martes, 9 de septiembre de 2014

Las playas de Vagator

Fueron días de estar más que de viajar, en todo caso, mientras estaba, me procuraba cuidados para el catarro del alma y ejercicios para fortalecer los músculos de las emociones, garabateando en el cuaderno mi impresión sobre las miradas que era capaz de hacer a mis entretelas.
Sería la penúltima parada de nuestro periplo indio y el lugar elegido fueron las playas de Vagator, al norte de Goa, un lugar en el que el verdor y el gris se juntaban para hacer una buena combinación con mi estado de ánimo: a veces rabioso, a veces frío y lánguido.
En cuanto llegué a Vagator fui adoptada por un perro famélico que me seguía a todas partes. Era mi compañero en las mañanas mientras leía sentada en la hierba, también en los paseos de las tardes hasta el fuerte, recuerdo en piedra de cuando Portugal era dueña y señora del océano Indico y el almirante Vasco de Gama navegaba hasta aquí desde el Africa occidental en los albores del siglo XVI.
Compartimos algún que otro zumo de coco y, por las noches, se quedaba a dormir a la puerta del albergue, allí me lo encontraba en cuanto amanecía.

La única noche que salí con los compañeros también nos siguió, aunque de lejos, el pulgoso fue nuestro vigilante, el primero que se dio cuenta de que los soldados bajaban con sus linternas en busca de viajeros incautos. Y siguió en la distancia cuando ellos cacheaban preguntando por las "drugs" y mis piernas temblaban al enseñarles mis petacas y tabacos mientras veía una colilla que las olas mecían suavemente y me preguntaba dónde demonios estaría la otra. El perro pulgoso la habría localizado en un santiamén entre los dedos de los pies de la compañera pero ellos, los soldados, prefirieron medirse con el más grande de nosotros... cosas de hombres, supongo.
Guardaba cierta distancia, sabedor quizás de que no estaba el pobre como para que me excediera en caricias, eran muchos los bichos que lo habitaban y, la verdad, no creo que pudiera superar el siguiente invierno.
Le guardaba mi desayuno y nos íbamos bajo los cocoteros, a mirar el mar de Arabia yo, a darse el festín él.
Apenas había gente, ya estábamos en septiembre, los asíduos en aquella playa, que se me antojaba solitaria, eran los soldados que, al verme, reían con ganas diciendo: no drugs, no drugs. No las que buscabais, les decía yo, pero si queréis un whisky… Creo que si hubieran querido, si no les hubieran hecho gracia alguna de nuestras respuestas, posiblemente estaríamos ahora saliendo de la famosa prisión de Goa.
No acostumbro a buscar playas cuando ando de viaje, como no sea para pasearlas de noche, pero agradecí estos días de dejarme seducir por el sonido de las olas, de apenas ver gente, de no tener que hablar con nadie más que con el perro famélico y pulgoso. Me despedí de él como quien se despide, para siempre, de un amor importante y aún le busco cada vez que algún otro perrillo se me acerca.

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domingo, 31 de agosto de 2014

¿Dónde estás?


Esta mañana mi imaginación quería salir de viaje y lo hizo, como ella puede hacerlo, recordando antiguos paseos. Estaba un tanto dispersa en principio y se iba de un lugar a otro sin detenerse mucho en ninguno.
Instalada en un hotel barato pero céntrico, cada mañana, con el café, ante mis ojos se mostraba el ‘pastelito’ diseñado por Giuseppe Saconi en memoria de Vittorio Emanuele II, tan enorme, tan resplandeciente, tan imposible de eludir a pesar de la gran vitalidad de la plaza.

A pocos pasos de allí, la famosa Piazza di Spagna, con su fuente, sus escaleras, muy lejana la visión de la que nos enseñó Willyam Wyler ni aunque fueras por allí a las tres de la madrugada y cuyo aspecto, siempre atiborrado de turistas sentados en las escaleras, invitaba a salir corriendo hacia otra parte.

Caminar de plaza en plaza hasta que los pies pedían descanso, normalmente en alguna otra, bien afamada ella, como la de Campo de’ Fiori donde tampoco podías encontrar los retratos de Mario Bonnard, ni a la gran Anna Magnani como en la película que lleva su título, pero donde se alzaba, imponente, la estatua de Giordano Bruno, quemado allí, en la hoguera, por pensar y decir lo que pensaba.

Y, como en todas las plazas, la gente, los turistas, los visitantes, los pintores de calle. Los vecinos asomándose a las ventanas para entretenerse con el paisanaje.


Alguna vez, en el callejeo, escuchas músicas de otros lugares, sonidos diferentes a los que suenan en los restaurantes para amenizar la velada del turista, los músicos parecen esconderse, son músicos rumanos que intentan sobrevivir como pueden.


Al atardecer, pasear a orillas del Tíber, atravesarlo por cualquiera de sus hermosos puentes y buscar en ese barrio del Oeste, el Trastévere, algún lugar para cenar, también bien llenito de gente pero en el que aún puedes encontrar algún que otro rincón solitario.


Cambiar la vista de piedras y más piedras, cargadas de historia, pero piedras, por una pintada (que no la hice yo, pero me habría gustado hacer). Por vehículos que parecen traídos de años atrás y a los que escuchas decir: yo también quiero una foto.
La pedían tan bien pedida, que casi me traje de aquel paseo más fotos de vehículos que de piedras e iglesias. Con motor o a pedales, de antes...

o de ahora y es que, moverse por Roma ha de ser muy difícil si eres romano.

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lunes, 3 de septiembre de 2012

La vuelta al cole

Atendiendo a las diversas peticiones, salgo por peteneras, para seguir con mi tónica habitual... por lo menos en algo.
Es que veo mucha tele, es mi deporte favorito en los últimos meses, el cambiar la cabeza de un lado a otro del sofá cuando se me carga el cuello de un lado y tragarme todas las pelis en blanco y negro que puedo digerir. Y en la tele hablan de la vuelta al cole, de la subida del iva, del precio del material y, como lo uno lleva a lo otro, recordé que en mi último viaje a Asturias fuimos a ver nuestra antigua escuela.

Nos gusta recordar aquella época a los hermanos cuando nos juntamos, que son mis hermanos, Mariano, no son mis compas de pupitre pero como el dinero no alcanzaba para foto individual nos hicieron esa vieja foto a los tres juntos aunque estábamos en diferentes clases. Creo que es la última de las fotos en la que todavía soy la más alta.

Aquellas vueltas al cole, que se llamaba escuela, no tenían tanto gasto, la enciclopedia Álvarez iba pasando de unos a otros. Primero se usaba una pizarra y un pizarrín, luego pasabas al uso de la libreta y el lápiz, la pluma y el plumín, la tinta la ponía el maestro y en el pupitre había un tintero con tinta roja y otro con tinta negra. ¡Menuda se armaba cuando se volcaba!

Había algunos compas, algo más pudientes, que tenían el aparato para afilar los lápices, que ni siquiera ahora sé cómo se llama, lo llamábamos tajador, pero no está en el diccionario.


No había en mi casa y los lápices se afilaban directamente con la navaja. Tampoco había goma de borrar y había que apañarse borrando ‘a dedo’: se mojaba un poco el dedo con saliva y se pasaba por el papel. Había que tener mucha maña porque se corría el riesgo de hacer un agujero y luego te las tenías que ingeniar para incluir en la redacción o problema de matemáticas un dibujito que lo disimulara.
Tres maestros y tres maestras atendían a todos los críos de la parroquia, más de treinta por clase seguro, aunque no tengo los datos. Nuestro patio para los juegos del recreo era la mismísima carretera para los juegos tranquilos, para las burradas teníamos el reguero que corría y sigue corriendo por abajo. Allí se podía jugar a Tarzán hasta terminar en el agua.

Ese viejo edificio de piedra ha sido testigo de nuestra infancia llena de aventuras y desventuras. Sentimos lástima al verlo ahora, abandonado a su suerte, solo, con la hierba creciendo en la puerta por la que entraban los pequeños, por la que yo misma entré para asistir a mi primera clase con Doña Beatriz.
Medimos y volvemos a medir las distancias que ahora nos parecen minúsculas y antes eran todo un mundo. Recordamos la leche en polvo que nos daban por las mañanas (cosas de los americanos, creo, que nos querían alimentar mejor), recordamos el cucurucho con castañas que llevábamos en otoño. Podemos pasar horas hablando de la escuela. Nos reímos porque Maxi, el pequeño, se resistía a utilizar la bolsa de tela que mi madre nos hacía para llevar lo que ahora se llamaría material escolar y la rompía un día tras otro.

Y ya me he perdido, amigos, porque la idea que tenía en la cabeza era el hablar de tanto cachivache innecesario, de tantas necesidades que nos ha creado esta sociedad de mercado, de lo absurdo de dejar que los edificios se mueran solos, gastando tontamente en hacer otros de plástico, como la nueva escuela que ni la fotografié de lo fea que es y lo vieja que está, pero me he ido por los cerros como suelo hacer y ello sin nombrar la época en la que nos trajeron la tele y los más relistos teníamos la oportunidad de ver los programas del Félix de la Fuente, niños y niñas juntos para luego lucirnos con la consabida redacción sobre el águila o lo que se hubiera terciado. Así que, corto y cierro con la ‘afoto’ de los tres mosqueteros cuarenta y tantos años después para que se vea que no todo empeora con los años, porque mis chicos están cada año más guapos.


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jueves, 15 de julio de 2010

De picnic en el Zayandeh Rud

El Zayandeh Rud viene desde los montes Zagros y es algo asi como el "río de la vida" del centro del país.
A su paso por Isfahan es cruzado por hermosos puentes, algunos de época safávida (S. XVI) y el gran parque Nayvan, con sus más de 1.200 hectáreas, le hace compañía en ambas orillas.

En el puente Shahrestan, el más antiguo, la sonoridad de las arcadas lleva a los hombres a sentarse a su sombra y cantar sus canciones de siempre.





Era el día grande del nowruz (día nuevo), la fiesta de la primavera, que hunde sus raíces en la cultura zoroástrica. Parece ser que ya los aqueménidas (S. VI a. C.) la celebraban y que el lugar, la casa, elegida para la celebración era Persépolis, algunas tallas en la piedra que han sobrevivido a la destrucción, así lo atestiguan.
El ritual de la fiesta del nowruz, tal y como se celebra hoy en día, proviene de la época sasánida (S. III d.C.), todo un festival que comienza diez días antes del nowruz y que llaman Suri. En Irán aún se mantiene como la gran fiesta anual, por encima de las otras dos celebraciones musulmanas chiítas importantes: el ramadán y la ashura.
El saltar sobre el fuego, los baños, las visitas a la familia, las mejores comidas, el preparar todos los tipos de panes... Una fiesta de la vida, que tiene, a mi entender, muchas similitudes con nuestro “San Juan”.



La tradición manda que ese día nadie debe estar en su casa, de buena mañana ya se podía ver el movimiento de coches portando guirnaldas de flores y familias caminando hacia el río, cargadas con sus alfombras y sus cestos de comida.


Gente iraní y turistas (Yahangar). Caballos, barcos y bicicletas, afganos, armenios, kurdos, lors, baluchs, bakhtyaris, una fiesta para el olfato, para el oído, para la vista, todos en la calle, celebrando el día grande, comiendo en el parque, poniendo sus tiendas de campaña en cualquier acera.
Fue un placer sentarse en las escaleras, contemplar, escuchar el sonido del agua y contenerse, mucho, las ganas de acercarse a la orilla, porque la policía vigila de cerca y no permiten mojarse los pies, no a las mujeres, a menos que vayan acompañadas de su marido. Pero, a esas alturas del viaje, ya estaba asumido y no me causó ningún disgusto especial.
Parejas de muchachos pasean en este ambiente festivo y liberal, relajados y menos discretos. A falta de baño, dedicarse a distinguir a las furtivas parejas me resultó entretenido.

Algún que otro joven, menos discreto aún, que ellos y que yo, pretende entrar al parque con su motocicleta pero inmediatamente es obligado a dar media vuelta. La presencia policial, en zonas de aglomeración es fuerte. Aunque no los hayas visto, escuchas a alguien decir algo parecido a "moro-moro" e inmediatamente, ejército y policía se hacen visibles.
Mucho sol y poco espacio libre, así que extiendo mi manta (sisada a la compañía aérea) y me dedico a observar a mis vecinos. Esta vez no sucederá como en Yazd, que cuando Gara Ala regresó con la comida, mi manta ya estaba repleta de todo tipo de panes, frutas y carne. El lugar escogido es el dominio de los afganos, más pobres, que ofrecen lo que tienen, sus sonrisas y los juegos de los niños.


Al terminar el ágape, la comida sobrante se recoge cuidadosamente, se guarda en las bolsas y se deja al lado de un arbusto cercano. No está bien visto dar lo que te sobra directamente pero, antes de que hayamos salido del parque, la bolsa ya habrá sido recogida.

El río seguirá lleno de gente, celebrando su fiesta hasta la noche, pero yo he convencido a Gara Alá para que me enseñe, en los jardines, la flor de la adormidera.

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viernes, 9 de julio de 2010

Saramago: esa dulce mirada portuguesa

Su nombre me llegó en la primavera de 1974, “O 25 de Abril”. Era entonces sólo un nombre:José Saramago que, sin aparecer en los libros de literatura, se empezó a escuchar en el aula de sexto de bachillerato del nocturno y en las reuniones clandestinas del sindicato en la fábrica de mis mañanas. Vino con la música de “Grândola, Vila Morena”, con José Afonso y un puñado de nombres más.


Y la mirada se desvió desde otra primavera, la del París del 68, de la que me hablaban los mayores hasta esta, la primavera vecina, la de la hermana Portugal, trayendo consigo nuevos paisajes de la mano de aquella ilusión, tímida, que te contagiaban, desde tan cerca, los que habían puesto punto final a la larga dictadura salazarista en una revolución en la que, dicen, se contaron cuatro muertos.

Y con él llegaron Lisboa, Porto, Coimbra, Evora, Obidos, Sintra y tantos lugares hermosos, ya fueran de mar, de montes, de plazas o de cantinas.


Aunque con el correr de los años mis ideas tomaron otros senderos, que no siempre han coincidido con las manifestaciones públicas de Saramago (al fin y al cabo, tampoco he estado siempre de acuerdo con las propias), ese portugués de mirada suave, de voz pausada, ese hombre sabio de muchas sabidurías, humilde y tierno, tiene un lugar en mi corazón y le pone nombre a muchas miradas de hombres portugueses, las miradas de hombres más dulces y limpias con las que se encontró la mía.


Memorial del convento, Levantado del suelo, La balsa de piedra, El hombre duplicado, La caverna, Todos los nombres o Viaje a Portugal... son algunos de los hijos de Don José con los que compartí mis viajes por su hermosísimo país.
Su forma de narrar, de exponer, de enseñarnos su alma, de hacer conversar a sus personajes, todo seguido, sin guiones, su sabiduría plasmada en cada párrafo, hizo que sus libros fueran siempre “libros para días de fiesta”, pasillos por los caminar despacio, saboreando los momentos, parando, reflexionando, hilando…


Hoy se me fue la vista hacia un párrafo (de La caverna) en el que Marta conversa con su padre, Cipriano Algor, de corrido, como a Saramago le gusta hacer hablar a sus personajes:
“…No hable de la muerte, padre. Mientras estamos vivos es cuando podemos hablar de la muerte, no después. Cipriano Algor se sirvió un poco más de vino…”
Saramago nos habló de la muerte y mucho, no solamente en “Las intermitencias de la muerte”… “son las sorpresas que la muerte le da a la vida” no se cumplió en su caso y la muerte le vino sin sorpresa, despacio, mirándole serena y dulce, como me parece que solamente puede mirar una muerte portuguesa.


Siempre cerca, siempre maestro, siempre amigo, hasta que la muerte venga hasta aquí, a darme una sorpresa o, quizás también, a mirarme dulcemente, con el preciado legado que son sus libros y su vida honesta acompañándome en el camino.

Más miradas en los enlaces a continuación:

El que calla, muere y dice, de Lisi Prada
Saramago el humano, el escritor, de Trasindependiente
Saramago, blogger de Blas F. Tomé
Saramago creía en Obama, de Jaime García
La Iberia de Saramago, de Encarna Hernández
Saramago de Fernando María
Saramago i la ciutadania lúcida. de Enric Senabre
Saramago, maestro de la literatura, de Cástor Olcoz
Saramago y la Unión Ibérica, de Emilio Fuentes
Saramago: compromiso y Literatura, de Carmen Guarddón
'Pilar?, de Fernando Solera
A Saramago, Psiquiatra de familia
Saramago y el derecho a la rebelión, de Merhum
José Saramago como Blogger de ciudadanomorante.eu
La traducción de Europa según Saramago, de Alejandro Palomino
Saramago, de Arco
Obrigado Saramago de Pilar
Mi padre y José Saramago de Bernardo Ramos
José Saramago y sus libros: el viaje del elefante de Justindelba
Azinhaga, el Pueblo de Saramago, de Paco Nadal
La insoportable soledad, de Modesto Vega

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domingo, 4 de julio de 2010

El housseinieh de Yazd


Impresionaba colocarse debajo de aquel artefacto, gigantesco, enorme. Por la mente empezaban a desfilar las imágenes vistas en la televisión, aquellas multitudes de hombres, dándose golpes, sangrando, en esa especie de catarsis colectiva del rito que recuerda la batalla que supuso la división de los musulmanes entre chiítas y sunnitas.

Situado en una plaza tranquila, al lado de la mezquita del viernes, que al atardecer se llenaba de gente, de mujeres cargadas con sus criaturas, que paseaban, que se acercaban a preguntar, el "Housseinieh" llamaba mi atención de forma poderosa, me sentaba a su sombra tratando de entender como se podían convertir aquellas personas, amables y sonrientes en la multitud sangrante de la Ashura, pero no lo conseguí ni pensando en los ritos de nuestra Semana Santa, que también tienen lo suyo.
Sigue siendo inspiración, trece siglos después, para las distintas luchas político-religiosas, como la que en Irán derrocó a la dinastía Pahlavi y aún siendo origen de la gran división musulmana, también es respetado por sunníes y sufíes puesto que es indiscutible su pertenencia a la "casa de Mahoma" incluso, tras el derrocamiento de Sadam Husein, su tumba, en Karbala (Irak), ha vuelto a ser lugar de peregrinación.
El recuerdo de los sangrientos sucesos del año pasado en Irán durante la celebración del Muharram unidos a la impresión de aquella especie de potro de torturas y el que ya tengo claro que lo de religiones y santos no son lo mío, me llevaron a cerrar el día buscando otro paisaje más leve.

A falta de un buen bar, en la tetería, exclusivamente para hombres, tuvieron a bien dejar a la visitante entrar, sentarse en la alfombra, mirar y fotografiar mientras se fumaba su pipa de la paz y aprendía el gesto de pasarla, doblada, sin tocar la boquilla y agradecer con un toque en el dorso de la mano del vecino cuando él se la pasaba, todo un arte, si señor.
Pero ni allí pude olvidarme del mártir puesto que su imagen lucía en varias de las estampas que decoraban el local.
Una niña afgana entró, pidió un plato en la barra y pasó pidiendo limosna, fue la única vez que ví a alguien pedir. “Es porque es afgana”, decían los contertulios. Nadie sabe a ciencia cierta cuantos son, dicen que más de un millón de refugiados afganos están ahora mismo en Irán, son fáciles de distinguir por sus ropas y por sus ojos rasgados.
Mucha razón lleva Doris Lessing cuando dice que son gente realmente hermosa, en su libro “El viento se llevará nuestras palabras”.
Me contaron y también lo puede ver en algunos sucesos callejeros que su integración no está siendo nada fácil y no solamente por las diferencias religiosas sino por la difícil situación económica que está viviendo el país.
Todos fueron generosos con ella y la niña recogió un buen botín esa noche.


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viernes, 25 de junio de 2010

Nain, en la provincia de Isfahan

Los restos de la antigua fortaleza, de época sasánida, te reciben cuando entras en Nain, desde allí te puedes embelesar un buen rato contemplando la ciudad y cuanto más te embeleses, mejor, porque la zona nueva te dejará muy mal sabor de boca, con sus cuatro sitios de comida rápida y sus hombres-anuncio, disfrazados como si de un parque de atracciones se tratara.

Nain, sin embargo, sabe a desierto, situada en el centro del país, alejada de las zonas montañosas que aportan el agua a las grandes ciudades, se va despoblando poco a poco
 Sentí tristeza al caminar por su mercado, una larga nave porticada en la que todas las ventanas estaban cerradas, apenas un par de sus viejos comerciantes continúan con ellas abiertas: un zapatero y un hornero.
Sentí tristeza al caminar por su mercado, una larga nave porticada en la que todas las ventanas estaban cerradas, apenas un par de sus viejos comerciantes continúan con ellas abiertas: un zapatero y un hornero.
A pesar de contar con una de las mezquitas más antiguas de Irán, del siglo VIII, con un solo alminar y un trabajo del yeso para perderse durante toda una semana descifrando lo escrito en los muros, de haber sido un centro de producción de alfombras de gran prestigio, ahora ya se cuentan con los dedos de una mano las casas que siguen trabajando allí ese oficio de mujeres y niños, de gentes de manos pequeñas, y, la ciudad, pierde población de manera continua.

Escandalosos muchachos iban y venían con sus motos y entendí la razón de la prohibición de motocicletas de más de 125, toda su ansia, toda su fuerza la tenían puesta en el ruido y las piruetas. Supongo que era una broma pero no me hizo gracia y alguno se llevó un buen “mochilazo”.
Después del paseo que no puedo dar por mal aprovechado porque topé con un vendedor de tabaco que me dijo que no existía ningún colectivo de mujeres que cultivaran tabaco en el Caspio, ni en todo Irán tampoco, y que me proveyó de todas las marcas existentes (con lo que dejé de ir preguntando la pregunta allá por donde iba), volví de nuevo a las afueras, a conversar un rato con ese trocito de desierto que se me aparecía de la misma forma en la que lo conocí por primera vez y a decirle que me sigue enamorando y emocionando cuando lo percibo cerca.

Luego, me dejé perder por las calles retorcidas y encontré un hammam, del que las mujeres que lo ocupaban me echaron a cajas destempladas, pero que también me alegró los ojos porque pude ver que no todas eran bellas y perfectas.
Y volví a buscar el silencio, la sombra y el aire fresco en el edificio de la mezquita más antigua de Irán y a soñar con que la pluralidad de voces, que en su día debieron alzarse desde esa tarima, volvían a escucharse.

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sábado, 19 de junio de 2010

Shiraz desde la madraza

Me sentía cómoda aquella tarde mientras paseaba por las callejuelas estrechas y polvorientas, silenciosas como un pueblo de Castilla a la hora de la siesta. No eran capaces de importunarme ni los recuerdos de lo perdido ayer ni la inquietud por lo que pudiera encontrar mañana.
-“No te sabes entera” me contestaba a la pregunta hecha un instante antes.
-“Y de mi es de lo que más sé” me volvía a replicar.
En esas andaba, cuando me di cuenta de que ese "saberme a medias" no era un pensamiento que me desagradara, aunque se me apoderó del alma, o lo que sea que no es el cuerpo, una emoción extraña, contradictoria, que resolví encendiendo un cigarrillo y dándome un abrazo, que, para eso, la madre naturaleza me ha dotado de una elasticidad envidiable.


Resuelta la discusión, entré en la madraza. Después de pegar la hebra un poco con el estudiante que me leyó unos párrafos del Corán (no sé de lo que iban pero le supe contestar con la frase que le quitó a su rostro la seriedad, algo semejante a lo que dicen en misa: “bendito y alabado sea el señor”)… me dejé invadir por el "no saberme", le hice sitio y le permití que se apoderara del cuerpo que por allí se andaba paseando. Y, vacía de todo, me dispuse a mirar.
Me embriagué con los jardines silenciosos, con las flores, con las tres o cuatro mujeres que reposaban en los bancos y que emanaban paz. Se me encendió la mirada ante las filigranas de los azulejos, los artesonados de los ventanales, los colores, la hechura del edificio. Arrinconé lo poco aprendido sobre geografía, sobre arte, sobre historia, sobre culturas y paseé, simplemente, paseé.

Hasta las pintadas de los estudiantes, en las paredes de las aulas, ahora vacías, me hablaban de amores, de los amores de muchachos que algún día serán, posiblemente, esos terribles mulahs, pero que, de momento , únicamente son eso, muchachos enamorados.



Trepé, con permiso del guarda, al terrado y, desde allí, se me ofreció una de las mejores vistas de la ciudad, de una zona antigua que pensé que, en su mayor parte, ha debido estar ahí, así, desde siempre, y, por fin, la Persia de Avicena me tocó el corazón.
Hasta me pareció escucharle dolerse por la desaparición del vino de Shiraz.

Empecé estas líneas con la idea de contar que Shiraz fue, en tiempos, capital de Persia, que está en la ladera de los montes Zagros, que es conocida como la ciudad del vino, la poesía, las luciérnagas, las rosas. También quería hablaros del gran poeta Saadi, pero mejor lo dejo para otro momento y así, de paso, quizás también podré contar algo de aquella noche feliz en su jardín.

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lunes, 14 de junio de 2010

La mesa de...

La pongo de lejos, para que no se vea la guarrería, pero... es que no tengo una mesa, tengo las tres que se ven ahí y otras tres detrás, por esas cosas raras de la vida.
El lugar desde que el que escribo, cuando no lo hago en el cuaderno (abajo hay otras... no sé cuantas) era en sus tiempos un "andar"(andana en valencià), utilizado para cultivar la seda. En la rehabilitación del caserón pusimos en él la biblioteca, abrimos nuevos balcones y le dimos salida a la plaza y la terraza, nada más que ochenta metros tiene, así que ¿qué hay en ella? Quien quiera que venga y busque, hasta colecciones de cromos antiguas hay, porque antes que yo, vivió aquí un pintor que era el que hacía los dibujos para los álbumes "Maga", libros, cachivaches… “titos” decía alguien muy querido.
¡Esto es un museo! dicen las amigas. Esto es un matapersonas, digo yo, pero en casi siete años de vivir aquí sola, me he convertido en una especie de "solterón perfecto", todo manga por hombro y bien revuelto, con tanta mesa puedo dejar papeles, apuntes y vajilla...desperdigado por encima y aún así... para encontrar el móvil, tengo que llamarme desde el fijo.
Lo siento, chicas, pero es a lo que llego, así y todo creo que da una idea ¿no? Vale, una de un poco más cerca, ahora recojo las tazas del desayuno y que conste que el whisky es para la noche...
Y, algo que nunca falta a mi lado: Nel, que se asoma para saludar.