Me miraba por el rabillo del ojo, trataba de disimular sacudiendo su velo pero estaba claro que mi atuendo no era el más adecuado para la mujer del plumero.
Bien me advirtió Gara Ala a la entrada: quítate esa flor Yanna, así me llamaba, se supone que es la traducción al persa de mi nombre.
-¿Quitarme la flor regalada por un bakhtiari? Ni lo sueñes, me pondré el chador, como mandan las mujeres negras, pero la flor no me la quito.
Hubo suerte en la Mezquita del Viernes de Yazd, el chador que te plantaban encima, a la entrada, aquellas guardianas de las buenas costumbres que rebauticé como “catequistas-cucaracha” no olía como los anteriores, tampoco era negro, era una especie de sábana rasposa de un color que en su día debió ser blanco y con pequeñas florecillas.
Pero se me caía continuamente, para evitarlo había que ocupar ambas manos en sujetarlo y de aquellas trazas no se podía hacer absolutamente nada.
Cuando me lo contaron pensé que se trataba de una broma, pero no, ahí estaba ella, con su plumero de colores, dando plumerazos a diestro y siniestro en cuanto alguna mujer enseñaba un mechón de pelo.
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