente mal, algo más que mi fobia a los uniformes flota en el ambiente.
Zanjo la conversación a toda prisa porque no me gustan nada las miradas y sonrisas cómplices que tienen entre ellos y no se ve un alma alrededor. Puede que me equivoque, por supuesto, pero yo diría que ese tipo de gestos ya los he visto anteriormente y no son presagio de nada bueno.
Tengo suerte, porque si hubiera de buscar la salida no tengo ni idea de para donde tirar, mi lamentable sentido de la orientación me gasta, a veces, bromas muy pesadas. Pero aparecen unas chicas jóvenes, los soldados las conocen y juntos desaparecen de mi vista. Puedo seguir mi paseo sin mirar hacia atrás y continuar con mi soliloquio sobre la prisión en este fuerte de Shah Jahan.
Sí que parece ser cierto que Shah Jahan llegó al poder tras pasar a cuchillo a todos sus enemigos y encarcelar a su madre y que, en sus últimos años, la guerra por la sucesión entablada entre sus hijos y contra él, le llevó a correr una suerte parecida a la de su progenitora.


Quizás fuera ésta la ventana a través de la cual contemplaba su obra el prisionero, inacabada obra, puesto que su idea de construir otro palacio igual, en mármol negro, había sido rechazada por su sucesor.


Fuera de las murallas, animales y hombres trabajan el campo en los pequeños claros, ajenos a tanta historia antigua.



Desde una de las terrazas el Taj se eleva, luciendo su majestuosidad por encima de las construcciones en las que viven los que no cuentan para la historia o la leyenda, seguramente los sucesores de aquellas bailarinas de las que nunca sabremos el nombre.
 Ya lo he visto, creo, desde todos los ángulos, excepto desde el globo que no hay. Esta última visión, quizás menos digna de una de las llamadas "maravillas del mundo" que la primera que tuve -previo pago de entrada- se me queda grabada como una de las más hermosas, es la visión que tiene a su alcance tanta gente que apenas tiene nada, pero que puede contemplar el palacio-tumba cada día desde su humilde terraza.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Diarios de damas...


Una amiga, sabedora de mi afición a buscar historias de mujeres, me regaló este libro:





“Diarios de damas de la corte Heian”.

En él, Izumi Shikibu, Murasaki Shikibu y la autora anónima del "diario de Sarashina", que vivieron entre los siglos X y XI en la corte imperial japonesa me llevan de paseo por un mundo totalmente desconocido para mí hasta ahora.

Tres mujeres muy cultas que refieren sus días, los vestidos, los aromas, los colores, las costumbres, los amores y las intrigas palaciegas. Narradoras únicas de un mundo refinado y deslumbrante, muy lejos de la oscuridad del mundo occidental en esos siglos.

Me revelan una forma de cortejo singular: el caballero escribe un poema a la dama y espera que ella le conteste. Si ella contesta, el caballero la visita de noche y se queda con ella hasta el amanecer. Si él volvía a escribirle, la dama organizaba un banquete para presentarlo a la familia.

Y son estos vaivenes, de poemas y visitas, de mensajes que se deslizan con la caída del abanico, los que llenan esos diarios y, junto con ellos, mano a mano, las eternas guerras por el poder y el amor.

Tu imagen permanecerá

entre lágrimas de añoranza

mucho tiempo después

de que el otoño haya pasado.


Eso le escribe la dama al caballero que hace tiempo que no aparece y consigue que él, callado hace semanas, le conteste y se vuelva a reanudar el trasiego de mensajes y visitas.

A través de esos poemas se descubre el ir y venir de favoritos del emperador, los viajes de los funcionarios que son alejados de la corte, los diferentes paisajes, las estaciones.

Se nos permite acercarnos a las fiestas, a los jardines, a las comidas y hasta se puede escuchar el crujir de la seda de los kimonos en el país del sol naciente en el siglo X.

Los tres diarios son interesantes sobre todo por tratarse de textos escritos por mujeres en el siglo X pero a mi, personalmente, me ha encantado sobremanera el "Diario de Sarashina", posiblemente por ser un texto en el que la autora narra sus viajes y su búsqueda de nuevas lecturas desde una perspectiva intimista, ya sea contando asaltos de bandidos, sueños o tristezas.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Hong-Kong

Nos despedimos de Dali y volvemos a Kunming, en autobús.
Nuevamente el “luxury”, para nuestro gozo y disfrute y que, además, por si no fuera suficiente con lo que nos ofreció a la ida, ahora se estropea y nos obliga a pararnos medio día en un lugar feo, feísimo, en una curva de la carretera y esperar que desde el pueblo más cercano venga un mecánico a repararlo.
Nos preparamos para hacer nuestra cena de despedida, será nuestro último día juntos en China y toca hacerlo con la mejor fiesta que seamos capaces.
Decimos que es obligado ponerse "guapos" pero ha llegado el frío y en el revoltijo de mochilla que llevo a estas alturas del viaje no hay forma de encontrar ninguna prenda de abrigo. Seguro que sin ella iré más que guapa... ¡guapísima!
Me toca, también, cambiar de camarada de cuarto, para mi bien, pues éste es fumador y no me pondrá pegas a la hora de deleitarme con el maldito humo, sin el que no disfruto lo mismo de nada. Aunque supongo que extrañaré el desorden del compañero fogoso y su airear la ropa colgándola hasta de las lámparas.
Despedida, con vino y con copa de después, todo un lujazo, que aquí esos productos están muy caros, pero creo que los cuatro vamos sobrados de pasta, no me podía imaginar que darse una vuelta tan larga por China pudiera resultar tan barata.
Los compadres de Valencia seguirán ahora hacia el norte, por el este del país y, nosotros, nos trasladamos a un hotel cercano al aeropuerto, para salir temprano en el vuelo hacia Cantón.
Ninguna diferencia entre un vuelo interior en China y cualquier otro con Iberia, ninguna, tampoco, en el tren que nos llevará de Cantón a Hong-Kong.
Digno de especial mención, el paisaje desde el avión. Durante casi una hora y media sobrevolamos una zona montañosa, de alturas considerables de cordilleras nuevas, con abundante vegetación y muchos y caudalosos ríos.
Creo que es la primera vez que contemplo tanta extensión montañosa y... la vegetación llegaba casi hasta la cima.
Uno de los ríos estaba siendo surcado por multitud de barcos, que incluso desde arriba se veían grandes.
Luego, en el tren, se nos muestra una China bien diferente de rascacielos variopintos y multicolores, grandes avenidas con mucho tráfico y pocas bicicletas. Cantón parece tener un poco más de planificación urbanística aunque “de aquella manera”. En el tren, nadie escupe y ¡se mueve!, o sea, que no va a 30 por hora.
Hong-Kong es otro mundo. Aquí los rascacielos pretenden pasar por encima de las nubes, pasamos el control de inmigración (nos dan visado por tres meses) y vamos, ordenadamente, tomando los taxis, de color rojo y volante a la inglesa. Son toyotas grandes, que nos cobrarán, aparte de lo que marque el taxímetro, cinco dólares más por cada bulto. Se ven mansiones, semiocultas entre una espesa vegetación tropical.
Realmente, estamos en Kowloon, aún en el continente, la isla de Hong-Kong nos queda enfrente, al otro lado de la bahía.
Buscamos habitación, que de alguna manera habrá que llamar a“esto”, en el edificio Arcade nº 58, Nathan Road. Un edificio altísimo con pisos que se abren a corredores con letras, el nuestro, el 14 F2. La habitación es como un chiste (que vale 250 dólares hongkoneses), caro chiste.
No hay sitio para estirarse y, el baño, ¡ay el baño!, me ha costado ver que tiene ducha y es que... ¡no hay plato!
El agua cae directamente sobre la tapa del váter.
En el lavabo tan sólo cabe una mano de cada vez y, para entrar, hay que hacerlo de perfil. Menos mal que somos delgados.
Divertidísimo cuarto.
La vista nocturna de Hong-Kong desde el muelle del puerto Victoria me deja con la boca abierta: la altura de los edificios, sus formas de luz..., me sobrecoge, como si estuviera viendo el futuro.

Una visión espectacular. Nunca, hasta ahora, había visto tantos rascacielos juntos y me impactó la contemplación de aquel conjunto de torres iluminadas elevándose hacia el cielo negro.
Nada me importaban ni la lluvia torrencial ni el no llevar paraguas.


 


El mar está movido y los barcos que cruzan la bahía van a toda máquina, maniobrando como si de un seiscientos se tratara. Alguna barcaza antigua cruza más lentamente.
El teatro, el auditorio, el planetario, el museo de arte... junto al embarcadero, forman un conjunto arquitectónico que sería la envidia de Ramsés o Nefertiti. Perpleja ante la visión, sin palabras para expresar la emoción nueva, me quedé enganchada con el espectáculo.
"Volveremos mañana", me dice el compañero que no sabe como apartarme de la barandilla. Llueve a chuzos pero hasta la lluvia acompaña engrandeciendo la imagen.
La lluvia, la noche y el hambre nos alejaron del puerto y aprovechamos esta ciudad cosmopolita para probar un restaurante japonés, de cierto postín y lleno de gente guapa.


Una monada de chinita nos dio un poco de simpática conversación con su castellano aprendido en Argentina y continuamos el paseo bajo los soportales de la comercial Nathan Road con sus joyerías, perfumerías y ropa cara. Cientos de tiendas con productos brillantes y una iluminación rabiosa.
Justo enfrente de nuestro hotel se encuentra la mezquita, destacando su arquitectura del resto del conjunto. Muchas paradas de metro, otras razas, indios sobre todo, también negros. Y aquí no escupe nadie ¡esto no es China!
Esta parada me ha hecho reflexionar sobre mi propio camino, desde el pueblo en que nací, con cuatro casas, hasta este extraño lugar. Y la visita al museo de cerámica me reafirma en la creencia de la innegable riqueza cultural de este país, el país del centro (Chon-guo).
Dos días después de ver esa estampa aún no me acostumbro, y se me van los ojos hacia la bahía mientras tomamos el autobús de línea, el A-21, que nos lleva directamente al aeropuerto. En él podemos ver la ciudad desde otros puntos y pasmarnos con los larguísimos puentes que atraviesan el mar.


Luego, el moderno aeropuerto, todo cristal, todo luz, todo mecanizado, informatizado. Hemos llegado con tiempo y lo recorremos como quien recorre un museo, haciendo nuestras salidas a fumar, aprovechando, pues nos esperan muchas horas sin poder encender un cigarrillo… Hong-Kong... París… Barcelona, adiós, adiós... al compañero último (es tan amable que me acompaña hasta el metro) y, ya… mi tren a Valencia.



Ponemos el broche al viaje, cuando regresan los otros dos que se quedaron por allá más tiempo, con una de mis fabadas, compartimos con otros amigos la experiencia y no conseguimos que se aburran, palabra, quieren verlo y oírlo todo.


Llega la noche y, en aquella caseta, en la que convoqué al personal porque no cabía en mi piso, (caseta sin luz eléctrica en la que me estrené como aprendiz de agricultora) se encienden la chimenea y las velas.
De ese momento surgirá el nuevo viaje… ¡el próximo año iremos a la India!


Y... colorín... el cuento de China llegó a su fin.
Prometo no reproducir ningún diario más, puesto que hasta a mi misma me he resultado cansina, no infinitamente, pero casi.

martes, 24 de noviembre de 2009

Dali. Paseos



 
Transcurren plácidamente los días entre paseos, excursiones por los alrededores, tardes de charlas en las terrazas o de jugar al dominó en los parques.
No nos privamos de una cena con baile de muchachas ataviadas con los vestidos de fiesta y mis mosqueteros se corren una juerga nocturna, a mis espaldas, revolucionando a la seguridad del hotel pero que termina sin graves daños.
Las ansias por el masaje del compañero fogoso se curan con los gritos de la masajista y un buen susto por su parte y por la mía, cuando me despierta, a las tantas, para contarme su aventura, frustrada aventura, en la habitación de los otros dos compadres que, mientras tanto, consumían el tiempo en el hall del hotel, guardándole las espaldas al colega, cervecita en mano.
No obstante, reconozco su valentía (¿o era exceso de miedo?) al contármelo, ya me conoce lo suficiente como para saber que mi respuesta sería cínica por lo menos.
No, no le dije "todos los hombres sois iguales", no, simplemente me limité a preguntarle si le enseñó su fajín de dólares a la masajista o se creía que todo iba incluido en el precio... Paleto, le dije paleto, me di media vuelta y seguí durmiendo.
Los comerciantes ponen música con altavoces en las tiendas, con lo que el guirigay es, por momentos, irritante para el oído. Empiezan tempranísimo, entre las siete y las ocho de la mañana, y te machacan, durante todo el día, con la misma cancioncilla hasta pasadas las doce de la noche.
Comerciantes y trabajadores incansables, sobre todo las mujeres, como en cualquier cultura patriarcal. Mantienen una actividad frenética durante las veinticuatro horas del día.
Como dato ilustrativo: ayer vi., en un pequeño comercio, una chaqueta que me gustó pero la prefería en otro color. Eran las seis de la tarde. Me tomaron las medidas y me mandaron pasar a recogerla a las nueve. Fui con mi recibo (en chino, recibo que conservo como si de un Modigliani se tratara) escrito a lápiz en una hoja de papel cuadriculado y... lista y perfecta estaba… terminada mi chaqueta verde.
La mujer, además de coser, atiende al público que viene a comprar, cuida de su pequeño hijo allí mismo, entretiene al hombre, que está sentado, contando las ganancias seguramente, y cocina las comidas que también comen sin descanso… casi nada.


Nos enseñan sus casas, nos dejan verlas por dentro, orgullosos de poder ir arreglándolas poco a poco. En casi todas, al cruzar el portón de entrada, de dos hojas, te encuentras con un patio grande, desde el que se abren puertas, con cristales y celosías, a las distintas dependencias, como en las películas. No miente Zhang Yimou cuando nos las enseña en el cine. En los patios podemos ver los utensilios de labranza, los cestos, las esterillas y... la imaginación vuela.




Algunas vemos en las que, incluso, conservan un pequeño templo, al estilo de nuestras casonas con capilla propia. En esta de la foto, su guardián, un hombre altísimo y muy amable, nos enseñó las figuras que ahora están restaurando: Budas, en madera policromada. Ganas me daban de pedirle trabajo, no hay ocupación que más me centre y me subyugue que trabajar la madera.


La madera es el elemento fundamental en estas construcciones de las casas chinas tradicionales, aunque Dali es zona de mármol, no lo vemos formando parte de suelos o paredes en las casas, sólo madera, madera y piedra.

Las vidas, al menos en apariencia, son duras y difíciles, hay que retroceder más de un siglo en los mundos de los occidentales (blanquitos del norte, que suelo decir) para encontrar similitudes. Apenas hay transporte motorizado y es muy habitual ver a las gentes cargando las mercancías en cestos, pesadísimos. Incluso el carro de caballos es un lujo que muy pocos pueden permitirse.
Pero también es posible ver imágenes más modernas, de madres jugando con sus hijos en los parques, mujeres que ya no trabajan en el campo, que llevan zapatos de tacón, que te sonríen y te hablan, que se sientan contigo a la mesa y hacen esfuerzos por entender tus preguntas y contestarlas. Poco a poco vamos sabiendo más de su sistema de salud, de la educación, de la economía.
En una de nuestras excursiones, a una pequeña aldea, que revolucionamos con nuestra visita porque pocos extranjeros llegan allí, me siento en una mesa donde hay más mujeres.
Una de ellas, animándose al ver a la turista con ganas de comadrear, va a buscar el material que fabrica en su tiempo libre: pendientes que hace con alambres, maderas, semillas... Se forma un buen revuelo cuando, tras un regateo, considero que he llegado al precio justo y la campesina-artesana-vendedora-empresaria me hace un mohín de disgusto, entonces, para compensarla, me quito mi anillo (del vil metal y con pedrusco) y se lo regalo. La más anciana de ellas, que está a mi lado y que me toca el pelo y la cara con mucha ternura, trata de persuadirme de hacer tal cambio, dice no es justo. Gesticula, creyendo que no la entiendo.
Pero a mi me hace ilusión, mucha, que ese anillo, que lleva en mi dedo tantos años, que es el único que tengo de ese material y un regalo antiguo de alguien que ya es nadie, pase a ser de la propiedad de esa mujer de manos encallecidas.
Me siento feliz dejando al objeto viajar, a su aire, y pienso que, su actual propietaria, que no cabe en sí de gozo, seguramente le sabrá dar mejor uso que yo. No podía ni imaginar, aquella tarde de marzo, cuando abrí el paquetito que lo contenía, que algún día vendría a dejarlo en esta aldea del sur de China. Me siento feliz, limpia y ligera. Ya sé que estas sensaciones son pasajeras pero, en ese momento, sentí un enorme placer haciéndole un guiño al destino.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Dali. Las tres pagodas


La etapa en Dali está suponiendo una cierta reconciliación con este pueblo, el chino, tan impenetrable. Los bai son gente más risueña, más abierta, más cálida. Sus rostros reflejan mayor vitalidad y los trajes de colores de las mujeres alegran la vista.
Como cosa curiosa, sin embargo, ésta es la zona en la que más hombres visten aún el traje “mao”.
Buscando las pagodas del templo Chongsheng, vamos caminando despacio por las calles tranquilas y saludamos, al paso, a algunas gentes. En los días que llevamos aquí ya hay quien nos reconoce y hace que nos sintamos como vecinos.
Los marmolistas están con las puertas de sus talleres abiertas y, los chiquillos, dándole tiempo a la mañana hasta ver que se les ocurre hacer.
Solamente tenemos que dirigirnos hacia donde las montañas nos señalan, ellas nos van guiando hacia las pagodas, aunque, de vez en cuando, las nubes nos las esconden.


Diviso las pagodas, llego a ellas, las toco, me siento a disfrutarlas. Nada tienen que ver con las otras pagodas que hemos visitado, excepto en Xian, ninguna se les parece.
Entablo conversación con una pareja de turistas chinos, tienen tres niñas y charlamos sobre si ese hecho es algo extraño (tener tres niñas), me dicen que no, que hay mucha más permisividad al respecto de lo que se cuenta y que, ellos, campesinos, siempre han desobedecido un poco la orden del hijo único, de hecho, siempre se les permitió tener dos, si el primero era niña.



Antes, este lugar, fue un templo budista, ahora en desuso, pagodas inclinadas, de pisos pares... se empezaron a construir alrededor del siglo IX. A un lado, el hermoso lago, al otro, las montañas Cangshan. Quizás mañana los muchachos se animen a subir y pueda yo comprobar si son cómodas mis botas nuevas.




Los compañeros se deciden a buscar el lugar desde el que poder hacer la foto que sale en todas las postales, una exclusiva foto en la que las tres pagodas se reflejan en el lago y, por mi parte, consigo convencerles de que me eximan de la búsqueda. Me quedaré quietecita en el parque y les esperaré sin moverme de allí.

Allá que se van, escalando muros y perdiéndose en los caminos, mientras yo me quedo a jugar con los chiquillos que voy encontrando, que no paran de darme explicaciones y hacer preguntas.


Sus zapatillas de colores, sus vestidos de princesitas, sus risas, sus ganas de que les haga fotos, me animan a seguirles y acertamos con un juego que todos conocemos: el escondite.



Luego, se emocionan registrando mi mochila y, cuando ya lo han visto todo, nos sentamos a enseñarnos otros juegos. Preguntan y preguntan, sé que preguntan porque todo lo que dicen termina con el "sham-má".
Me decido a contarles una historia, repitiendo mucho las frases, las repiten conmigo y parecen divertirse. Me asombra la atención que ponen, hasta creo que me han entendido. Cierto que gesticulo mucho pero, ni así parece posible... serán imaginaciones mías. Yá (pato), lián (amar), chóu (triste), chéng (destierro) y yué (feliz), son todas las palabras chinas que conozco (seguramente mal dichas y peor acentuadas) para contarles el cuento del patito feo. Ni siquiera sé como se dice cisne... ¿solución? Hacer el pato y estirar el cuello, no tengo claro que lo entendieran pero es seguro que se rieron y mucho. De cualquier forma, el encanto del momento no tiene precio.

 

Vuelven los chicos, con su trofeo, han conseguido la foto perfecta, la que es igual que la de las postales y se han divertido en la búsqueda (y discutido también con el asunto de quién llevaba razón en el camino a seguir).
Y me toca despedirme de los nuevos amiguitos que cantan el estribillo de "me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá..."
Perfecta mañana de recepción de un hermoso regalo por haber podido olvidar muchas de las cosas que me decían mi abuelito, mi papá y mucha gente más... me voy pensando yo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Dali. El mercado

Una camioneta nos lleva hasta el puerto y allí tomamos un barquito que, en una hora y media, nos pondrá en la otra orilla del lago, para ver el mercado de los martes, un mercado tradicional, donde los lugareños venden e intercambian sus productos.


No es un lago cualquiera este lago Erhai de Dali. Grande, mucho, casi parece un mar, unos doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de extensión; a él van a parar tres ríos y está poblado de multitud de pequeñas islas.


Ya en el puerto, mientas esperamos que el nuestro se ponga en marcha, otro barco acaba de atracar cargado de piedras y hombres y mujeres las van descargando, transportándolas en unos enormes cestos que cuelgan desde la frente. Duro trabajo, pero las mujeres no se amilanan ante el peso y le piden al "capataz" que se los llene más, puede que para terminar antes y llegar pronto a casa para hacer otros trabajos.
El barco que nos transporta sólo lleva turistas, en su mayor parte alemanes. Conocemos allí a un hombre que vive en China desde hace veinte años, por esas cosas raras del amor, su mujer, china, y sus hijos le acompañan. Nos habla de su experiencia por estas tierras, gratificante y feliz, nos dice, trabaja como profesor y no tiene ninguna intención de volver a su país de origen, Inglaterra.


Nos encontramos ante un mercado casi medieval, lleno de color, de ruido, de olores. Mujeres, hombres, caballos, gallinas, cerdos, patos, verduras, frutas, carnes... forman un cuadro multicolor, muy ruidoso, sobre todo cuando algún vendedor consigue un buen precio por el animal que subasta. Hacen sonar un cuerno y llaman nuestra atención continuamente.


Hace mucho calor y nos compramos una torta de maíz y unas frutas para comer. Todos están cocinando, en sus puestos, pero es su comida, no está a la venta todo lo que nos apetece. Y es que huele a comida de fiesta.
A la vista de esta turista blanca del norte éstas parecen vidas duras, escasas en descanso, sin comodidades, pero los personajes son tranquilos y pacíficos y sonríen, sonríen mucho más. Han venido desde los pueblos de alrededor, seguramente aún de noche y no todos en camionetas, hay quien se ha hecho muchos kilómetros caminando, cargando con su mercancía.


El mercado nos alegra la vista con sus colores y vamos, de puesto en puesto, buscando los productos conocidos y preguntando por los desconocidos. Las mujeres cargan con el típico cesto a sus espaldas, los hombres pasean y negocian. Se venden cerdos, frutas, verduras, patatas, carne. Quien ha vendido algo puede comprar de lo que no tiene. Estamos muy atentos a la subasta de una camada de cerditos que es, hoy, la novedad del mercado.
Es algo parecido a su día de fiesta, ven a los que viven en otras aldeas, consiguen algún dinero, colocan el excedente agrícola, enseñan a sus hijos nuevos, se cuentan los últimos cotilleos...


De vuelta al hotel, un poco de descanso para hacer un paseo y callejear, buscando el lugar en el que nos den un buen pescado para la cena.
Los pintores ocupan toda la entrada, ahí están, con sus técnicas milenarias, dibujando en sus telas de seda, con tinta, las flores del jardín.
He conseguido que alguien descuelgue el teléfono en casa. La corta conversación consigue que la cabeza se me llene de canciones de Chavela Vargas... ¡Que me sirvan otro vaso y muchos más!
De té, para mí sólo hay té... si me gustara la cerveza...
Me saca de mi estado de mujer despechada la conversación de los muchachos sobre el adiestramiento de los cormoranes para la pesca que, por lo visto, se practica en este lago. Y me hacen reír las mujeres que venden por la calle y que me colocan unos adornos en el pelo que se sujetan enrollando en ellos un mechón y, también la discusión, simpática, con un limpiabotas, el primero que vemos, fastidiado porque ninguno de nosotros lleva zapatos que poder limpiar.
Y hasta me asombro de que el compañero fogoso, que comparte habitación conmigo, no entiende la razón por la que a él no le llaman para ofrecerle un masaje y a los otros sí.
La noche es agradable, incluso fresquita, la música de los comercios sigue sonando y mañana iremos a ver las tres pagodas.

Exprésate completamente; después guarda silencio. Sé como las fuerzas de la naturaleza: cuando sopla el viento sólo hay viento; cuando llueve, sólo hay lluvia; cuando pasan las nubes, brilla el sol.
Lao Tzu.

Este librito sirve para todo y "el que no se consuela es porque no quiere", también.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Camino de Dali

Madrugón, una vez más, para tomar el autobús que nos lleve hasta Dali.
Al final, el tal “slipper” no sale hasta las diez de la mañana, tres horas después de lo acordado. Las mochilas empiezan a pesar como si estuvieran cargadas de piedras, aunque los libros ya leídos se han ido quedando atrás, junto con vaqueros rotos y algún que otro calzado inservible de tanto mojarse.

Es indescriptible el vehículo. Un enorme autobús de dos pisos, cuyas plazas consisten en unas cochambrosas literas en las que tienes que ir tumbada por fuerza sobre unos trapos mugrientos y siempre con el riesgo de que cualquier inmundicia te caiga encima. La costumbre de escupir parece ser una tradición de todas las provincias de China.
Dudamos si elegir arriba o abajo pero al final decidimos que será abajo, con el riesgo que supone, pero es que la distancia entre la cama y el techo en las de arriba no es suficiente ni para mi corta estatura, en ellas, los chicos, no podrían moverse.

Curiosamente el billete dice “slipper luxury”, hay que reírse a la fuerza, es, con diferencia, el peor transporte utilizado, pero el único que nos lleva directos a Dali, el tren nos obligaría a hacer demasiados trasbordos.
Tan solo yo puedo sentarme, al estilo "meditando voy", los muchachos se dan unos golpes de cuidado con los hierros del camastro superior, en cuanto se descuidan a la hora de revolverse, uno de ellos sale herido del último coscorrón, con sangre y todo, así que el hacer el concurso de "a ver quien sale más limpio de la aventura" que intento proponer, no cuela, bastante tienen con mantener la compostura.
A pesar de las nueve horas que dura el viaje, de la incómoda postura, de tener que sortear todo lo que los vecinos de arriba nos tiran (me han puesto perdida con las pieles de las frutas que van comiendo) y de la conducción temeraria, el paisaje permite ser disfrutado. Por supuesto, mientras me como unas naranjas, buenísimas, que le he pedido al lanzador de basura del piso superior y que él me ha dado con mucha gracia y mucha sonrisa, que siempre se agradece.
Grandioso, impresionante: lagos, montañas, pueblos, campos... Las terrazas artificiales sembradas de arroz asemejan pinturas impresionistas. Todo es tan inmenso que no caben las comparaciones, cualquier otro accidente geográfico visto antes, en otra parte, me parece ahora diminuto.
Se hace un alto en el camino para la comida pero ni siquiera mis mosqueteros son capaces de comer en el lugar elegido por la compañía de transportes, alguno se atreve a ir al lugar destinado a lavabo y sale de allí completamente pálido. Le preguntamos y sólo contesta... dejadme...dejadme.


En este pequeño lugar, donde el autobús se detiene, como en otros vistos antes, a la entrada, en un lugar resguardado por un techo de paja, hay una enorme pizarra con signos escritos.
Primero pensé que serían anuncios de venta de productos, pero no veo números (los números chinos sí que me los sé, no así las letras-signos). No tengo ni idea de si se trata de algún tipo de “escuela”. Me imagino que puede venir, de vez en cuando, algún maestro y enseñar a todos algo, utilizando esta pizarra.
También puede ser un lugar en el que vayan poniendo las noticias... Digo que esto ha de ser el dazibao auténtico, anterior al impreso en papel que vemos en las paradas de los autobuses, pero los chicos no me dan la razón en mi elucubración. Siempre me quedaré con la duda, ninguno de los lugareños se anima a intentar explicármelo, son aún más huidizos, si cabe. Ni siquiera me contestan, sólo miran.
Me dirijo a otro grupo de gente que está sacando del maletero del autobús unos sacos cargados con algo que se mueve dentro para preguntar más preguntas, pero tampoco obtengo respuestas. Creo que están transportando animales de forma clandestina pero... a saber.
Nos queda la contemplación del paisaje, del valle que hay frente a los edificios mal construidos... eso, eso... es un valle, imponente, por lo menos... Y así me quedo hasta que, una hora después, el autobús "luxury" continúa con la ruta.

 

Se empiezan a ver bastantes plantaciones de tabaco y secaderos. Es una zona agrícola de producción abundante y de densidad de población muy baja, atravesamos muchos kilómetros sin ver ningún poblado, tan solo algunas casas aisladas.
En esta provincia de Yunnan y, más aún, en esta zona de Dali, predomina la etnia Bai (que en Chino significa blancura), siempre tratando a lo largo de la historia de zafarse del dominio de los Han, aquí están hoy, parte de la Gran China, luciendo sus vistosos y coloridos vestidos las mujeres, alegres y fuertes.

Los hombres, cosa curiosa, son más guapos o a mi me lo parece, muy altos y de rasgos angulosos y frente muy amplia. Digo que éstos son los personajes de las películas de Zhang Yimou.
Nos alojamos en un buen hotel, barato pero precioso, en una calle comercial y peatonal, llena de tiendecitas de artesanía. Cerca del lago Erhai, muy cerca. Presiento que esta idea de finalizar nuestro paseo juntos por China veraneando en Dali será uno de los aciertos del viaje.