lunes, 18 de enero de 2010

Chennai


Es el nombre, en Tamil, de Madrás, capital del estado de Tamil Nadu, en la India del Sur, dice mi "Loly" que es la parte más "india" de toda la India.
Llegamos tras un largo viaje en tren de cuarenta y cuatro horas, viajando en vagón para ricos, todos son indios menos nosotros y les supongo ricos por las ropas que llevan, por sus finas maneras y por sus maletines caros. Son otra India, bien diferente de la de las calles embarradas, niños harapientos y mujeres de sonrisas sin dientes.
Se muestran, al paso del tren, paisajes de arroz en una inmensa llanura bordeada, muy a lo lejos, por una línea montañosa, de escasa altitud, luego, muchas minas, que parecen de carbón, a cielo abierto, por último, los palmerales. Disfruto sola, los compañeros duermen, siempre duermen, toman y duermen y casi lo agradezco porque no tienen buen despertar.
Se estropeó el aire acondicionado y una muchacha vino hacia mí, recogiendo firmas, animándome para hacer una protesta, a lo que accedí gustosa, no sólo por protestar, también por tener con quien hablar.
Después, un hombre, amable y educado, nos acompañó al llegar al destino y nos ayudó a hacer la reclamación, cosa que nos hubiera resultado imposible hacer solos por nuestro desconocimiento del sistema de ventanillas y el movimiento pendular del grupo desde la ansiedad irritante al pasotismo absoluto. Nos devolvieron todo el importe del viaje, una fortuna, nuestra bolsa común se ha vuelto a llenar y, para mí, que también hago el trabajo de cajera, es un alivio el no tener que pedirles más "fondo" en unos cuantos días.
Por supuesto, los compañeros mantienen su costumbre de dormir hasta pasadas las dos de la tarde, teniendo en cuenta que a las seis ya oscurece, pienso que su viaje va a resultar algo extraño, un viaje de cama en cama y tiro porque me toca.
Me canso de esperar que se despierten y me dispongo a hacerle una visita al museo gubernamental, acompañada por el compañero de vida quien, apenas pusimos pie en la India, se desdobló y dejó a la vista su segunda personalidad, aunque no le tocaba hasta el mes que viene y que ha decidido, por enésima vez, que ya sólo es compañero en este viaje… me como una y cuento veinte... aunque hasta yo puedo llegar a hartarme de tanto bamboleo que se trae `el caballo viejo de la sabana´ y sus brotes estacionales, por momentos, dejo de comprenderle y le temo o le aborrezco.
Cerradas a cal y canto las puertas del museo, sospecho que en el letrero dirá algo sobre los horarios pero mi analfabetismo en este idioma me imposibilita el saber las causas del cerrojazo. Pienso que dice "cerrado por reforma, perdonen las molestias" pero, por supuesto, no tengo ni idea.
La mujer que busca hojas en el patio para barrerlas, despacito, despacito, me entretiene un rato y me hago a la idea de disfrutar del entorno en todo lo que se deje. Parece que hablara con ellas, que les dijera ¿qué haces aquí hoy si ya te recogí ayer? Se toma su tiempo y las va metiendo, una a una, en una bolsa de plástico. Me concentro en su observación, sus pies fuertes, bien anclados en la tierra, la percibo como una mujer recia y afortunada: tiene un trabajo y parece que, mucha, mucha paciencia. Me hace sonreír, al paso que va, le llevará todo el día llenar la bolsita.
 

El compañero (ahora, "sólo de este viaje"... repite y repite, como si de un mantra se tratara, como si hubiera olvidado que tengo memoria y que este cuento ya me lo sé) parece que duda en elegirme como blanco de su odio o elegir a los otros dos y me calienta la cabeza con el desastre de viaje que significa el venir a la India a dormir y beber pero me hago la sorda y evito darle argumentos para que no los tergiverse esta noche, cuando salgan a fumarse los porros de rigor, aunque supongo que lo hará de todas formas, no lo puede remediar. Son sus amigos, o lo que sean suyos... a mi, nada me deben, mañana, luego, ya veremos... si les llamo amigos o no.
Sin embargo no es fácil, nada fácil, evadirse de esta locura que todo lo trastorna, ni evitar el lamentarse de que me está arruinando un paseo que comencé con mucha ilusión y a cuya preparación dediqué un buen montón de horas de mi escaso tiempo, amén de los cuartos que buen trabajo me costó reunir.
 
La diosa Kali, junto con otro buen número de representaciones de deidades o parientes de dioses, se me aparece en un rincón del jardín que rodea al museo. Espero que no sea un presagio de que mañana será aún peor que hoy, no me gusta lo que se cuenta de esta diosa, diosa terrible, diosa violenta, consorte de Shiva, sanguinaria y cruel, ligada a lo feroz, a lo destructivo, a la muerte, en su doble cara dolorosa, de muerte-vida. En todo caso, que me conceda un poco de su fuerza animal para recorrer este pasaje que, no por frecuentado, deja de ser siempre difícil y triste.
 
Otra divinidad, cuyo nombre no conozco, parece que viene en mi ayuda y me dice: calma, calma, detén tú también tu pensamiento un rato y no te dejes llevar a donde te empujan, hazte un poco impermeable y sigue camino, el tuyo propio. Ya conoces el proceso, sabes que no hay forma de pararlo... déjalo correr, no prestes atención. La violencia que desarrolla en estas fases es solamente verbal, luego ni la recuerda, cierra tus oídos y sigue sola.
Me acuerdo entonces de que ya no creo en dioses y de que hace dos días que no como absolutamente nada así que me dispongo a cuidar un poco del cuerpo, alimentándolo y, al alma, embrutecida, le pongo de adorno el marcarme un vals con Cohen, para adentro y comiéndome las lágrimas, no sea que mi adorno irrite aún más a dioses o humanos.

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