miércoles, 17 de junio de 2009

Ulises





No le puse yo el nombre que ya era Ulises cuando nos conocimos.


Nos presentó el dueño de la cuadra por la que me paseaba aquel otoño buscando alguna isla en la que apaciguar mi espíritu y, en cuanto lo vi, me agradó la tranquilidad con la que se movía aquel caballo castaño.


El hombre me preguntó si quería comprarlo, al fin y al cabo me pasaba el día en la cuadra, dando de comer y cepillando a los caballos de los demás.


No me había planteado la cuestión, los caballos no me daban miedo, me gustaba estar cerca de ellos, pero nunca había montado uno.


-Prueba, me dijo, ya verás que buen caballo.


-Pero si no tiene silla, le dije yo.


No hizo falta silla, me encaramé en una piedra, me subí, me agarré a sus crines y nos dimos un paseo.


Un animal tranquilo que se dejaba limpiar los cascos por una principiante, que tenía un pelo castaño precioso que desprendía calor de amigo.


Fue un buen compañero durante un tiempo y me enseñó a conocerme mejor en algunos aspectos. El supo de mis debilidades antes que yo. Captaba mis miedos antes de que yo los sintiera. Ulises me ilustró sobre la trampa del mimetizarse con los mundos y los espacios de los demás cuando pierdes por completo la noción de lo propio. Me informó de lo necesario que es el protegerse y el tomar las decisiones que te convienen sople el viento por donde sople.


Hasta un caballo tan dócil como él, que sirvió durante años de caballo auto-escuela, que podía ser montado por cualquiera, se me resistía, a mi, que era su dueña, que le cuidaba. Sólo yo tenía que llevar la fusta en la mano para que el caballo se moviera, percibía mi incapacidad para imponer mis deseos y, aún así, con fusta y todo, caminaba renqueando de una pata. Aquello le funcionaba. Me hacía creer que estaba lesionado y me bajaba inmediatamente. Conseguí una gran agilidad en montar y desmontar del caballo. Llamaba al veterinario y no le encontraba problema alguno. Aprende a mandar, me decían los demás "caballeros" de aquella cuadra, aprende a mandar o terminarás tu por caminar con el caballo a cuestas.


Cambió el viento en la primavera, soplaba con intensidad, traía lluvia y granizo. Se me convirtió en una pesadilla el tener que ir a la cuadra, añoraba la compañía de Ulises pero el temporal no me permitía ir a cuidarlo.


Alguien me comentó que un niño necesitaba un caballo para que le ayudara a mejorar en un problema de salud y tomé la decisión de prescindir del maestro Ulises y llevarlo con el chavalín a hacer un trabajo más alegre que enseñarle a una señora que no se puede ir por la vida sin fusta en la mano.


He ido a visitarlo, en su nueva cuadra, con sus nuevos dueños. Abrazarlo consuela hasta de las penas mas escondidas.


Tuvimos que despedirnos y ahora ha dejado de ser mi caballo, al que cepillo y paseo, para pasar a ser el sueño que tuve un día y que si no fuera porque quedan de aquellos tiempos algunas fotos cualquiera sería capaz de convencerme que soñé con la aventura de tener un caballo.


Y tenía que llamarse Ulises para recordarme quien soy, para animarme a seguir buscando, cambiando, comenzando, para rechazar el ser la Penélope que se queda quieta.


No es cosa del soñar, no, Ulises existió en mi vida.


Un día tuve un caballo.

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