Yo lo titularía “el viaje aturullado” y ni idea tengo de si esa palabra existe. Tan aturullado que, cuando me preguntan donde he estado, muchas veces contesto que en Córcega.
Aventurera audaz, como el barquito de papel al que cantaba Serrat, ácrata por creencia (y las creencias no se discuten) me metí en el tinglado de hacer este corto viaje con una teniente del ejército español (señor que loca, yo), por ver, por probar, quizás también porque en mi vida últimamente los disparates andan escasos y éso me produce un vacío vital insoportable.
Y allá que nos vamos, deprisa, corriendo, foto aquí y foto allá (maquíllame, maquíllame).
A la mitad del primer día yo tenía la impresión de estar en unas maniobras del ejército en vez de en un viaje de placer y punto.
Menos mal que tengo un olfato especial para la juerga y pronto descubrimos el sitio ideal para las risas, cada noche en el restaurante de Vinchencho (al ladito de la plaza de la Santa Croce) estaba asegurada la cena especial y la comedia. Cantábamos, Vinchencho y servidora, el “azurro, il pomerigio …” y el local se llenaba de gente.
No se puede una morir sin probar sus espaguetis al bogavante, que no recuerdo como se dice en italiano, aunque me lo repitió mil veces, pero están para morirse.
Me llevó por la isla, a sus órdenes, mi teniente, como vulgarmente se dice “como puta por rastrojo”, a toda carrera, parecía que el enemigo nos viniera persiguiendo de cerca.
Pero en un momento del segundo día, con agujetas por todo el cuerpo de tanto subir escalones a toda prisa, subir y bajar del coche alquilado y darle al botón de la cámara, que la moza me pidió una foto suya ante cada visión, siempre en la misma pose, alta la frente y firme el ademán… pues éso, que el segundo día yo ya no podía con tanta igualdad visiteril y me planté en Vía Roma, me senté en una terraza y pedí un vino rosso, rediez.
Entonces, la teniente me dijo: espera aquí, que voy a hacer una cosa.
Encantada, le contesté, pensando en que iba a ponerme a la labor de pensar que hacía yo viajando con una señora que no tenía ni idea de quien era Corto Maltés ni la quería tener, que no tiene nada que ver con Cerdeña pero la moza no hacía más que hablarme de su viaje por Malta con un militar inglés.
Me aposté frente a mi vino y a los que le siguieron pues la espera duró más de tres horas y así, en ese tiempo, mientras al fondo tenía como paisaje el mar Mediterráneo (uno de los tres mares que bañan la isla) descubrí, dándoles vueltas a los papeles que llevaba en el macuto, un nombre: Leonor de Arborea (1347-1404).
Ya escribiré más largo sobre ella, que merece la pena saber que ha habido mujeres así desde antiguo, aunque nunca nos hayan hablado de ellas. Por eso sólo ya merecía la pena el viaje (si pillo a alguno de mis profesores en la Facultad de Historia se van a enterar, que no me enseñaron nada que mereciera la pena).
También las flores, también los distintos colores del mar, las gentes.
La teniente, durante ese tiempo, había estando visitando unos grandes almacenes de cuatro plantas que había al lado y a los que me negué rotundamente a entrar. Un día de éstos volveré a Cerdeña y la recorreré despacio, se lo merece.
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