Tenía yo unos cinco años cuando mis padres se mudaron de casa. Abandonábamos aquella, en la que habíamos vivido los últimos dos años, con el abuelo y retornaba, mi padre, a su pueblo de nacimien
Los muebles cargados en un camión y los tres críos subidos en la caja, toda una aventura, como irse al país más lejano del mundo, descubriendo paisajes nuevos y nuevas formas en las montañas de alrededo
Llegamos a nuestro destino y la casa en la que íbamos a vivir estaba situada en una plaza grande, para mis entendederas de entonces, una plaza ovalada, con el suelo de tierra, rodeada de casitas y de la que salían cuatro caminos en distintas direcciones: hacia el pueblo de abajo, hacia la iglesia, hacia el monte y hacia el río.
Los vecinos vinieron a ayudar, eran aquellos tiempos de montar camas con cabecera y trasera, de montar armarios, con sus correspondientes tornillos, con la puerta con espejo de luna. Había dentro demasiado barullo, no apto para criaturas que no ayudaban en nada y mi madre me mandó salir fuera, a la plaza y cuidar de los dos pequeños.
Me senté en el banco de piedra que había a la puerta, ojeando aquí y allá, también a los críos, que sentados en el suelo cogían puñados de tierra y los lanzaban al aire, dando con certeza en su propia cara o en la del otro.
Al poco rato, asomó por la puerta de enfrente un rapaz de mi edad, más o menos, que empezó a tratar de llamar mi atención con gestos y una especie de alaridos ininteligibles. Me produjo un cierto cabreo el que apenas aterrizada en aquél lugar ya tenía enemigo a la vista y le dije varias veces que me dejara en paz, pero el muy tozudo no cejaba en su empeño y seguía con sus gestos y sus gritos.
Ni corta ni perezosa, di rienda suelta a mi naturaleza pasional y me hice un pequeño paseo por los alrededores en busca de material bélico, cargué la falda de mi vestido con buenas piedras, me volví a colocar en mi puesto de mando y empecé los ejercicios de lanzamiento. No tengo excelente puntería pero di alguna vez en el blanco y el chaval se volvió a meter en su casa.
Pasado un buen rato, creo, que el tiempo en esas edades se mide de manera extraña, bien diferente a las medidas del reloj, cuando ya los muebles estaban montados y se restablecía la normalidad, si es que puede llamarse normalidad a meterse a vivir en una casa que jamás has visto, un chico grande, de quince años o más se me acercó y me dijo:
-¿Por qué has estado apedreando a mi hermano?
- Porque me estaba haciendo burlas, le dije.
- No te hacía burlas, es que no sabe hablar, es mudo, te estaba diciendo que quería ser tu amigo.
-Sí, que sabe hablar, que hacía ruidos muy raros, sabe hablar perfectamente, lo que pasa es que no quiere
-Es que es mudo porque es sordo y no ha aprendido a hablar, a su garganta no le pasa nada, es su oído el que no funciona.
Diablos, aquello era muy difícil para mí, no entendía la razón de que alguien que tiene un problema en el oído se le note en la garganta. Miré a mi hermano Fernando, también tenía mal los oídos, siempre le dolían...Seguí sin entender la cuestión después de la explicación amable del hermano mayor pero mi curiosidad me llevó al día siguiente a acercarme al mudo, quizás para comprobar por mi misma la realidad de lo que me habían contado, que también me sonaba un poco a querer burlarse de una cría pequeña y tonta.
Nos hicimos amigos. El mudo me enseñó a colocar migas de pan para que los tordos se acercaran y así poder cazarlos con el tirachinas, a escalar todos los árboles del entorno, a aprovisionarme gratuitamente de nueces, cerezas, manzanas, ciruelas, a pescar en el río con una bota vieja atada en una cuerda (de ahí tan sólo pillábamos unos peces chiquititos que no servían para comer).
Teníamos nuestro cuartel general bajo las ruedas de un carro. El mudo tenía una habilidad especial con las manos y fabricaba todo tipo de artilugios con unos palos y unas cuerdas. Subíamos al tejado de una casa que estaba en el alto que llevaba a la iglesia prerrománica de San Vicente y desde allí afinábamos nuestra puntería lanzando piedras a todo lo que se movía, incluso a lo que no se movía.
Inseparables, aunque jamás, obvio, cruzamos palabra. Yo nunca manejé con soltura su lenguaje de signos por la sencilla razón de que no me era necesario, nos entendíamos sin más. Allí donde estaba el uno estaba la otra, excepto cuando nos pillaban robando fruta, pues el cabronazo era más rápido que yo en las escapadas.
El mudo fue algo así como mi "capitán" entre los cinco y los siete años. Jamás, en los siguientes pueblos en los que viví y en las bandas en las que me alisté, reconocí a capitán alguno, nunca me tropecé con nadie tan fiable. Era absolutamente genial encontrando el camino más corto y más fácil para llegar a lo alto de un árbol.
Mi amigo el mudo se llamaba...
Los muebles cargados en un camión y los tres críos subidos en la caja, toda una aventura, como irse al país más lejano del mundo, descubriendo paisajes nuevos y nuevas formas en las montañas de alrededo
Llegamos a nuestro destino y la casa en la que íbamos a vivir estaba situada en una plaza grande, para mis entendederas de entonces, una plaza ovalada, con el suelo de tierra, rodeada de casitas y de la que salían cuatro caminos en distintas direcciones: hacia el pueblo de abajo, hacia la iglesia, hacia el monte y hacia el río.
Los vecinos vinieron a ayudar, eran aquellos tiempos de montar camas con cabecera y trasera, de montar armarios, con sus correspondientes tornillos, con la puerta con espejo de luna. Había dentro demasiado barullo, no apto para criaturas que no ayudaban en nada y mi madre me mandó salir fuera, a la plaza y cuidar de los dos pequeños.
Me senté en el banco de piedra que había a la puerta, ojeando aquí y allá, también a los críos, que sentados en el suelo cogían puñados de tierra y los lanzaban al aire, dando con certeza en su propia cara o en la del otro.
Al poco rato, asomó por la puerta de enfrente un rapaz de mi edad, más o menos, que empezó a tratar de llamar mi atención con gestos y una especie de alaridos ininteligibles. Me produjo un cierto cabreo el que apenas aterrizada en aquél lugar ya tenía enemigo a la vista y le dije varias veces que me dejara en paz, pero el muy tozudo no cejaba en su empeño y seguía con sus gestos y sus gritos.
Ni corta ni perezosa, di rienda suelta a mi naturaleza pasional y me hice un pequeño paseo por los alrededores en busca de material bélico, cargué la falda de mi vestido con buenas piedras, me volví a colocar en mi puesto de mando y empecé los ejercicios de lanzamiento. No tengo excelente puntería pero di alguna vez en el blanco y el chaval se volvió a meter en su casa.
Pasado un buen rato, creo, que el tiempo en esas edades se mide de manera extraña, bien diferente a las medidas del reloj, cuando ya los muebles estaban montados y se restablecía la normalidad, si es que puede llamarse normalidad a meterse a vivir en una casa que jamás has visto, un chico grande, de quince años o más se me acercó y me dijo:
-¿Por qué has estado apedreando a mi hermano?
- Porque me estaba haciendo burlas, le dije.
- No te hacía burlas, es que no sabe hablar, es mudo, te estaba diciendo que quería ser tu amigo.
-Sí, que sabe hablar, que hacía ruidos muy raros, sabe hablar perfectamente, lo que pasa es que no quiere
-Es que es mudo porque es sordo y no ha aprendido a hablar, a su garganta no le pasa nada, es su oído el que no funciona.
Diablos, aquello era muy difícil para mí, no entendía la razón de que alguien que tiene un problema en el oído se le note en la garganta. Miré a mi hermano Fernando, también tenía mal los oídos, siempre le dolían...Seguí sin entender la cuestión después de la explicación amable del hermano mayor pero mi curiosidad me llevó al día siguiente a acercarme al mudo, quizás para comprobar por mi misma la realidad de lo que me habían contado, que también me sonaba un poco a querer burlarse de una cría pequeña y tonta.
Nos hicimos amigos. El mudo me enseñó a colocar migas de pan para que los tordos se acercaran y así poder cazarlos con el tirachinas, a escalar todos los árboles del entorno, a aprovisionarme gratuitamente de nueces, cerezas, manzanas, ciruelas, a pescar en el río con una bota vieja atada en una cuerda (de ahí tan sólo pillábamos unos peces chiquititos que no servían para comer).
Teníamos nuestro cuartel general bajo las ruedas de un carro. El mudo tenía una habilidad especial con las manos y fabricaba todo tipo de artilugios con unos palos y unas cuerdas. Subíamos al tejado de una casa que estaba en el alto que llevaba a la iglesia prerrománica de San Vicente y desde allí afinábamos nuestra puntería lanzando piedras a todo lo que se movía, incluso a lo que no se movía.
Inseparables, aunque jamás, obvio, cruzamos palabra. Yo nunca manejé con soltura su lenguaje de signos por la sencilla razón de que no me era necesario, nos entendíamos sin más. Allí donde estaba el uno estaba la otra, excepto cuando nos pillaban robando fruta, pues el cabronazo era más rápido que yo en las escapadas.
El mudo fue algo así como mi "capitán" entre los cinco y los siete años. Jamás, en los siguientes pueblos en los que viví y en las bandas en las que me alisté, reconocí a capitán alguno, nunca me tropecé con nadie tan fiable. Era absolutamente genial encontrando el camino más corto y más fácil para llegar a lo alto de un árbol.
Mi amigo el mudo se llamaba...
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