sábado, 19 de junio de 2010

Shiraz desde la madraza

Me sentía cómoda aquella tarde mientras paseaba por las callejuelas estrechas y polvorientas, silenciosas como un pueblo de Castilla a la hora de la siesta. No eran capaces de importunarme ni los recuerdos de lo perdido ayer ni la inquietud por lo que pudiera encontrar mañana.
-“No te sabes entera” me contestaba a la pregunta hecha un instante antes.
-“Y de mi es de lo que más sé” me volvía a replicar.
En esas andaba, cuando me di cuenta de que ese "saberme a medias" no era un pensamiento que me desagradara, aunque se me apoderó del alma, o lo que sea que no es el cuerpo, una emoción extraña, contradictoria, que resolví encendiendo un cigarrillo y dándome un abrazo, que, para eso, la madre naturaleza me ha dotado de una elasticidad envidiable.


Resuelta la discusión, entré en la madraza. Después de pegar la hebra un poco con el estudiante que me leyó unos párrafos del Corán (no sé de lo que iban pero le supe contestar con la frase que le quitó a su rostro la seriedad, algo semejante a lo que dicen en misa: “bendito y alabado sea el señor”)… me dejé invadir por el "no saberme", le hice sitio y le permití que se apoderara del cuerpo que por allí se andaba paseando. Y, vacía de todo, me dispuse a mirar.
Me embriagué con los jardines silenciosos, con las flores, con las tres o cuatro mujeres que reposaban en los bancos y que emanaban paz. Se me encendió la mirada ante las filigranas de los azulejos, los artesonados de los ventanales, los colores, la hechura del edificio. Arrinconé lo poco aprendido sobre geografía, sobre arte, sobre historia, sobre culturas y paseé, simplemente, paseé.

Hasta las pintadas de los estudiantes, en las paredes de las aulas, ahora vacías, me hablaban de amores, de los amores de muchachos que algún día serán, posiblemente, esos terribles mulahs, pero que, de momento , únicamente son eso, muchachos enamorados.



Trepé, con permiso del guarda, al terrado y, desde allí, se me ofreció una de las mejores vistas de la ciudad, de una zona antigua que pensé que, en su mayor parte, ha debido estar ahí, así, desde siempre, y, por fin, la Persia de Avicena me tocó el corazón.
Hasta me pareció escucharle dolerse por la desaparición del vino de Shiraz.

Empecé estas líneas con la idea de contar que Shiraz fue, en tiempos, capital de Persia, que está en la ladera de los montes Zagros, que es conocida como la ciudad del vino, la poesía, las luciérnagas, las rosas. También quería hablaros del gran poeta Saadi, pero mejor lo dejo para otro momento y así, de paso, quizás también podré contar algo de aquella noche feliz en su jardín.

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