domingo, 13 de junio de 2010

En el caravasar

Siempre me sucede, en cualquier viaje, aunque sepa que es un lugar al que no he de volver, aunque la compañía sea estupenda. En algún momento necesito parar, quedarme sola, detener la marcha.
Y así lo hice aquel día, sin el menor remordimiento por dejar de ver las maravillas que pudiera encontrar fuera del recinto.

El hotelito fue en tiempos un antiguo caravasar, caravanserai en parsi, que así llaman a los lugares en los que las antiguas caravanas hacían un descanso en su ruta, un albergue para animales, hombres y mercancías.
Normalmente, un recinto al que se accede por una inmensa puerta, con un patio interior abierto, alrededor del cual se construían pequeñas habitaciones para que los camelleros descansaran. Perdida ya su función, los cientos que aún se conservan se han reconvertido en hoteles o han sido engullidos por los bazares.
Recostada en uno de los divanes del patio que ahora es el restaurante, el sueño me amenaza seriamente. A mi lado se ha sentado un hombre que también dormita, de vez en cuando se le cae la cabeza, despierta y sonríe diciéndome algo, al final, termina por recostarse en el cojín cómodamente. Tiene otros veinte divanes a su disposición pero ha tenido que venir a este y no me queda otra que pelear contra mi sopor por miedo a dormirme y caerle encima. Las letras del libro resbalan ante mis ojos, lo cambio por el cuaderno, el cuaderno por la cámara. Y no quiero irme a otro diván porque desde aquí vigilo la puerta de la habitación que he tenido que dejar abierta porque mi compañero se ha llevado la llave.


Intento despejarme haciendo fotos, buscando entre los objetos que decoran el lugar algo que transporte mi pensamiento hacia las antiguas vidas que en otros siglos se vivieron aquí.
Un toldo cubre todo el patio y atenúa la luz en beneficio de la perpetua fotofobia de una hija de tierras de cielos grises.
¿Quién habrá mirado este lugar desde aquellla ventana?

Y cuando ya casi estoy decidida a irme a cabecear al cuarto…¡se terminó la paz que reinaba en el lugar!
Aparece una familia de españoles, papá, mamá y tres chicas jóvenes, también su guía persa, se sientan en la mesa de enfrente y parlotean sin cesar. Oigo al padre hablando por teléfono con quien parece ser su criada, pregunta si ha venido el jardinero y luego le pasa el teléfono a su mujer. Su conversación al más puro estilo de “hay que ver como está el servicio” me deja inmóvil y alerta en el diván. Para ir a mi cuarto he de pasar rozándoles, el papá cada vez cierra más el paso de mi escalera con su silla y la gana que tengo de conversar es exactamente: ninguna.

No se han dado cuenta de que el libro que traigo entre manos está en español, piensan que nadie entiende lo que dicen y me paso allí un buen rato, esperando a que se vayan o a que me descubran, enterándome, a la fuerza, de todos los modelitos que tendrán que tener a punto para la noche, junto con los complementos, por supuesto.
 
Pero mi compañero de cuarto regresa antes de lo previsto y en voz bien alta pronuncia las palabras mágicas:
-¿Has sido buena, Gloria? Me dice. La familia se pone tensa, luego saludan, amables, así que no me queda más remedio que saludarles también. Prefería pasar por extranjera.
-¡Qué sorpresa! Estábamos preguntándonos ... (ya lo sé, ya... ¿de dónde será esa mujer que se atreve a sentarse en un lugar público sin los obligados pantalones?).
Y como ya somos compadres, el padre comenta: esas botas al pie del sofá me estaban resultando extrañas, no combinan nada con el resto del conjunto.
- Ah! Le contesto, se me olvidó traer las madreñas.

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domingo, 6 de junio de 2010

La del plumero


Me miraba por el rabillo del ojo, trataba de disimular sacudiendo su velo pero estaba claro que mi atuendo no era el más adecuado para la mujer del plumero.
Bien me advirtió Gara Ala a la entrada: quítate esa flor Yanna, así me llamaba, se supone que es la traducción al persa de mi nombre.
-¿Quitarme la flor regalada por un bakhtiari? Ni lo sueñes, me pondré el chador, como mandan las mujeres negras, pero la flor no me la quito.
Hubo suerte en la Mezquita del Viernes de Yazd, el chador que te plantaban encima, a la entrada, aquellas guardianas de las buenas costumbres que rebauticé como “catequistas-cucaracha” no olía como los anteriores, tampoco era negro, era una especie de sábana rasposa de un color que en su día debió ser blanco y con pequeñas florecillas.
Pero se me caía continuamente, para evitarlo había que ocupar ambas manos en sujetarlo y de aquellas trazas no se podía hacer absolutamente nada.
Cuando me lo contaron pensé que se trataba de una broma, pero no, ahí estaba ella, con su plumero de colores, dando plumerazos a diestro y siniestro en cuanto alguna mujer enseñaba un mechón de pelo.

No tuve el honor de probar el plumerazo a pesar de que me esforcé y tampoco me fue posible conseguir de ella una foto medianamente clara. Debió de sentirse aludida por mi afán de buscársela y desapareció tras una puerta, con lo que pude dedicar el tiempo a hacer lo mismo que hacen todos en las mezquitas: descansar, relajarse, leer y, por supuesto, sujetar la sábana para no terminar arrastrándola por el suelo.


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martes, 1 de junio de 2010

Montes Elburz en Teherán

Hay cosas que nunca se olvidan y, ciertamente, no me olvido de la cara del Profesor de aquella asignatura de urbanismo cuando, repartiendo al azar lejanas ciudades, para el trabajo final, me dijo: Teherán, te ha tocado Teherán.
Sin ordenadores, que aún faltaban unos años para que apareciera el tío google, horas y horas repasando fichas, buscando en aquellos archivos de la biblioteca, apenas localicé cinco o seis obras y, por supuesto, todas escritas en “extranjero”.

Y de aquel trabajo es de donde deriva la imagen que yo tenía de Teherán, una ciudad en la que las clases sociales se van asentando más o menos cerca del monte, subiendo su ladera a medida que aumenta su capacidad económica, buscando un aire más puro y más fresco.
Así pues, hacer el recorrido hacia los montes Elburz era de obligado cumplimiento.
Ni metro ni autobuses llegan hasta la base y el vehículo más adecuado era el taxi verde, exclusivo para mujeres y conducido solamente por mujeres, un trayecto de más de una hora que cuesta unos tres euros al cambio.

Tal y como recordaba de mi estudio, poco a poco, la trama urbana se hace menos densa y van asomando primero los edificios altos, luego los rascacielos, aunque de altura limitada a causa del elevado riesgo de movimientos sísmicos de la zona. Desde el galimatías de autopistas, por doquier, te abofetean las gigantescas pintadas en las fachadas para honor y gloria del régimen.
Más arriba, urbanizaciones de lujo, comercios de todo tipo de productos caros y hasta los chadores negros de las mujeres llegan a parecer elegantes.

Después, contemplo horrorizada la metamorfosis de las antiguas viviendas de los privilegiados en tiempos del Sha, en chiringuitos, restaurantes y cafés, como si de un Marbella de montaña se tratara.

Me recibe El Montañero, imposible de fotografiar sin extras, hay mucha afición en Irán a la montaña, cerca de las grandes ciudades siempre hay alguna cumbre que conquistar puesto que los centros urbanos de importancia se asientan, en este país, al abrigo de los montes: Zagros y Elburz, debido a la falta de agua del resto del territorio. Aquí, en Elburz, están, además, las mejores estaciones de esquí del país.

Se camina por un angosto valle que avanza haciendo eses a un lado y otro de las torrenteras de potente caudal que van regalándote cascadas aquí y allá para salvar los desniveles.

Te cruzas en la subida con grupos de jóvenes que no pueden disimular que no vienen precisamente de tomar agua fresca.
Me complace comprobar que los jóvenes, con su música y sus costumbres, prohibidas e ilegales, están también en el monte además de en los subterráneos y en los escasamente iluminados cafés de los artistas.

La vista de las tiendas de frutos, con sus colores brillantes, todo un lujo de color, te incita a probar, sin embargo, el chasco es tremendo, no saben a fruta, más bien a algo parecido a gominolas en vinagre.
 
Un paisaje de ensueño tan solo si miras muy por encima, en cuanto dejas de prestar atención al canto del agua, a los colores de las alfombras de las terrazas de los restaurantes y a los llamativos bodegones de frutos que se ofrecen al visitante aquí y allá, lo que realmente te impresiona es la suciedad, como si cien fábricas de los más variados artefactos hubieran ido a tirar allí toda su basura.

 
Por encima del elevador que no descubro hasta llegar al punto donde termina, sólo se avista alguna gran casa aislada, empieza el tramo de alta montaña y toca dar media vuelta, la tormenta de la tarde me avisa de que es la hora de desandar el camino.

 Hay que regresar al centro porque esta noche, un recién conocido iraní, Ashkan el cinéfilo, ha prometido que invitará a orujo casero y clandestino en el café de los artistas de Teherán y no me lo perderé por nada del mundo.

 

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jueves, 27 de mayo de 2010

Viajar en el tiempo



Es el guardián de las torres del silencio de Yazd, siempre con su burro blanco y su chaqueta que nos indica cual es su religión: el bolsillo grande, del lado del corazón, para guardar lo mejor y el Kusti, el cinturón de lanas de colores, anudado a la cintura. El borriquito, también viejo, es su tercer compañero y ya tiene reemplazo, por allí andaba el nuevo, trotando y coceando, obligando al guardián a correr tras él. Trabajar durante la vida de cuatro burros es mucho trabajar.
Si el abuelo tendrá sucesor o no es una incógnita. Por el momento, las pequeñas comunidades zoroástricas son un reclamo para el incipiente turismo pero, como siempre, si el número de visitas aumenta, puede que este pequeño centro se convierta en un lugar como Persépolis, con cientos de vigilantes y de verjas y, entonces, el abuelo y su burro se quedarán al margen.

Son agricultores de un campo de pistachos cerca de los Montes Zagros. Desde la tierra arenosa parece que se pudieran tocar los montes de esta difícil región, frontera con Irak, aún nevados en las cumbres de más de cuatro mil metros.
Trabajan tierras ajenas, como tantos, en tantos sitios, se turnan para el cuidado y el riego, importantísimo en primavera, riegan a manta, y levantan, sobre la marcha, las compuertas para dirigir el agua, su maquinaria agrícola: la azada y la pala.
Sus ropas me recuerdan las de los mineros de mi pueblo, en los años sesenta, sus vehículos me transportan a la década siguiente porque, en los sesenta, los mineros asturianos solamente disponían de una bicicleta y, que yo recuerde, a ninguno se le ocurrió la idea de ponerle alforjas.
Una mezcla de recuerdos de infancia y de algunas imágenes vistas... ¿Dónde? Puede que en alguna película italiana.

El es fabricante de escobas en Isfahan. Las fabrica y las vende. Se pasa el día sentado en su estera, ajeno al mundo global y, diría más, al pequeño mundo que le rodea.
Fuma su cigarrillo, por eso es por lo que llama mi atención, son raros los fumadores de cigarrillos en Irán. Un pequeño trozo de acera le sirve para instalar su fábrica de escobas multicolores que le aporta lo suficiente para vivir así, como siempre ha vivido y como quiere seguir viviendo. No te molestes en darle unos "Jomeinis" ni rojos, ni verdes, ni azules, no los aceptará y tampoco aceptará propina por la escoba que le compres.

 
Y al volver la esquina, con mi escoba en la mano, cuando me disponía a entrar en el Palacio de Ali Qapu, como si hubiera dado un salto en el tiempo, aparecen un par de estudiantes de Teherán haciendo turismo y visitando las espectaculares construcciones de la gran plaza de Naghsh-i Jahan.
Tanto podrían ser iraníes como de cualquier otro lugar, su peinado, sus ropas, en nada los diferencian de cualquier otro joven occidental.
El culto al cuerpo ... enseguida llama la atención la coquetería del hombre, más que la de la mujer que, ciertamente, suele llevar bastante maquillaje.
¿Metro sexual se dice? Pues algo así, en cualquier ciudad, cientos y cientos de muchachos metro sexuales provocando, decíamos riéndonos: aunque, la verdad, a mi me provocaba mucho más mi Alfredo Landa del zurkhane... rarezas.
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domingo, 23 de mayo de 2010

El Zurkhane de Yazd

Era imposible resistirse ante este letrero-anuncio de que allí, en aquella estrecha calle, se encontraba el "zurkhane" (casa de fuerza). Además, el sol primaveral pero ya castigador, invitaba a guarecerse.
Una vez dentro, encuentras un lugar, casi en penumbra, con una especie de foso, en el que hombres mayores, jóvenes y niños, están haciendo ejercicios. Las paredes están cubiertas de fotos o dibujos de hombretones tipo Tarzán.
 

Me cuentan que esta especie de gimnasio tiene una larga historia, anterior incluso a la invasión árabe (primera mitad del s. VII). Un rey, capitán o vaya usted a saber, en un momento en el que Persia perdía una batalla tras otra contra sus enemigos, decidió que era importante el prepararse física y espiritualmente para las batallas, hacer fuerte el cuerpo practicando duros ejercicios y alimentar el espíritu con valores elevados y trascendentes para superar con ello el armamento más sofisticado del atacante.

Unas extrañas y pesadísimas tablas-escudos, mazas, artilugios metálicos que, además del peso tienen otros peligros, son movidos a un ritmo vertiginoso por los hombres que se esmeran en hacer una sesión especial para la visita.
Suena con fuerza el tambor-como-se-llame y, por si no fuera suficiente: micrófono y muchos decibelios para el tamborilero. El maestro dice algo y todos contestan, son oraciones y menciones al profeta Alí y resto de parientes.

Casi sin darte cuenta, te encuentras también salmodiando palabras que no entiendes, metida por completo en el ambiente.
Es una cosa que no dejó de sorprenderme: el afán por explicarte, hablando de profetas, quién es familia de quién, argumento irrefutable para ellos a la hora de saber cual es la rama religiosa auténtica, cosas del pedigrí, me parecían. Y yo, descreída mujer, pensaba todo el rato que unas pruebas de ADN podían resolver algún que otro conflicto religioso generado a raíz de si "yo soy más de Mahoma que tú", pero de eso ya hablaré en otro momento.
A pesar del ruido atronador, de los rezos y de la fe que le ponían hombres y niños, mi vista se fijaba continuamente en el hombre de la izquierda: "mi Alfredo Landa iraní"
Yo diría que ya tenía los setenta cumplidos pero el resto de "mazas" no podían con él, además… ¡estaba tan gracioso con el atuendo! Inmensa ternura.
Los pequeños, con los ojos abiertos como platos, seguían a los adultos y, cuando podían, amenizaban con piruetas y danzas los intermedios en los cambios de instrumentos para los ejercicios.
El más chiquitín tenía un pequeño problemilla con el pantalón y sufrió lo suyo para defender su arte. Difícil arte.




Pude levantar una de aquellas mazas con los dos brazos y voltearla por encima de mi cabeza una sola vez, pero, en cuanto me pusieron una en cada mano no fui capaz de levantarlas hasta los hombros, sentí que me partía en dos. Pesaban, me dijeron, cuarenta kilos cada una y, ellos, las movían como si de pañuelos de seda se tratara.

Terminada la sesión, que se alargó más de dos horas, volví a la luz hermosa de la tarde y me fijé en los vehículos de los gimnastas y sus alforjas, pensé: gimnasio y moto, igual que allí.



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lunes, 17 de mayo de 2010

Ella es así.

Aún era verano, pleno agosto, hacía calor cuando salí de Valencia, pero al llegar a mi tierra el cielo, tan azul y brillante durante todo el camino, se tornó negro y empezó a llover a cántaros.
Esa Asturias gris, nublada y lluviosa me recibía tal como es, sin hipocresía alguna, sin guardar las formas, avisándome de que su cielo no iba a iluminar mi paso por ella, de que encender luces y no sentir frío era solamente asunto mío.

Como siempre me sucede cuando regreso sentí una punzada, esa fiera emoción de miedo al miedo. Es la emoción que me provoca el retorno a lugares o a personas a los que debería pertenecer si, en algún momento y siguiendo un impulso contra el que no he querido batallar, no se me hubiera ocurrido convertirme en criatura errante. Como si todos los temores sentidos en cada partida se concentraran en esa primera mirada.
Aún era verano, pleno agosto, hacía calor cuando salí de Valencia, pero al llegar a mi tierra el cielo, tan azul y brillante durante todo el camino, se tornó negro y empezó a llover a cántaros.
Esa Asturias gris, nublada y lluviosa me recibía tal como es, sin hipocresía alguna, sin guardar las formas, avisándome de que su cielo no iba a iluminar mi paso por ella, de que encender luces y no sentir frío era solamente asunto mío.
Errante, nómada, siempre, en todo cuanto puedo. Deseaba sentirme ajena al pisar los lugares que habité tantos años, treinta y cuatro... conseguir mirar con mirada nueva, sorprenderme de la misma manera que me sorprendí cuando tomé aquel barco en el río Amazonas, cuando me paseé por Lago Agrio, cuando vi los matices anaranjados de las dunas al amanecer, cuando...
Como si la tierra hubiese leído mi pensamiento y pretendiera agarrarme con fuerza y no dejarme partir, me enseñó su cielo oscuro, su lluvia, su poderío, sus exigencias. Y me mostró su perfil más inhóspito y su viento frío me gritó que nunca, por más que corra, por más que me aleje, dejaré de ser su hija.



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domingo, 9 de mayo de 2010

En un mercado persa





Lo primero que me llama la atención en cualquiera de los mercados-bazares persas es que nadie te insiste para que compres, nadie te persigue, como mucho te hacen un gesto con la mano para que pases y mires si quieres.

Buscando alguna cosilla en una cestería, tratando de entenderme con el vendedor, un anciano que sólo hablaba parsi y que se debía estar haciendo cruces... o medias lunas con mi dificultad para contar los riales -jomeini azul, jomeini rojo, jomeini verde, les llamaba yo a los billetes y me volvía tarumba con tanto millón en la bolsa-, desde la tienda de al lado, vino una muchacha y en un perfecto español dijo: "si necesitas cualquier cosa me lo dices, hablo tu lengua, él no entiende nada de lo que le cuentas".
Se regatea en el bazar, si, pero poco, si ofertas un precio descaradamente bajo, hacen un mohín y dejan el juego.



Colores y olores, todos los conocidos y alguno más, almendras verdes, ciruelas de mil clases, pistachos, dátiles, legumbres, especias... formando composiciones armoniosas. Puedes probarlo todo, el vendedor tratará de explicarte que es lo que estás comiendo pero no insistirá en vender. Nadie grita en el bazar.

No me olvidé de ella, de la niña que fui, en el mercado persa, bien al contrario, la llevaba de la mano todo el rato.
Una niña de diez años que fue a parar a un internado de la capital porque la maestra del pueblo se empeñó en que “esta niña tiene que hacer el bachillerato". La mujer, doña Marcelina se llamaba, se quedó durante todo el año sin comer, se hacía un bocadillo mientras me preparaba, al mediodía, para hacer el examen de ingreso y la beca… bueno, creo que yo tampoco comía, pero de eso no me acuerdo.

Aprobé el examen, me dieron la beca y me fui interna, aunque mi gozo duró solamente un curso, la beca no era suficiente para pagar todos los gastos y, a pesar de las buenas notas, hube de volver a la escuela del pueblo, no había ningún instituto todavía cerca.
Creo que fue la primera vez que me dolió la pobreza.
Y me hubiera gustado poder decirle a aquella señora gris y tiesa, profesora de gimnasia en el internado, que no me dejó participar en la danza de Ketelbey (esta misma que he puesto de fondo musical) en el festival de fin de curso, porque no tenía dinero para agenciarme el disfraz: ¡Chúpate esa! La bailo en la mismísima Persia.


La poesía, la miniatura, la alfombra... son los regalos que Persia le ha dado al mundo, es lo que el señor Ferdusi le dice a Kapuscinski cuando, para levantar su ánimo, va a visitarle y a mí, el mercado persa, me regaló el sacarme aquella espinita que se me clavó cuando, aquella señora, me dijo… "vete, este no es lugar para ti, si no tienes el traje no me molestaré en enseñarte el baile".
Y me parecía escuchar a doña Marcelina, secándose las lágrimas que le saltaron cuando me vio regresar a la escuela el siguiente curso y diciendo "¿Ves cómo tenía razón?"
¡Va por ti, maestra! Fuiste un empujón muy importante.

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domingo, 2 de mayo de 2010

Imágenes y el Irán de Kapuscinski


Llevaba unos días dándole vueltas al tema de la profusión de imágenes que continuamente nos invade y el poco tiempo que tardan en desvanecerse, como si la capacidad de imaginar más allá del impacto de la imagen estuviera entumecida.
Pensando en lo lejos que quedan aquellos momentos de escuchar contar un cuento o una historia y que el paisaje se perfilara en tu imaginación solamente a través de las palabras.
No vi ningún dibujo, ninguna imagen de las primeras historias que de niña me contaron, me lo mostraron solamente con palabras pero el escenario se dibujó en mi memoria y ahí permanece, mientras que ahora, me ofrecen una imagen tras otra y casi todas se van tan rápido como vienen.
Desde ese pensamiento y la nostalgia que me provocaba llegué al de hoy debería dedicar un poco de tiempo a llorar, llevo demasiado tiempo sin llorar, noto los ojos secos por dentro... mientras trataba de repasar en mi memoria los estantes en los que apilo esas películas aptas para el ejercicio del llanto.

Era el momento de mi almuerzo, divino momento, el más parecido en mi vida diaria, a aquel otro, tan lejano ya también, cuando me sentía una diosa (eres una pardilla, me decía él y he de reconocerle, hoy, que era más sabio que yo).
Mientras me dejaba querer, en mi bar de cabecera, terminé de repasar, por tercera vez el libro que no leí antes de irme a pasear por Irán, releí mis subrayados, saboreándolos... y mi deseo matutito se vio satisfecho: lloré, lloré suave y despacio unas lágrimas grandes, lágrimas con el poder de serenar la mirada y la sonrisa, de bajar los hombros, de apaciguar la voz.
"Algo cercano, sugerente, con la capacidad de atraerte, por si mismo, para ocuparte el resto de la vida si quieres", escribí al final del libro porque, conociéndome, sé muy bien que otras cosas me la ocuparán sin duda.
En "El Sha o la desmesura del poder", Kapuscinski hace un recorrido por la historia de Irán narrando, contando, desde la visión de fotos o viejos artículos de periódicos que el libro no enseña. No veo la imagen pero él la cuenta y desde ella, con su contar, te hace llegar hasta mil lugares en el espacio y en el tiempo.

Su percepción, su análisis de la revolución iraní y de todas las revoluciones, su visión de la desaparición del Trono del Pavo Real (el mismo que allá, en Agra o en Fatehpur dejó su impronta), sus sentimientos, sus ideas, su desazón, su fin de año ante la embajada americana mientras aún los rehenes estaban dentro, me estremecieron y emocionaron. Llega desde la foto de la multitud hasta la descripción del primer plano de una forma magistral y bien cargada de ternura.

Mi yo, simple, pequeño, se sintió reconfortado ante su confidencia de desear ponerse a limpiar los cristales para cortarles el paso a la decepción y a la depresión ante los fracasos ¡le sentí tan cercano!
En mi mente se quedó prendida la imagen del Irán de los años ochenta, con tanta nitidez como se quedó el bosque por el que correteaba Caperucita después de oír a mi madre contarme, por primera vez, el cuento y... le habría besado.

miércoles, 28 de abril de 2010

Perderse en Isfahan

Aquella tarde, después de comer, el guía me dijo: si quieres conectarte a Internet, acompáñame a llevar a estos tres al museo y luego nos vamos tú y yo a un lugar donde sé que funciona.
-De acuerdo, le contesto y caminé tras ellos hasta el museo, pensando en las musarañas, sin fijarme en el camino, una vez llegamos, sacaron sus entradas, pasaron dentro y me quedé en la puerta.
Llevaba allí un buen rato y nadie volvía así que me decidí a entrar, nada me dijo el guarda y entré al recinto como si fuera la reina de la casa, sin pagar.
Junto a un banco, en el hermoso jardín que rodea al museo, me encontré al guía, charlando con unos conocidos.

-¿Cómo te las has apañado para entrar? Me dice extrañado.
-No lo sé, entré, sin más, como tardabas tanto.
-Es que… estoy pensando que igual no es buena idea que vayamos hoy a lo de Internet, mejor lo hacemos mañana, en Teherán hay más sitios. Mira, date una vuelta o entra al museo, tus compañeros están dentro.
Siguió conversando con sus amigos y me fui, paseando, entreteniéndome con las flores, con las gentes que estaban sentadas en la hierba y, de pronto, me encontré con una tetería preciosa, la primera que veía cerca de algún museo o monumento.
“Esto lo voy a disfrutar de lo lindo” pensé, entré dentro y pedí un té.
Llamé al guía para informarle de mi hallazgo y pedirle que se lo comentara a los que estaban en el museo pero, su teléfono, no estaba operativo, eso me decía una mujer en varios idiomas.
No le di mayor importancia y aproveché el tiempo para entablar conversación con la gente que había alrededor, sobre todo con una muchacha joven que estaba con su novio y la hermana de éste, haciendo aquel antiguo papel de "carabina". Una estudiante de arquitectura de ojos negros, grandes y brillantes con la que tuve esa impresión que tengo algunas veces: que nuestras vidas tienen un nexo de unión desde antes de conocernos y lo tendrán siempre, aunque nunca nos conozcamos.

-¿Podré yo, algún día, sentarme sola en un café de un país lejano? Me decía.
-Podrás, pisa fuerte y podrás, aunque... ¿Qué piensa tu novio? le digo yo.
Y el novio, con su inmensa mirada azul contesta: "Podrá".
Iba pasando la tarde y, de repente, me di cuenta de la hora, eran las seis y a las ocho debíamos estar en el aeropuerto para tomar un vuelo a Teherán, era hora de marchar.
Me despedí de mis nuevas amigas y me fui al lugar en el que había dejado al guía pero allí no había nadie, intenté otra llamada, también fallida. Estaba claro que se habían marchado sin mí, me habían olvidado.

No pasa nada, pensé, buscaré la tarjeta del hotel, escrita con esas letras que yo no entiendo e iré preguntando a todo el que encuentre, pero... la traidora no estaba en su sitio. Volqué el contenido de mi bolso sobre el banco y me puse a buscar el nombre del hotel en el que estábamos alojados. Nada, muchos papeles, pero nada del hotel de Ispahán, ni una miserable servilleta y, mi mente, en blanco.
En esas estaba cuando, las chicas que había dejado en la tetería, pasaron a mi lado. Al verme con aquel tejemaneje de papeles desparramados se pararon a preguntarme y yo les explico, como puedo, mi problema: no tengo ni idea del nombre del hotel, no puedo recordar su nombre y, en apenas una hora, tengo que estar en el aeropuerto.

-Siéntate, tranquilízate, te ayudaremos. Y el muchacho desapareció de pronto a una orden de su novia.
Intenté otra llamada, nada… ella también, desde mi teléfono… nada…
Al poco, volvió el muchacho pero no volvió solo, dos policías le acompañaban y me llevaron a una comisaría cercana. Se desplegaron los planos de la ciudad, yo señalaba, más o menos por donde quedaba mi hotel, los policías llamaron a más de veinte sitios… nada.
Me empecé a poner nerviosa, el tiempo se me echaba encima, pensé: si encuentro la gran plaza, seguramente encontraré el hotel, me voy, que me digan si la plaza queda a la derecha o a la izquierda y ya veré lo que sucede.
La chica trataba de retenerme, me decía que no, que no lo encontraría sin saber el nombre, en el entramado de callejuelas del centro, pero yo no podía estar allí más tiempo quieta y, dándoles las gracias, me fui.
Ya estaba saliendo del recinto cuando, tras de mí, corriendo y gritando, venía la muchacha: ¡Gloria…Gloria… el guía al teléfono!
Ella había copiado el número en su móvil y desde un teléfono iraní sí que pudo conectar.
¡Señor! ¡Qué abrazos! Besos a tutiplén, hasta su novio me besaba aunque los hombres, allí, no besan a las mujeres, sólo se besan entre ellos y se dan más o menos besos según la amistad que tengan
Mi guía, al teléfono, temblaba… “perdón, perdón…no me di cuenta, pensé que estabas con los otros”. O sea, que aún no se habían enterado de que me habían dejado en el parque.
Dos policías permanecieron conmigo hasta que llegó a recogerme, charlamos de lo que pudimos, me preguntaron por Franco y me pareció curiosa la pregunta, aún recordaban que fue amigo del Sha.
Quisieron saber mi opinión sobre esos personajes y no se me ocurrió mejor forma de responderles, para que lo entendieran de una manera clara, que yo era más de Mossadegh.
Y vaya si lo entendieron, tan bien lo entendieron que me dijeron que de eso mejor no hablar. Esta simple frase, en tiempos de la temible Savak me hubiera costado la vida y aún no se ha podido olvidar aquel horror.
Otra cosa que les intrigaba era saber quién era el rey de Cataluña, no entendían nuestro sistema de autonomías y pensaban que si España tenía un rey, Cataluña o Madrid, habrían de tener otro.
Dibujando en el suelo, con un palo, nuestro mapa autonómico y poniendo nombres de presidentes y reyes donde tocaba me encontró el guía.

Al recorrer el camino de vuelta me di cuenta de que nunca habría encontrado el hotel a tiempo de tomar el avión, no sin los esfuerzos que hicieron esos recién conocidos, sobre todo, la muchacha de la izquierda, en la foto.
Así son los persas con el invitado (para ellos el término extranjero es peyorativo), por algo, además de por el vino de Shiraz, los escogió Avicena para vivir junto a ellos el último tramo de su vida.

miércoles, 21 de abril de 2010

Amables, risueños, conversadores

Así son las gentes en Irán, sonríen, se acercan, preguntan y se quedan conversando tanto tiempo como tú quieras. A veces son el padre o la madre quienes mandan al niño con algo así como “vete tú, que para eso estudias inglés”.
No pretenden venderte nada, suelen decir “somos persas, no árabes”, no hay peligro de que traten de colocarte una alfombra, solamente quieren hablar.

La primera pregunta solía ser:"¿Eres rusa?"
Y al contestar, “no, soy española” ya me preparaba para lo siguiente que vendría casi con toda seguridad: el fútbol, asunto ajeno a mis intereses, pero del que no me quedó mas remedio que enterarme pues el que haya un par de jugadores iraníes en el Osasuna parece un asunto de interés nacional.
Percibí un interés grande en saber lo que pensamos de ellos en occidente, de su cultura, de sus costumbres, de los vestidos de las mujeres, si sabemos quienes son, si conocemos su historia o solamente estamos atentos a los temas del uranio.
Algunas mujeres me encontré que se sentían incómodas con el yihab, otras, las que van con el chador a todas partes, ésas argumentaban que lo llevaban por gusto y por Alá.
A las defensoras de la ropa de monja con un "You´re so ungly" las despachaba a toda prisa, que no fui a Irán a hablar con beatas.
Te puedes reír y mucho con las mujeres, les gusta reír, mirar, tocar... solían formar un buen alboroto cuando, al preguntarme por el marido, les contestaba que “le había dado la patada”, lo entendían perfectamente sólo con el gesto.
Una abuela comentaba: "también yo se la daré al mío" y, el hombre, a mi lado, me ofrecía un cigarrillo. Me cayó bien aquel tipo.

 
"Mejor no", le digo, mientras su yerno, con una camiseta bien ajustada y letras brillantes, donde se podía leer “ZARA” movía la cabeza de un lado a otro, mirando a su guapa y lista mujer, diciendo: ésta sí que me la dará a mí como la conversación se alargue.
Los matrimonios son concertados por los padres, es un sistema muy similar al de la India. En principio, es la madre la que busca mujer para su hijo casadero. Si, después de un repasillo, el muchacho no tiene nada que oponer a la elegida por la madre, entran en juego los varones, los padres, que son los que ajustan el precio, el precio de la boda y el precio de la mujer: el marido habrá de poner un dinero en garantía de un futuro divorcio, que le será, en ese momento terrible para ellas, entregado a la mujer, en teoría, a la familia que la acoja nuevamente, en realidad.
Y los precios varían, por supuesto, dependiendo de la calidad de lo que se compra, su estatus social, su presencia, sus... ¿virtudes?
En caso de divorcio, los hijos, siempre, siempre, son del padre, la madre solamente puede tener a las hijas hasta los siete años, luego, los pierde para siempre. Si sucede que el dinero aportado en la firma del contrato desaparece, la mujer se puede encontrar, tras el divorcio, en la situación que Jafar Panahi nos relata en su película El círculo.
Además, Corán en mano, hay muchas razones para pegar a la mujer, cosas del estilo de "no estaba en casa cuando llegué" son razón suficiente según su ley para pegar y para divorciarse. Ponían cara de extrañeza cuando les decía que aquí –normalmente- no se paga por la mujer con la que te casas, hasta ellas torcían el ceño. Esposa y precio van unidos.
Si, también hablé con algún universitario rebotado contra ese sistema pero me comentaba que, incluso en la universidad, hay serias dificultades para encontrar a la que opine de forma similar y que el alto porcentaje de mujeres iraníes en la universidad tiene algo que ver con el encontrar un mejor partido para la boda tradicional.

El muchacho, la viva imagen del “muchacho persa”, guapo, suave, atento, con un ángel increíble y con el que disfruté de una noche mágica de luna llena, en la terraza del hotel del que era el guardián, mientras veíamos los minaretes de la Mezquita del Viernes de Yazd, lo que desea es irse a París y estar allí, con su novia francesa, pero no tiene pasaporte, los muchachos persas no obtienen pasaporte hasta que no cumplen el servicio militar y él no quiere saber nada de armas o ejércitos.
Ellas, las muchachas persas, no consiguen un pasaporte más que a través del padre o del marido.
Me miraba y decía… "es muy difícil escapar de aquí para una mujer iraní".
Y yo le contestaba: me escaparía, a través de las montañas y llegaría a Turquía.


¿Traigo más tabaco? Decía él.
Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, las dos... y hasta casi las tres y caminé por las calles desiertas de la ciudad en las que tan solo encontré algunos soldados dormitando en las esquinas. Y estaba cerrado el portón de mi hotel, un antiguo "caravanserai" reformado, precioso. Y el timbre era de pega y no quedaba más remedio que escalar pero, ante el ruido de los pies contra el metal del portón, un hombre salió de un coche que estaba allí aparcado y, somnoliento, abrió la puerta.


miércoles, 14 de abril de 2010

Otra de cementerios o... los frutos de las guerras




Y de éste, la culpa también la tiene Blas.
Es el cementerio de los mártires de la guerra Irán-Irak (1980-1988), en Ispahan.
A la entrada, unas mujeres que bien podrían pertenecer a alguna congregación de monjas del siglo XVI, me recriminan porque mi pañuelo deja ver parte de mi pelo y gesticulan para que tire de él hacia la frente.
Vale, Vale, contesto (así es como se dice en parsi: si, si, de acuerdo, esa era una de las más fáciles). No les voy a hacer caso del todo pero... un poco... sí, sus caras no son precisamente amistosas.

 
Intento pasear, hace un día estupendo de sol primaveral, los colores, el azul y el blanco, me producen alegría, ganas de cantar y bailar, pero apenas soy capaz de caminar dos de las calles de aquella inmensidad de lugar. Enseguida, el ambiente se apodera de mi, siento que allí late el odio, aún más fuerte que la pena. Es mi percepción, no encuentro paz en el lugar.
Mirar a los jóvenes que arreglan los alhelíes en una tumba (todas tienes flores, pero solamente alhelíes), a la mujer que lee mientras solloza, a otra que se arrodilla hasta que su frente toca la tierra. Cada tumba tiene la foto del fallecido, algunas, una familia al completo. Los movimientos rápidos, el silencio y muchas personas en blanco y negro forman una especie de espiral en mi cabeza que consigue que los colores se me olviden.
Los visitantes parece que fueran a quedarse allí para siempre, que ése fuera el lugar en el que viven. Tengo la sensación de que son más reales los muertos que los vivos que los lloran y de que el pasado tiene más fuerza que el presente.
Busco un rincón y me siento, entonces, una anciana me pide que me acerque a ella, lo hago, temerosa de que que mi aspecto no le parezca el adecuado y, cuando estoy a su lado, la mujer empieza a hablar, habla y habla sin parar y sin percatarse de que no entiendo nada de lo que dice.
No tengo ni idea de lo que me está diciendo, levanta sus manos hacia el cielo y arenga. No sé si se lamenta de haber perdido a un ser querido, de que su vida es triste. Solamente sé que se lamenta de algo. Así que me decido a moverme, le cojo las manos y se las acaricio, no se me ocurre que otra cosa poder hacer para calmarla.
Mira mi cámara y me pide una foto, se la enseño y vuelve a lamentarse, puede que diga algo del estilo de “¡cuantos años han pasado! ¿dónde está aquélla que fui?".
También le hablo, aunque no me entienda, le digo que tiene una bonita voz y la miro muy, muy de cerca. Por debajo de su yihab asoma un pequeño mechón de pelo, rubio, más rubio que el mío. Se lo toco y, por señas, le digo que somos iguales. Mi gesto la asusta, cree que ese mechón de pelo rubio ha salido en la foto y tengo que volver a enseñársela, ampliada, para que vea que no es así.
Luego se acerca otra mujer, lleva en sus manos una bandeja con galletas y mi compañera de tertulia se dirije hacia ella, coge un buen puñado y se va.
Me quedo pensando que tenía hambre, por lo menos... hambre de algún dulce. Y me fui de allí, rauda y veloz, hacia mi cuarto, a despachar una de las petacas de ron que llevaba escondidas en la bolsa de aseo, maldiciendo todas las guerras.