Temprano, con mi "el", el mismo que me llevó a la estación cuando inicié el viaje a China, que se fue, que volvió, que ahora está aquí y que mañana otra vez dirá que se va, subí hasta la zona del mercado de Agra para pasear esta ciudad puesto que hasta las doce de la mañana no hemos quedado con nuestros compañeros de viaje (otra pareja, un amigo de él y su novia, desconocida para mí entonces, gran amiga hoy).
Estaba un poco embarrado el camino del caótico lugar y costaba un buen esfuerzo el caminar. Cientos de motocicletas aparcadas delante de una estatua de Buda y otros cientos más que van y vienen en un ajetreo que parece un disparate hecho a propósito para no dejarte dar dos pasos tranquila.
Se pone a llover a chuzos, otra vez las lluvias monzónicas, como el año pasado en China (cachis, si ya me lo sabía ¿a que vuelvo a estos sitios en agosto?) y nos refugiamos en la estación de tren desde la que hay una buena vista de la mezquita. Como siempre, pongo nervioso al compañero con mi "¡quiero ir allí!" y, en cuanto la lluvia cesa, por supuesto, me voy allí y él me sigue con el argumento de "a ver que va a hacer una chica sola y, para colmo, con lo mal que se orienta".
Tenemos suerte y encontramos la madraza abierta, en plena clase de Corán, los niños dando cabezazos mientras canturrean, pero me quedo quieta en una esquina y, cuando terminan, ni corta ni perezosa, me dirijo al maestro a preguntarle preguntas, aún con mi penoso, más aún, lamentable inglés, conversamos un poco sobre la comunidad musulmana en Agra.
Me doy por satisfecha, aunque me voy pensando que cosa será la que me atrae a mí de las mezquitas, la razón por la que me siento tan cómoda en ellas, con las pestes que lanzo continuamente sobre las aberraciones que predican sobre la mujer. Algún día lo descubriré, supongo, quizás he sido alguna Aisha o Zoraida en otra vida, a ver si no habré sido la mismísima Fátima y se me ha olvidado.
Ya es la hora y nos vamos hacia el Taj, un cuarto de hora después de lo acordado llegan los otros dos y, por supuesto, antes de entrar, hay que preparar el alma y tienen el morro de sentarse bajo un árbol, a la entrada, a liarse unos petas, con toda la parsimonia del mundo.
Soy de leyes y dicen que "tengo deformación profesional"... ¡una leche! Si al menos consiguiera que se leyeran la Lonely pero me dicen que lo de llevar una guía no va con ellos (me lo dijeron hasta que se enteraron de que en mi Loly venían todos los sitios en los que poder tomar cerveza en la India... ahí me quedé sin mi amiga del alma, aunque me dio lo mismo, me la sabía de memoria).
Tras el ritual (cada quien tiene el suyo) y el mío, está mal que lo diga, fue el acordarme de aquél otro compañero de viajes al que no veo desde hace cuatro años y mirar al cielo y mandarle un guiño... pues... tras el ritual, entramos (previo pago de la entrada, claro)... Diosssss... que ya sabes que nocreoenti...
La Joya estaba ahí y el cielo plagado de nubarrones muy negros, pero el momento fue absolutamente brutal. Ningún banco libre, así que me senté en un escalón y desde allí abracé a todas las niñas y mujeres que he sido, a todos los que me han abrazado, a todos los que no me han visto aunque me tuvieran delante. Abracé a todo lo que conozco y dejé un abrazo fuerte para lo que sea que haya de conocer en el futuro.
Permanecí sentada un buen rato, enmimismada, (ya se que no se dice, pero me da igual, estaba enmimismada) sintiendo, mirando el sentimiento que sentía y haciendo un esfuerzo para fijarlo, para guardarlo, para que jamás se me perdiera.
Cierto que es el lugar más visitado de la India,cierto que a mi no me gustan las aglomeraciones, pero aquello sabía a amor, a amor de libro, a amor del que va más allá de la vida y, ante mis ojos, (y el visor del teleobjetivo) pasaban los humanos y me parecieron hermosos, todos y todo era hermoso.
Después, como si quien caminara no fuera yo, sino alguna otra que me habitaba (con perdón de Gioconda Belli, pero es que me habitaba) hicimos el recorrido por el mausoleo, palacio de mármol. Que cosa tan fría el mármol y que calidez desprende el Taj.
En el paseo comencé a sentirme otra vez, yo, mujer y viajera (o turista, que parece despectivo pero no les niego el derecho a llamármelo) y comencé a fijarme en el fuerte que se veía al otro lado del río y a decir, ahora sólo para mis adentros, "mañana iré allí y veré el Taj desde ese lado".
Volví en mí, poco a poco y volví a echarle un vistazo a mi Loly y encontré en mi Loly una cosa interesante sobre una casa de particulares en la que ofrecían comida a los viajeros.
Como ellos ni llevaban guía ni tenían mucha idea de lo que había en el lugar, se dejaron llevar por mi (esto también me parece que es de alguna canción) y "mi" se aprovechó y les llevó a un lugar en el que estabas como en casa de tu tía, ésa que nunca te hace puñetero caso, hasta que vino el hombre, un gachó resabiado, que tenía todo tipo de negocios, desde joyas hasta agencias de viaje y que, cuando se cansó de intentar ganarnos una comisión en lo que fuera, se fue a por otra parejita (de catalanes... será tonto) que pasaban por allí, por supuesto que la parejita no le hizo ni caso y tras el no comer pero divertirse un rato y pagar poco, que aquí todo es poco para nosotros aunque seamos simples trabajadores, nos fuimos todos a hacernos unas copichuelas y luego a cenar, si, con la parejita de catalanes también.
Normal, todos son catalanes aquí, del sur, pero catalanes, menos yo, que soy de Asturias patria querida. Casi sin terminar la cena perdimos de vista a la parejita, asustados se fueron cuando a su pregunta de dónde estaba el chico que faltaba les contesté que se había ido con un chaval en una motocicleta a buscar algo que tenía pero que temía se le terminara.
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