domingo, 9 de mayo de 2010

En un mercado persa





Lo primero que me llama la atención en cualquiera de los mercados-bazares persas es que nadie te insiste para que compres, nadie te persigue, como mucho te hacen un gesto con la mano para que pases y mires si quieres.

Buscando alguna cosilla en una cestería, tratando de entenderme con el vendedor, un anciano que sólo hablaba parsi y que se debía estar haciendo cruces... o medias lunas con mi dificultad para contar los riales -jomeini azul, jomeini rojo, jomeini verde, les llamaba yo a los billetes y me volvía tarumba con tanto millón en la bolsa-, desde la tienda de al lado, vino una muchacha y en un perfecto español dijo: "si necesitas cualquier cosa me lo dices, hablo tu lengua, él no entiende nada de lo que le cuentas".
Se regatea en el bazar, si, pero poco, si ofertas un precio descaradamente bajo, hacen un mohín y dejan el juego.



Colores y olores, todos los conocidos y alguno más, almendras verdes, ciruelas de mil clases, pistachos, dátiles, legumbres, especias... formando composiciones armoniosas. Puedes probarlo todo, el vendedor tratará de explicarte que es lo que estás comiendo pero no insistirá en vender. Nadie grita en el bazar.

No me olvidé de ella, de la niña que fui, en el mercado persa, bien al contrario, la llevaba de la mano todo el rato.
Una niña de diez años que fue a parar a un internado de la capital porque la maestra del pueblo se empeñó en que “esta niña tiene que hacer el bachillerato". La mujer, doña Marcelina se llamaba, se quedó durante todo el año sin comer, se hacía un bocadillo mientras me preparaba, al mediodía, para hacer el examen de ingreso y la beca… bueno, creo que yo tampoco comía, pero de eso no me acuerdo.

Aprobé el examen, me dieron la beca y me fui interna, aunque mi gozo duró solamente un curso, la beca no era suficiente para pagar todos los gastos y, a pesar de las buenas notas, hube de volver a la escuela del pueblo, no había ningún instituto todavía cerca.
Creo que fue la primera vez que me dolió la pobreza.
Y me hubiera gustado poder decirle a aquella señora gris y tiesa, profesora de gimnasia en el internado, que no me dejó participar en la danza de Ketelbey (esta misma que he puesto de fondo musical) en el festival de fin de curso, porque no tenía dinero para agenciarme el disfraz: ¡Chúpate esa! La bailo en la mismísima Persia.


La poesía, la miniatura, la alfombra... son los regalos que Persia le ha dado al mundo, es lo que el señor Ferdusi le dice a Kapuscinski cuando, para levantar su ánimo, va a visitarle y a mí, el mercado persa, me regaló el sacarme aquella espinita que se me clavó cuando, aquella señora, me dijo… "vete, este no es lugar para ti, si no tienes el traje no me molestaré en enseñarte el baile".
Y me parecía escuchar a doña Marcelina, secándose las lágrimas que le saltaron cuando me vio regresar a la escuela el siguiente curso y diciendo "¿Ves cómo tenía razón?"
¡Va por ti, maestra! Fuiste un empujón muy importante.

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