lunes, 30 de noviembre de 2009

Hong-Kong

Nos despedimos de Dali y volvemos a Kunming, en autobús.
Nuevamente el “luxury”, para nuestro gozo y disfrute y que, además, por si no fuera suficiente con lo que nos ofreció a la ida, ahora se estropea y nos obliga a pararnos medio día en un lugar feo, feísimo, en una curva de la carretera y esperar que desde el pueblo más cercano venga un mecánico a repararlo.
Nos preparamos para hacer nuestra cena de despedida, será nuestro último día juntos en China y toca hacerlo con la mejor fiesta que seamos capaces.
Decimos que es obligado ponerse "guapos" pero ha llegado el frío y en el revoltijo de mochilla que llevo a estas alturas del viaje no hay forma de encontrar ninguna prenda de abrigo. Seguro que sin ella iré más que guapa... ¡guapísima!
Me toca, también, cambiar de camarada de cuarto, para mi bien, pues éste es fumador y no me pondrá pegas a la hora de deleitarme con el maldito humo, sin el que no disfruto lo mismo de nada. Aunque supongo que extrañaré el desorden del compañero fogoso y su airear la ropa colgándola hasta de las lámparas.
Despedida, con vino y con copa de después, todo un lujazo, que aquí esos productos están muy caros, pero creo que los cuatro vamos sobrados de pasta, no me podía imaginar que darse una vuelta tan larga por China pudiera resultar tan barata.
Los compadres de Valencia seguirán ahora hacia el norte, por el este del país y, nosotros, nos trasladamos a un hotel cercano al aeropuerto, para salir temprano en el vuelo hacia Cantón.
Ninguna diferencia entre un vuelo interior en China y cualquier otro con Iberia, ninguna, tampoco, en el tren que nos llevará de Cantón a Hong-Kong.
Digno de especial mención, el paisaje desde el avión. Durante casi una hora y media sobrevolamos una zona montañosa, de alturas considerables de cordilleras nuevas, con abundante vegetación y muchos y caudalosos ríos.
Creo que es la primera vez que contemplo tanta extensión montañosa y... la vegetación llegaba casi hasta la cima.
Uno de los ríos estaba siendo surcado por multitud de barcos, que incluso desde arriba se veían grandes.
Luego, en el tren, se nos muestra una China bien diferente de rascacielos variopintos y multicolores, grandes avenidas con mucho tráfico y pocas bicicletas. Cantón parece tener un poco más de planificación urbanística aunque “de aquella manera”. En el tren, nadie escupe y ¡se mueve!, o sea, que no va a 30 por hora.
Hong-Kong es otro mundo. Aquí los rascacielos pretenden pasar por encima de las nubes, pasamos el control de inmigración (nos dan visado por tres meses) y vamos, ordenadamente, tomando los taxis, de color rojo y volante a la inglesa. Son toyotas grandes, que nos cobrarán, aparte de lo que marque el taxímetro, cinco dólares más por cada bulto. Se ven mansiones, semiocultas entre una espesa vegetación tropical.
Realmente, estamos en Kowloon, aún en el continente, la isla de Hong-Kong nos queda enfrente, al otro lado de la bahía.
Buscamos habitación, que de alguna manera habrá que llamar a“esto”, en el edificio Arcade nº 58, Nathan Road. Un edificio altísimo con pisos que se abren a corredores con letras, el nuestro, el 14 F2. La habitación es como un chiste (que vale 250 dólares hongkoneses), caro chiste.
No hay sitio para estirarse y, el baño, ¡ay el baño!, me ha costado ver que tiene ducha y es que... ¡no hay plato!
El agua cae directamente sobre la tapa del váter.
En el lavabo tan sólo cabe una mano de cada vez y, para entrar, hay que hacerlo de perfil. Menos mal que somos delgados.
Divertidísimo cuarto.
La vista nocturna de Hong-Kong desde el muelle del puerto Victoria me deja con la boca abierta: la altura de los edificios, sus formas de luz..., me sobrecoge, como si estuviera viendo el futuro.

Una visión espectacular. Nunca, hasta ahora, había visto tantos rascacielos juntos y me impactó la contemplación de aquel conjunto de torres iluminadas elevándose hacia el cielo negro.
Nada me importaban ni la lluvia torrencial ni el no llevar paraguas.


 


El mar está movido y los barcos que cruzan la bahía van a toda máquina, maniobrando como si de un seiscientos se tratara. Alguna barcaza antigua cruza más lentamente.
El teatro, el auditorio, el planetario, el museo de arte... junto al embarcadero, forman un conjunto arquitectónico que sería la envidia de Ramsés o Nefertiti. Perpleja ante la visión, sin palabras para expresar la emoción nueva, me quedé enganchada con el espectáculo.
"Volveremos mañana", me dice el compañero que no sabe como apartarme de la barandilla. Llueve a chuzos pero hasta la lluvia acompaña engrandeciendo la imagen.
La lluvia, la noche y el hambre nos alejaron del puerto y aprovechamos esta ciudad cosmopolita para probar un restaurante japonés, de cierto postín y lleno de gente guapa.


Una monada de chinita nos dio un poco de simpática conversación con su castellano aprendido en Argentina y continuamos el paseo bajo los soportales de la comercial Nathan Road con sus joyerías, perfumerías y ropa cara. Cientos de tiendas con productos brillantes y una iluminación rabiosa.
Justo enfrente de nuestro hotel se encuentra la mezquita, destacando su arquitectura del resto del conjunto. Muchas paradas de metro, otras razas, indios sobre todo, también negros. Y aquí no escupe nadie ¡esto no es China!
Esta parada me ha hecho reflexionar sobre mi propio camino, desde el pueblo en que nací, con cuatro casas, hasta este extraño lugar. Y la visita al museo de cerámica me reafirma en la creencia de la innegable riqueza cultural de este país, el país del centro (Chon-guo).
Dos días después de ver esa estampa aún no me acostumbro, y se me van los ojos hacia la bahía mientras tomamos el autobús de línea, el A-21, que nos lleva directamente al aeropuerto. En él podemos ver la ciudad desde otros puntos y pasmarnos con los larguísimos puentes que atraviesan el mar.


Luego, el moderno aeropuerto, todo cristal, todo luz, todo mecanizado, informatizado. Hemos llegado con tiempo y lo recorremos como quien recorre un museo, haciendo nuestras salidas a fumar, aprovechando, pues nos esperan muchas horas sin poder encender un cigarrillo… Hong-Kong... París… Barcelona, adiós, adiós... al compañero último (es tan amable que me acompaña hasta el metro) y, ya… mi tren a Valencia.



Ponemos el broche al viaje, cuando regresan los otros dos que se quedaron por allá más tiempo, con una de mis fabadas, compartimos con otros amigos la experiencia y no conseguimos que se aburran, palabra, quieren verlo y oírlo todo.


Llega la noche y, en aquella caseta, en la que convoqué al personal porque no cabía en mi piso, (caseta sin luz eléctrica en la que me estrené como aprendiz de agricultora) se encienden la chimenea y las velas.
De ese momento surgirá el nuevo viaje… ¡el próximo año iremos a la India!


Y... colorín... el cuento de China llegó a su fin.
Prometo no reproducir ningún diario más, puesto que hasta a mi misma me he resultado cansina, no infinitamente, pero casi.

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