martes, 24 de noviembre de 2009

Dali. Paseos



 
Transcurren plácidamente los días entre paseos, excursiones por los alrededores, tardes de charlas en las terrazas o de jugar al dominó en los parques.
No nos privamos de una cena con baile de muchachas ataviadas con los vestidos de fiesta y mis mosqueteros se corren una juerga nocturna, a mis espaldas, revolucionando a la seguridad del hotel pero que termina sin graves daños.
Las ansias por el masaje del compañero fogoso se curan con los gritos de la masajista y un buen susto por su parte y por la mía, cuando me despierta, a las tantas, para contarme su aventura, frustrada aventura, en la habitación de los otros dos compadres que, mientras tanto, consumían el tiempo en el hall del hotel, guardándole las espaldas al colega, cervecita en mano.
No obstante, reconozco su valentía (¿o era exceso de miedo?) al contármelo, ya me conoce lo suficiente como para saber que mi respuesta sería cínica por lo menos.
No, no le dije "todos los hombres sois iguales", no, simplemente me limité a preguntarle si le enseñó su fajín de dólares a la masajista o se creía que todo iba incluido en el precio... Paleto, le dije paleto, me di media vuelta y seguí durmiendo.
Los comerciantes ponen música con altavoces en las tiendas, con lo que el guirigay es, por momentos, irritante para el oído. Empiezan tempranísimo, entre las siete y las ocho de la mañana, y te machacan, durante todo el día, con la misma cancioncilla hasta pasadas las doce de la noche.
Comerciantes y trabajadores incansables, sobre todo las mujeres, como en cualquier cultura patriarcal. Mantienen una actividad frenética durante las veinticuatro horas del día.
Como dato ilustrativo: ayer vi., en un pequeño comercio, una chaqueta que me gustó pero la prefería en otro color. Eran las seis de la tarde. Me tomaron las medidas y me mandaron pasar a recogerla a las nueve. Fui con mi recibo (en chino, recibo que conservo como si de un Modigliani se tratara) escrito a lápiz en una hoja de papel cuadriculado y... lista y perfecta estaba… terminada mi chaqueta verde.
La mujer, además de coser, atiende al público que viene a comprar, cuida de su pequeño hijo allí mismo, entretiene al hombre, que está sentado, contando las ganancias seguramente, y cocina las comidas que también comen sin descanso… casi nada.


Nos enseñan sus casas, nos dejan verlas por dentro, orgullosos de poder ir arreglándolas poco a poco. En casi todas, al cruzar el portón de entrada, de dos hojas, te encuentras con un patio grande, desde el que se abren puertas, con cristales y celosías, a las distintas dependencias, como en las películas. No miente Zhang Yimou cuando nos las enseña en el cine. En los patios podemos ver los utensilios de labranza, los cestos, las esterillas y... la imaginación vuela.




Algunas vemos en las que, incluso, conservan un pequeño templo, al estilo de nuestras casonas con capilla propia. En esta de la foto, su guardián, un hombre altísimo y muy amable, nos enseñó las figuras que ahora están restaurando: Budas, en madera policromada. Ganas me daban de pedirle trabajo, no hay ocupación que más me centre y me subyugue que trabajar la madera.


La madera es el elemento fundamental en estas construcciones de las casas chinas tradicionales, aunque Dali es zona de mármol, no lo vemos formando parte de suelos o paredes en las casas, sólo madera, madera y piedra.

Las vidas, al menos en apariencia, son duras y difíciles, hay que retroceder más de un siglo en los mundos de los occidentales (blanquitos del norte, que suelo decir) para encontrar similitudes. Apenas hay transporte motorizado y es muy habitual ver a las gentes cargando las mercancías en cestos, pesadísimos. Incluso el carro de caballos es un lujo que muy pocos pueden permitirse.
Pero también es posible ver imágenes más modernas, de madres jugando con sus hijos en los parques, mujeres que ya no trabajan en el campo, que llevan zapatos de tacón, que te sonríen y te hablan, que se sientan contigo a la mesa y hacen esfuerzos por entender tus preguntas y contestarlas. Poco a poco vamos sabiendo más de su sistema de salud, de la educación, de la economía.
En una de nuestras excursiones, a una pequeña aldea, que revolucionamos con nuestra visita porque pocos extranjeros llegan allí, me siento en una mesa donde hay más mujeres.
Una de ellas, animándose al ver a la turista con ganas de comadrear, va a buscar el material que fabrica en su tiempo libre: pendientes que hace con alambres, maderas, semillas... Se forma un buen revuelo cuando, tras un regateo, considero que he llegado al precio justo y la campesina-artesana-vendedora-empresaria me hace un mohín de disgusto, entonces, para compensarla, me quito mi anillo (del vil metal y con pedrusco) y se lo regalo. La más anciana de ellas, que está a mi lado y que me toca el pelo y la cara con mucha ternura, trata de persuadirme de hacer tal cambio, dice no es justo. Gesticula, creyendo que no la entiendo.
Pero a mi me hace ilusión, mucha, que ese anillo, que lleva en mi dedo tantos años, que es el único que tengo de ese material y un regalo antiguo de alguien que ya es nadie, pase a ser de la propiedad de esa mujer de manos encallecidas.
Me siento feliz dejando al objeto viajar, a su aire, y pienso que, su actual propietaria, que no cabe en sí de gozo, seguramente le sabrá dar mejor uso que yo. No podía ni imaginar, aquella tarde de marzo, cuando abrí el paquetito que lo contenía, que algún día vendría a dejarlo en esta aldea del sur de China. Me siento feliz, limpia y ligera. Ya sé que estas sensaciones son pasajeras pero, en ese momento, sentí un enorme placer haciéndole un guiño al destino.

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