domingo, 23 de mayo de 2010

El Zurkhane de Yazd

Era imposible resistirse ante este letrero-anuncio de que allí, en aquella estrecha calle, se encontraba el "zurkhane" (casa de fuerza). Además, el sol primaveral pero ya castigador, invitaba a guarecerse.
Una vez dentro, encuentras un lugar, casi en penumbra, con una especie de foso, en el que hombres mayores, jóvenes y niños, están haciendo ejercicios. Las paredes están cubiertas de fotos o dibujos de hombretones tipo Tarzán.
 

Me cuentan que esta especie de gimnasio tiene una larga historia, anterior incluso a la invasión árabe (primera mitad del s. VII). Un rey, capitán o vaya usted a saber, en un momento en el que Persia perdía una batalla tras otra contra sus enemigos, decidió que era importante el prepararse física y espiritualmente para las batallas, hacer fuerte el cuerpo practicando duros ejercicios y alimentar el espíritu con valores elevados y trascendentes para superar con ello el armamento más sofisticado del atacante.

Unas extrañas y pesadísimas tablas-escudos, mazas, artilugios metálicos que, además del peso tienen otros peligros, son movidos a un ritmo vertiginoso por los hombres que se esmeran en hacer una sesión especial para la visita.
Suena con fuerza el tambor-como-se-llame y, por si no fuera suficiente: micrófono y muchos decibelios para el tamborilero. El maestro dice algo y todos contestan, son oraciones y menciones al profeta Alí y resto de parientes.

Casi sin darte cuenta, te encuentras también salmodiando palabras que no entiendes, metida por completo en el ambiente.
Es una cosa que no dejó de sorprenderme: el afán por explicarte, hablando de profetas, quién es familia de quién, argumento irrefutable para ellos a la hora de saber cual es la rama religiosa auténtica, cosas del pedigrí, me parecían. Y yo, descreída mujer, pensaba todo el rato que unas pruebas de ADN podían resolver algún que otro conflicto religioso generado a raíz de si "yo soy más de Mahoma que tú", pero de eso ya hablaré en otro momento.
A pesar del ruido atronador, de los rezos y de la fe que le ponían hombres y niños, mi vista se fijaba continuamente en el hombre de la izquierda: "mi Alfredo Landa iraní"
Yo diría que ya tenía los setenta cumplidos pero el resto de "mazas" no podían con él, además… ¡estaba tan gracioso con el atuendo! Inmensa ternura.
Los pequeños, con los ojos abiertos como platos, seguían a los adultos y, cuando podían, amenizaban con piruetas y danzas los intermedios en los cambios de instrumentos para los ejercicios.
El más chiquitín tenía un pequeño problemilla con el pantalón y sufrió lo suyo para defender su arte. Difícil arte.




Pude levantar una de aquellas mazas con los dos brazos y voltearla por encima de mi cabeza una sola vez, pero, en cuanto me pusieron una en cada mano no fui capaz de levantarlas hasta los hombros, sentí que me partía en dos. Pesaban, me dijeron, cuarenta kilos cada una y, ellos, las movían como si de pañuelos de seda se tratara.

Terminada la sesión, que se alargó más de dos horas, volví a la luz hermosa de la tarde y me fijé en los vehículos de los gimnastas y sus alforjas, pensé: gimnasio y moto, igual que allí.



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