Hay cosas que nunca se olvidan y, ciertamente, no me olvido de la cara del Profesor de aquella asignatura de urbanismo cuando, repartiendo al azar lejanas ciudades, para el trabajo final, me dijo: Teherán, te ha tocado Teherán.
Sin ordenadores, que aún faltaban unos años para que apareciera el tío google, horas y horas repasando fichas, buscando en aquellos archivos de la biblioteca, apenas localicé cinco o seis obras y, por supuesto, todas escritas en “extranjero”.
Así pues, hacer el recorrido hacia los montes Elburz era de obligado cumplimiento.
Ni metro ni autobuses llegan hasta la base y el vehículo más adecuado era el taxi verde, exclusivo para mujeres y conducido solamente por mujeres, un trayecto de más de una hora que cuesta unos tres euros al cambio.
Tal y como recordaba de mi estudio, poco a poco, la trama urbana se hace menos densa y van asomando primero los edificios altos, luego los rascacielos, aunque de altura limitada a causa del elevado riesgo de movimientos sísmicos de la zona. Desde el galimatías de autopistas, por doquier, te abofetean las gigantescas pintadas en las fachadas para honor y gloria del régimen.
Más arriba, urbanizaciones de lujo, comercios de todo tipo de productos caros y hasta los chadores negros de las mujeres llegan a parecer elegantes.
Después, contemplo horrorizada la metamorfosis de las antiguas viviendas de los privilegiados en tiempos del Sha, en chiringuitos, restaurantes y cafés, como si de un Marbella de montaña se tratara.
Me recibe El Montañero, imposible de fotografiar sin extras, hay mucha afición en Irán a la montaña, cerca de las grandes ciudades siempre hay alguna cumbre que conquistar puesto que los centros urbanos de importancia se asientan, en este país, al abrigo de los montes: Zagros y Elburz, debido a la falta de agua del resto del territorio. Aquí, en Elburz, están, además, las mejores estaciones de esquí del país.
Se camina por un angosto valle que avanza haciendo eses a un lado y otro de las torrenteras de potente caudal que van regalándote cascadas aquí y allá para salvar los desniveles.
Te cruzas en la subida con grupos de jóvenes que no pueden disimular que no vienen precisamente de tomar agua fresca.
Me complace comprobar que los jóvenes, con su música y sus costumbres, prohibidas e ilegales, están también en el monte además de en los subterráneos y en los escasamente iluminados cafés de los artistas.
Me complace comprobar que los jóvenes, con su música y sus costumbres, prohibidas e ilegales, están también en el monte además de en los subterráneos y en los escasamente iluminados cafés de los artistas.
La vista de las tiendas de frutos, con sus colores brillantes, todo un lujo de color, te incita a probar, sin embargo, el chasco es tremendo, no saben a fruta, más bien a algo parecido a gominolas en vinagre.
Un paisaje de ensueño tan solo si miras muy por encima, en cuanto dejas de prestar atención al canto del agua, a los colores de las alfombras de las terrazas de los restaurantes y a los llamativos bodegones de frutos que se ofrecen al visitante aquí y allá, lo que realmente te impresiona es la suciedad, como si cien fábricas de los más variados artefactos hubieran ido a tirar allí toda su basura.
Por encima del elevador que no descubro hasta llegar al punto donde termina, sólo se avista alguna gran casa aislada, empieza el tramo de alta montaña y toca dar media vuelta, la tormenta de la tarde me avisa de que es la hora de desandar el camino.
Hay que regresar al centro porque esta noche, un recién conocido iraní, Ashkan el cinéfilo, ha prometido que invitará a orujo casero y clandestino en el café de los artistas de Teherán y no me lo perderé por nada del mundo.
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