Ahí estábamos, contemplando el río, disfrutando la luz de aquella tarde. Una luz que en la memoria me ha quedado grabada como luz azul y dorada al tiempo. Desde el mausoleo, no podía dejar de pensar en Rita Hayworth, la admirada por los hombres, una leyenda. De pensar y de parlotear también, contando al de al lado todo lo que sabía de esa mujer, hasta aburrirle.
No es suya la tumba edificada en ese extraordinario lugar, dicen que allí están enterrados el Aga Khan III, su suegro, y una de sus esposas, la cuarta, también hermosa mujer, suiza, que se convirtió al Islam con el nombre de Umm Habiba.
No saben nada de mujeres, coches y caballos esos hombres-dioses… casi nada saben.Las falucas, como palomas, navegando suaves, como si bailaran un vals. Una de ellas nos había servido para llegar a esa orilla del río.
Estuvo un par de días nuestro barco fondeado en Asuan, para darnos tiempo a disfrutar también de un paseo por la Isla Elefantina y ver el Nilómetro, unos escalones, noventa, con marcas para medir el nivel del río y establecer con ese nivel los impuestos del año.
Visitando el jardín botánico, el inmenso calor, desconocido para mi hasta entonces unido a la diversidad de olores, consiguieron que me desmayara.
Ese desmayo me sirvió de excusa perfecta para no ir al día siguiente a ver más piedras a Abu Simbel, ya había visto tantos templos, tantas estatuas, que no me cabía ninguno más, empezaban a confundirse en mi cabeza.
Así pues, me alié con un grupo de divorciadas catalanas que eran la monda celebrando una recién conseguida libertad (eran, realmente, la divorciada, su abogada y la jueza que firmó el "hasta aquí") y de las que el marido propio que me acompañaba no quería ni oír hablar (malas compañías te buscas, me decía) y, juntas, pero ante la atenta mirada de mi guardián que no me quería perder de vista, no fuera a ser que me volviera a desmayar, contratamos a un barquero nubio para que nos diera un paseo por el Nilo.
El barquero, listo (y guapo también), como si nos leyera la mente, nos ofreció el llevarnos a su pueblo y, por supuesto, aceptamos.
Vimos sus casas, tomamos su té y nos habló un poco de sus costumbres. Eran musulmanes claro, en todas las habitaciones pudimos ver las maletas preparadas para ese viaje a la Meca que todos han de intentar hacer, pero mantenían algunas costumbres propias y diferentes de las de los egipcios del otro lado del río.
Nos dijo que el pueblo tenía un jefe, el anciano, que era una especie de alcalde y juez al tiempo y el que impartía justicia en la misma plaza, una plaza redonda. En esa plaza se constituía el tribunal para juzgar los desacatos cometidos contra alguna de sus costumbres y algunos delitos menores.
Todos los hombres, sólo hombres, del poblado participaban en el acto, dando su opinión. Seguramente más justa esa justicia y más cercana, aunque nosotras nos quedaríamos sin trabajo en ese lugar y ni siquiera podríamos opinar. Más justa, tal vez, pero sólo para ellos.
Vivían de la agricultura y del turismo. Ciertamente, en el barco, casi todo el personal estaba formado por guapísimos camareros nubios a los que mis amigas atosigaban continuamente y de cuyo atosigue ellos se zafaban diciendo que tenían prohibido el trato con los pasajeros.
Pedían los niños, si, como en casi todas partes pero éstos sabían pedir en todos los idiomas: bombón, bombón... Ya no me quedaban caramelos a esas alturas del viaje, tampoco ninguno de los cientos de bolígrafos que llevaba. No había más remedio que darle dinero y confieso que sentí vergüenza.
Era mi primer viaje a un país un poco más al Sur que el mío.
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