lunes, 30 de noviembre de 2009

Hong-Kong

Nos despedimos de Dali y volvemos a Kunming, en autobús.
Nuevamente el “luxury”, para nuestro gozo y disfrute y que, además, por si no fuera suficiente con lo que nos ofreció a la ida, ahora se estropea y nos obliga a pararnos medio día en un lugar feo, feísimo, en una curva de la carretera y esperar que desde el pueblo más cercano venga un mecánico a repararlo.
Nos preparamos para hacer nuestra cena de despedida, será nuestro último día juntos en China y toca hacerlo con la mejor fiesta que seamos capaces.
Decimos que es obligado ponerse "guapos" pero ha llegado el frío y en el revoltijo de mochilla que llevo a estas alturas del viaje no hay forma de encontrar ninguna prenda de abrigo. Seguro que sin ella iré más que guapa... ¡guapísima!
Me toca, también, cambiar de camarada de cuarto, para mi bien, pues éste es fumador y no me pondrá pegas a la hora de deleitarme con el maldito humo, sin el que no disfruto lo mismo de nada. Aunque supongo que extrañaré el desorden del compañero fogoso y su airear la ropa colgándola hasta de las lámparas.
Despedida, con vino y con copa de después, todo un lujazo, que aquí esos productos están muy caros, pero creo que los cuatro vamos sobrados de pasta, no me podía imaginar que darse una vuelta tan larga por China pudiera resultar tan barata.
Los compadres de Valencia seguirán ahora hacia el norte, por el este del país y, nosotros, nos trasladamos a un hotel cercano al aeropuerto, para salir temprano en el vuelo hacia Cantón.
Ninguna diferencia entre un vuelo interior en China y cualquier otro con Iberia, ninguna, tampoco, en el tren que nos llevará de Cantón a Hong-Kong.
Digno de especial mención, el paisaje desde el avión. Durante casi una hora y media sobrevolamos una zona montañosa, de alturas considerables de cordilleras nuevas, con abundante vegetación y muchos y caudalosos ríos.
Creo que es la primera vez que contemplo tanta extensión montañosa y... la vegetación llegaba casi hasta la cima.
Uno de los ríos estaba siendo surcado por multitud de barcos, que incluso desde arriba se veían grandes.
Luego, en el tren, se nos muestra una China bien diferente de rascacielos variopintos y multicolores, grandes avenidas con mucho tráfico y pocas bicicletas. Cantón parece tener un poco más de planificación urbanística aunque “de aquella manera”. En el tren, nadie escupe y ¡se mueve!, o sea, que no va a 30 por hora.
Hong-Kong es otro mundo. Aquí los rascacielos pretenden pasar por encima de las nubes, pasamos el control de inmigración (nos dan visado por tres meses) y vamos, ordenadamente, tomando los taxis, de color rojo y volante a la inglesa. Son toyotas grandes, que nos cobrarán, aparte de lo que marque el taxímetro, cinco dólares más por cada bulto. Se ven mansiones, semiocultas entre una espesa vegetación tropical.
Realmente, estamos en Kowloon, aún en el continente, la isla de Hong-Kong nos queda enfrente, al otro lado de la bahía.
Buscamos habitación, que de alguna manera habrá que llamar a“esto”, en el edificio Arcade nº 58, Nathan Road. Un edificio altísimo con pisos que se abren a corredores con letras, el nuestro, el 14 F2. La habitación es como un chiste (que vale 250 dólares hongkoneses), caro chiste.
No hay sitio para estirarse y, el baño, ¡ay el baño!, me ha costado ver que tiene ducha y es que... ¡no hay plato!
El agua cae directamente sobre la tapa del váter.
En el lavabo tan sólo cabe una mano de cada vez y, para entrar, hay que hacerlo de perfil. Menos mal que somos delgados.
Divertidísimo cuarto.
La vista nocturna de Hong-Kong desde el muelle del puerto Victoria me deja con la boca abierta: la altura de los edificios, sus formas de luz..., me sobrecoge, como si estuviera viendo el futuro.

Una visión espectacular. Nunca, hasta ahora, había visto tantos rascacielos juntos y me impactó la contemplación de aquel conjunto de torres iluminadas elevándose hacia el cielo negro.
Nada me importaban ni la lluvia torrencial ni el no llevar paraguas.


 


El mar está movido y los barcos que cruzan la bahía van a toda máquina, maniobrando como si de un seiscientos se tratara. Alguna barcaza antigua cruza más lentamente.
El teatro, el auditorio, el planetario, el museo de arte... junto al embarcadero, forman un conjunto arquitectónico que sería la envidia de Ramsés o Nefertiti. Perpleja ante la visión, sin palabras para expresar la emoción nueva, me quedé enganchada con el espectáculo.
"Volveremos mañana", me dice el compañero que no sabe como apartarme de la barandilla. Llueve a chuzos pero hasta la lluvia acompaña engrandeciendo la imagen.
La lluvia, la noche y el hambre nos alejaron del puerto y aprovechamos esta ciudad cosmopolita para probar un restaurante japonés, de cierto postín y lleno de gente guapa.


Una monada de chinita nos dio un poco de simpática conversación con su castellano aprendido en Argentina y continuamos el paseo bajo los soportales de la comercial Nathan Road con sus joyerías, perfumerías y ropa cara. Cientos de tiendas con productos brillantes y una iluminación rabiosa.
Justo enfrente de nuestro hotel se encuentra la mezquita, destacando su arquitectura del resto del conjunto. Muchas paradas de metro, otras razas, indios sobre todo, también negros. Y aquí no escupe nadie ¡esto no es China!
Esta parada me ha hecho reflexionar sobre mi propio camino, desde el pueblo en que nací, con cuatro casas, hasta este extraño lugar. Y la visita al museo de cerámica me reafirma en la creencia de la innegable riqueza cultural de este país, el país del centro (Chon-guo).
Dos días después de ver esa estampa aún no me acostumbro, y se me van los ojos hacia la bahía mientras tomamos el autobús de línea, el A-21, que nos lleva directamente al aeropuerto. En él podemos ver la ciudad desde otros puntos y pasmarnos con los larguísimos puentes que atraviesan el mar.


Luego, el moderno aeropuerto, todo cristal, todo luz, todo mecanizado, informatizado. Hemos llegado con tiempo y lo recorremos como quien recorre un museo, haciendo nuestras salidas a fumar, aprovechando, pues nos esperan muchas horas sin poder encender un cigarrillo… Hong-Kong... París… Barcelona, adiós, adiós... al compañero último (es tan amable que me acompaña hasta el metro) y, ya… mi tren a Valencia.



Ponemos el broche al viaje, cuando regresan los otros dos que se quedaron por allá más tiempo, con una de mis fabadas, compartimos con otros amigos la experiencia y no conseguimos que se aburran, palabra, quieren verlo y oírlo todo.


Llega la noche y, en aquella caseta, en la que convoqué al personal porque no cabía en mi piso, (caseta sin luz eléctrica en la que me estrené como aprendiz de agricultora) se encienden la chimenea y las velas.
De ese momento surgirá el nuevo viaje… ¡el próximo año iremos a la India!


Y... colorín... el cuento de China llegó a su fin.
Prometo no reproducir ningún diario más, puesto que hasta a mi misma me he resultado cansina, no infinitamente, pero casi.

martes, 24 de noviembre de 2009

Dali. Paseos



 
Transcurren plácidamente los días entre paseos, excursiones por los alrededores, tardes de charlas en las terrazas o de jugar al dominó en los parques.
No nos privamos de una cena con baile de muchachas ataviadas con los vestidos de fiesta y mis mosqueteros se corren una juerga nocturna, a mis espaldas, revolucionando a la seguridad del hotel pero que termina sin graves daños.
Las ansias por el masaje del compañero fogoso se curan con los gritos de la masajista y un buen susto por su parte y por la mía, cuando me despierta, a las tantas, para contarme su aventura, frustrada aventura, en la habitación de los otros dos compadres que, mientras tanto, consumían el tiempo en el hall del hotel, guardándole las espaldas al colega, cervecita en mano.
No obstante, reconozco su valentía (¿o era exceso de miedo?) al contármelo, ya me conoce lo suficiente como para saber que mi respuesta sería cínica por lo menos.
No, no le dije "todos los hombres sois iguales", no, simplemente me limité a preguntarle si le enseñó su fajín de dólares a la masajista o se creía que todo iba incluido en el precio... Paleto, le dije paleto, me di media vuelta y seguí durmiendo.
Los comerciantes ponen música con altavoces en las tiendas, con lo que el guirigay es, por momentos, irritante para el oído. Empiezan tempranísimo, entre las siete y las ocho de la mañana, y te machacan, durante todo el día, con la misma cancioncilla hasta pasadas las doce de la noche.
Comerciantes y trabajadores incansables, sobre todo las mujeres, como en cualquier cultura patriarcal. Mantienen una actividad frenética durante las veinticuatro horas del día.
Como dato ilustrativo: ayer vi., en un pequeño comercio, una chaqueta que me gustó pero la prefería en otro color. Eran las seis de la tarde. Me tomaron las medidas y me mandaron pasar a recogerla a las nueve. Fui con mi recibo (en chino, recibo que conservo como si de un Modigliani se tratara) escrito a lápiz en una hoja de papel cuadriculado y... lista y perfecta estaba… terminada mi chaqueta verde.
La mujer, además de coser, atiende al público que viene a comprar, cuida de su pequeño hijo allí mismo, entretiene al hombre, que está sentado, contando las ganancias seguramente, y cocina las comidas que también comen sin descanso… casi nada.


Nos enseñan sus casas, nos dejan verlas por dentro, orgullosos de poder ir arreglándolas poco a poco. En casi todas, al cruzar el portón de entrada, de dos hojas, te encuentras con un patio grande, desde el que se abren puertas, con cristales y celosías, a las distintas dependencias, como en las películas. No miente Zhang Yimou cuando nos las enseña en el cine. En los patios podemos ver los utensilios de labranza, los cestos, las esterillas y... la imaginación vuela.




Algunas vemos en las que, incluso, conservan un pequeño templo, al estilo de nuestras casonas con capilla propia. En esta de la foto, su guardián, un hombre altísimo y muy amable, nos enseñó las figuras que ahora están restaurando: Budas, en madera policromada. Ganas me daban de pedirle trabajo, no hay ocupación que más me centre y me subyugue que trabajar la madera.


La madera es el elemento fundamental en estas construcciones de las casas chinas tradicionales, aunque Dali es zona de mármol, no lo vemos formando parte de suelos o paredes en las casas, sólo madera, madera y piedra.

Las vidas, al menos en apariencia, son duras y difíciles, hay que retroceder más de un siglo en los mundos de los occidentales (blanquitos del norte, que suelo decir) para encontrar similitudes. Apenas hay transporte motorizado y es muy habitual ver a las gentes cargando las mercancías en cestos, pesadísimos. Incluso el carro de caballos es un lujo que muy pocos pueden permitirse.
Pero también es posible ver imágenes más modernas, de madres jugando con sus hijos en los parques, mujeres que ya no trabajan en el campo, que llevan zapatos de tacón, que te sonríen y te hablan, que se sientan contigo a la mesa y hacen esfuerzos por entender tus preguntas y contestarlas. Poco a poco vamos sabiendo más de su sistema de salud, de la educación, de la economía.
En una de nuestras excursiones, a una pequeña aldea, que revolucionamos con nuestra visita porque pocos extranjeros llegan allí, me siento en una mesa donde hay más mujeres.
Una de ellas, animándose al ver a la turista con ganas de comadrear, va a buscar el material que fabrica en su tiempo libre: pendientes que hace con alambres, maderas, semillas... Se forma un buen revuelo cuando, tras un regateo, considero que he llegado al precio justo y la campesina-artesana-vendedora-empresaria me hace un mohín de disgusto, entonces, para compensarla, me quito mi anillo (del vil metal y con pedrusco) y se lo regalo. La más anciana de ellas, que está a mi lado y que me toca el pelo y la cara con mucha ternura, trata de persuadirme de hacer tal cambio, dice no es justo. Gesticula, creyendo que no la entiendo.
Pero a mi me hace ilusión, mucha, que ese anillo, que lleva en mi dedo tantos años, que es el único que tengo de ese material y un regalo antiguo de alguien que ya es nadie, pase a ser de la propiedad de esa mujer de manos encallecidas.
Me siento feliz dejando al objeto viajar, a su aire, y pienso que, su actual propietaria, que no cabe en sí de gozo, seguramente le sabrá dar mejor uso que yo. No podía ni imaginar, aquella tarde de marzo, cuando abrí el paquetito que lo contenía, que algún día vendría a dejarlo en esta aldea del sur de China. Me siento feliz, limpia y ligera. Ya sé que estas sensaciones son pasajeras pero, en ese momento, sentí un enorme placer haciéndole un guiño al destino.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Dali. Las tres pagodas


La etapa en Dali está suponiendo una cierta reconciliación con este pueblo, el chino, tan impenetrable. Los bai son gente más risueña, más abierta, más cálida. Sus rostros reflejan mayor vitalidad y los trajes de colores de las mujeres alegran la vista.
Como cosa curiosa, sin embargo, ésta es la zona en la que más hombres visten aún el traje “mao”.
Buscando las pagodas del templo Chongsheng, vamos caminando despacio por las calles tranquilas y saludamos, al paso, a algunas gentes. En los días que llevamos aquí ya hay quien nos reconoce y hace que nos sintamos como vecinos.
Los marmolistas están con las puertas de sus talleres abiertas y, los chiquillos, dándole tiempo a la mañana hasta ver que se les ocurre hacer.
Solamente tenemos que dirigirnos hacia donde las montañas nos señalan, ellas nos van guiando hacia las pagodas, aunque, de vez en cuando, las nubes nos las esconden.


Diviso las pagodas, llego a ellas, las toco, me siento a disfrutarlas. Nada tienen que ver con las otras pagodas que hemos visitado, excepto en Xian, ninguna se les parece.
Entablo conversación con una pareja de turistas chinos, tienen tres niñas y charlamos sobre si ese hecho es algo extraño (tener tres niñas), me dicen que no, que hay mucha más permisividad al respecto de lo que se cuenta y que, ellos, campesinos, siempre han desobedecido un poco la orden del hijo único, de hecho, siempre se les permitió tener dos, si el primero era niña.



Antes, este lugar, fue un templo budista, ahora en desuso, pagodas inclinadas, de pisos pares... se empezaron a construir alrededor del siglo IX. A un lado, el hermoso lago, al otro, las montañas Cangshan. Quizás mañana los muchachos se animen a subir y pueda yo comprobar si son cómodas mis botas nuevas.




Los compañeros se deciden a buscar el lugar desde el que poder hacer la foto que sale en todas las postales, una exclusiva foto en la que las tres pagodas se reflejan en el lago y, por mi parte, consigo convencerles de que me eximan de la búsqueda. Me quedaré quietecita en el parque y les esperaré sin moverme de allí.

Allá que se van, escalando muros y perdiéndose en los caminos, mientras yo me quedo a jugar con los chiquillos que voy encontrando, que no paran de darme explicaciones y hacer preguntas.


Sus zapatillas de colores, sus vestidos de princesitas, sus risas, sus ganas de que les haga fotos, me animan a seguirles y acertamos con un juego que todos conocemos: el escondite.



Luego, se emocionan registrando mi mochila y, cuando ya lo han visto todo, nos sentamos a enseñarnos otros juegos. Preguntan y preguntan, sé que preguntan porque todo lo que dicen termina con el "sham-má".
Me decido a contarles una historia, repitiendo mucho las frases, las repiten conmigo y parecen divertirse. Me asombra la atención que ponen, hasta creo que me han entendido. Cierto que gesticulo mucho pero, ni así parece posible... serán imaginaciones mías. Yá (pato), lián (amar), chóu (triste), chéng (destierro) y yué (feliz), son todas las palabras chinas que conozco (seguramente mal dichas y peor acentuadas) para contarles el cuento del patito feo. Ni siquiera sé como se dice cisne... ¿solución? Hacer el pato y estirar el cuello, no tengo claro que lo entendieran pero es seguro que se rieron y mucho. De cualquier forma, el encanto del momento no tiene precio.

 

Vuelven los chicos, con su trofeo, han conseguido la foto perfecta, la que es igual que la de las postales y se han divertido en la búsqueda (y discutido también con el asunto de quién llevaba razón en el camino a seguir).
Y me toca despedirme de los nuevos amiguitos que cantan el estribillo de "me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá..."
Perfecta mañana de recepción de un hermoso regalo por haber podido olvidar muchas de las cosas que me decían mi abuelito, mi papá y mucha gente más... me voy pensando yo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Dali. El mercado

Una camioneta nos lleva hasta el puerto y allí tomamos un barquito que, en una hora y media, nos pondrá en la otra orilla del lago, para ver el mercado de los martes, un mercado tradicional, donde los lugareños venden e intercambian sus productos.


No es un lago cualquiera este lago Erhai de Dali. Grande, mucho, casi parece un mar, unos doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de extensión; a él van a parar tres ríos y está poblado de multitud de pequeñas islas.


Ya en el puerto, mientas esperamos que el nuestro se ponga en marcha, otro barco acaba de atracar cargado de piedras y hombres y mujeres las van descargando, transportándolas en unos enormes cestos que cuelgan desde la frente. Duro trabajo, pero las mujeres no se amilanan ante el peso y le piden al "capataz" que se los llene más, puede que para terminar antes y llegar pronto a casa para hacer otros trabajos.
El barco que nos transporta sólo lleva turistas, en su mayor parte alemanes. Conocemos allí a un hombre que vive en China desde hace veinte años, por esas cosas raras del amor, su mujer, china, y sus hijos le acompañan. Nos habla de su experiencia por estas tierras, gratificante y feliz, nos dice, trabaja como profesor y no tiene ninguna intención de volver a su país de origen, Inglaterra.


Nos encontramos ante un mercado casi medieval, lleno de color, de ruido, de olores. Mujeres, hombres, caballos, gallinas, cerdos, patos, verduras, frutas, carnes... forman un cuadro multicolor, muy ruidoso, sobre todo cuando algún vendedor consigue un buen precio por el animal que subasta. Hacen sonar un cuerno y llaman nuestra atención continuamente.


Hace mucho calor y nos compramos una torta de maíz y unas frutas para comer. Todos están cocinando, en sus puestos, pero es su comida, no está a la venta todo lo que nos apetece. Y es que huele a comida de fiesta.
A la vista de esta turista blanca del norte éstas parecen vidas duras, escasas en descanso, sin comodidades, pero los personajes son tranquilos y pacíficos y sonríen, sonríen mucho más. Han venido desde los pueblos de alrededor, seguramente aún de noche y no todos en camionetas, hay quien se ha hecho muchos kilómetros caminando, cargando con su mercancía.


El mercado nos alegra la vista con sus colores y vamos, de puesto en puesto, buscando los productos conocidos y preguntando por los desconocidos. Las mujeres cargan con el típico cesto a sus espaldas, los hombres pasean y negocian. Se venden cerdos, frutas, verduras, patatas, carne. Quien ha vendido algo puede comprar de lo que no tiene. Estamos muy atentos a la subasta de una camada de cerditos que es, hoy, la novedad del mercado.
Es algo parecido a su día de fiesta, ven a los que viven en otras aldeas, consiguen algún dinero, colocan el excedente agrícola, enseñan a sus hijos nuevos, se cuentan los últimos cotilleos...


De vuelta al hotel, un poco de descanso para hacer un paseo y callejear, buscando el lugar en el que nos den un buen pescado para la cena.
Los pintores ocupan toda la entrada, ahí están, con sus técnicas milenarias, dibujando en sus telas de seda, con tinta, las flores del jardín.
He conseguido que alguien descuelgue el teléfono en casa. La corta conversación consigue que la cabeza se me llene de canciones de Chavela Vargas... ¡Que me sirvan otro vaso y muchos más!
De té, para mí sólo hay té... si me gustara la cerveza...
Me saca de mi estado de mujer despechada la conversación de los muchachos sobre el adiestramiento de los cormoranes para la pesca que, por lo visto, se practica en este lago. Y me hacen reír las mujeres que venden por la calle y que me colocan unos adornos en el pelo que se sujetan enrollando en ellos un mechón y, también la discusión, simpática, con un limpiabotas, el primero que vemos, fastidiado porque ninguno de nosotros lleva zapatos que poder limpiar.
Y hasta me asombro de que el compañero fogoso, que comparte habitación conmigo, no entiende la razón por la que a él no le llaman para ofrecerle un masaje y a los otros sí.
La noche es agradable, incluso fresquita, la música de los comercios sigue sonando y mañana iremos a ver las tres pagodas.

Exprésate completamente; después guarda silencio. Sé como las fuerzas de la naturaleza: cuando sopla el viento sólo hay viento; cuando llueve, sólo hay lluvia; cuando pasan las nubes, brilla el sol.
Lao Tzu.

Este librito sirve para todo y "el que no se consuela es porque no quiere", también.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Camino de Dali

Madrugón, una vez más, para tomar el autobús que nos lleve hasta Dali.
Al final, el tal “slipper” no sale hasta las diez de la mañana, tres horas después de lo acordado. Las mochilas empiezan a pesar como si estuvieran cargadas de piedras, aunque los libros ya leídos se han ido quedando atrás, junto con vaqueros rotos y algún que otro calzado inservible de tanto mojarse.

Es indescriptible el vehículo. Un enorme autobús de dos pisos, cuyas plazas consisten en unas cochambrosas literas en las que tienes que ir tumbada por fuerza sobre unos trapos mugrientos y siempre con el riesgo de que cualquier inmundicia te caiga encima. La costumbre de escupir parece ser una tradición de todas las provincias de China.
Dudamos si elegir arriba o abajo pero al final decidimos que será abajo, con el riesgo que supone, pero es que la distancia entre la cama y el techo en las de arriba no es suficiente ni para mi corta estatura, en ellas, los chicos, no podrían moverse.

Curiosamente el billete dice “slipper luxury”, hay que reírse a la fuerza, es, con diferencia, el peor transporte utilizado, pero el único que nos lleva directos a Dali, el tren nos obligaría a hacer demasiados trasbordos.
Tan solo yo puedo sentarme, al estilo "meditando voy", los muchachos se dan unos golpes de cuidado con los hierros del camastro superior, en cuanto se descuidan a la hora de revolverse, uno de ellos sale herido del último coscorrón, con sangre y todo, así que el hacer el concurso de "a ver quien sale más limpio de la aventura" que intento proponer, no cuela, bastante tienen con mantener la compostura.
A pesar de las nueve horas que dura el viaje, de la incómoda postura, de tener que sortear todo lo que los vecinos de arriba nos tiran (me han puesto perdida con las pieles de las frutas que van comiendo) y de la conducción temeraria, el paisaje permite ser disfrutado. Por supuesto, mientras me como unas naranjas, buenísimas, que le he pedido al lanzador de basura del piso superior y que él me ha dado con mucha gracia y mucha sonrisa, que siempre se agradece.
Grandioso, impresionante: lagos, montañas, pueblos, campos... Las terrazas artificiales sembradas de arroz asemejan pinturas impresionistas. Todo es tan inmenso que no caben las comparaciones, cualquier otro accidente geográfico visto antes, en otra parte, me parece ahora diminuto.
Se hace un alto en el camino para la comida pero ni siquiera mis mosqueteros son capaces de comer en el lugar elegido por la compañía de transportes, alguno se atreve a ir al lugar destinado a lavabo y sale de allí completamente pálido. Le preguntamos y sólo contesta... dejadme...dejadme.


En este pequeño lugar, donde el autobús se detiene, como en otros vistos antes, a la entrada, en un lugar resguardado por un techo de paja, hay una enorme pizarra con signos escritos.
Primero pensé que serían anuncios de venta de productos, pero no veo números (los números chinos sí que me los sé, no así las letras-signos). No tengo ni idea de si se trata de algún tipo de “escuela”. Me imagino que puede venir, de vez en cuando, algún maestro y enseñar a todos algo, utilizando esta pizarra.
También puede ser un lugar en el que vayan poniendo las noticias... Digo que esto ha de ser el dazibao auténtico, anterior al impreso en papel que vemos en las paradas de los autobuses, pero los chicos no me dan la razón en mi elucubración. Siempre me quedaré con la duda, ninguno de los lugareños se anima a intentar explicármelo, son aún más huidizos, si cabe. Ni siquiera me contestan, sólo miran.
Me dirijo a otro grupo de gente que está sacando del maletero del autobús unos sacos cargados con algo que se mueve dentro para preguntar más preguntas, pero tampoco obtengo respuestas. Creo que están transportando animales de forma clandestina pero... a saber.
Nos queda la contemplación del paisaje, del valle que hay frente a los edificios mal construidos... eso, eso... es un valle, imponente, por lo menos... Y así me quedo hasta que, una hora después, el autobús "luxury" continúa con la ruta.

 

Se empiezan a ver bastantes plantaciones de tabaco y secaderos. Es una zona agrícola de producción abundante y de densidad de población muy baja, atravesamos muchos kilómetros sin ver ningún poblado, tan solo algunas casas aisladas.
En esta provincia de Yunnan y, más aún, en esta zona de Dali, predomina la etnia Bai (que en Chino significa blancura), siempre tratando a lo largo de la historia de zafarse del dominio de los Han, aquí están hoy, parte de la Gran China, luciendo sus vistosos y coloridos vestidos las mujeres, alegres y fuertes.

Los hombres, cosa curiosa, son más guapos o a mi me lo parece, muy altos y de rasgos angulosos y frente muy amplia. Digo que éstos son los personajes de las películas de Zhang Yimou.
Nos alojamos en un buen hotel, barato pero precioso, en una calle comercial y peatonal, llena de tiendecitas de artesanía. Cerca del lago Erhai, muy cerca. Presiento que esta idea de finalizar nuestro paseo juntos por China veraneando en Dali será uno de los aciertos del viaje.