Siempre me sucede, en cualquier viaje, aunque sepa que es un lugar al que no he de volver, aunque la compañía sea estupenda. En algún momento necesito parar, quedarme sola, detener la marcha.
Y así lo hice aquel día, sin el menor remordimiento por dejar de ver las maravillas que pudiera encontrar fuera del recinto.
El hotelito fue en tiempos un antiguo caravasar, caravanserai en parsi, que así llaman a los lugares en los que las antiguas caravanas hacían un descanso en su ruta, un albergue para animales, hombres y mercancías.
Normalmente, un recinto al que se accede por una inmensa puerta, con un patio interior abierto, alrededor del cual se construían pequeñas habitaciones para que los camelleros descansaran. Perdida ya su función, los cientos que aún se conservan se han reconvertido en hoteles o han sido engullidos por los bazares.
Recostada en uno de los divanes del patio que ahora es el restaurante, el sueño me amenaza seriamente. A mi lado se ha sentado un hombre que también dormita, de vez en cuando se le cae la cabeza, despierta y sonríe diciéndome algo, al final, termina por recostarse en el cojín cómodamente. Tiene otros veinte divanes a su disposición pero ha tenido que venir a este y no me queda otra que pelear contra mi sopor por miedo a dormirme y caerle encima. Las letras del libro resbalan ante mis ojos, lo cambio por el cuaderno, el cuaderno por la cámara. Y no quiero irme a otro diván porque desde aquí vigilo la puerta de la habitación que he tenido que dejar abierta porque mi compañero se ha llevado la llave.
Intento despejarme haciendo fotos, buscando entre los objetos que decoran el lugar algo que transporte mi pensamiento hacia las antiguas vidas que en otros siglos se vivieron aquí.
Un toldo cubre todo el patio y atenúa la luz en beneficio de la perpetua fotofobia de una hija de tierras de cielos grises.
¿Quién habrá mirado este lugar desde aquellla ventana?
Y cuando ya casi estoy decidida a irme a cabecear al cuarto…¡se terminó la paz que reinaba en el lugar!
Aparece una familia de españoles, papá, mamá y tres chicas jóvenes, también su guía persa, se sientan en la mesa de enfrente y parlotean sin cesar. Oigo al padre hablando por teléfono con quien parece ser su criada, pregunta si ha venido el jardinero y luego le pasa el teléfono a su mujer. Su conversación al más puro estilo de “hay que ver como está el servicio” me deja inmóvil y alerta en el diván. Para ir a mi cuarto he de pasar rozándoles, el papá cada vez cierra más el paso de mi escalera con su silla y la gana que tengo de conversar es exactamente: ninguna.
No se han dado cuenta de que el libro que traigo entre manos está en español, piensan que nadie entiende lo que dicen y me paso allí un buen rato, esperando a que se vayan o a que me descubran, enterándome, a la fuerza, de todos los modelitos que tendrán que tener a punto para la noche, junto con los complementos, por supuesto.
Pero mi compañero de cuarto regresa antes de lo previsto y en voz bien alta pronuncia las palabras mágicas:
-¿Has sido buena, Gloria? Me dice. La familia se pone tensa, luego saludan, amables, así que no me queda más remedio que saludarles también. Prefería pasar por extranjera.
-¿Has sido buena, Gloria? Me dice. La familia se pone tensa, luego saludan, amables, así que no me queda más remedio que saludarles también. Prefería pasar por extranjera.
-¡Qué sorpresa! Estábamos preguntándonos ... (ya lo sé, ya... ¿de dónde será esa mujer que se atreve a sentarse en un lugar público sin los obligados pantalones?).
Y como ya somos compadres, el padre comenta: esas botas al pie del sofá me estaban resultando extrañas, no combinan nada con el resto del conjunto.
- Ah! Le contesto, se me olvidó traer las madreñas.
- Ah! Le contesto, se me olvidó traer las madreñas.
copyright©gloriainfinita
No hay comentarios:
Publicar un comentario