viernes, 5 de junio de 2009

La extraña




No la vimos llegar, nadie se percató del momento en el que aquella mujer se sentó en la mesa de al lado. Hablábamos a gritos, quitándonos la palabra unos a otros, cada vez elevando la voz un poco más.


No se trataba de ninguna conversación trascendental pero parecía que se nos iba la vida en llevar la razón. Se quedaron vacíos los vasos y los paquetes de tabaco ya estaban todos arrugados, sin nada en su interior así que se hizo imprescindible el centrar la atención en el exterior de la burbuja que habíamos creado, buscar la máquina de los cigarrillos y hacerle una señal al camarero para que sirviera otra ronda.


Fue entonces cuando me di cuenta de su presencia extraña en aquel lugar y a aquella hora. Vestida de negro con un traje que parecía recién estrenado pero que debía haber sido cosido hacía ya casi un siglo y que me recordaba a alguno lucido por la mismísima Ava en una película antigua.


En la solapa relucía un broche grande que representaba un ramo con dos tulipanes azules. La piel muy blanca y el cabello gris sujetado en un moño sobre la nuca, un aspecto pulcro, como de haberse preparado a conciencia para sentarse allí y posar para que la pintaran.


No sabría decir su edad, podría tenerlas todas, según desde que ángulo la miraras. Estaba leyendo un libro que llevaba las tapas forradas con una hoja de algún periódico que yo no reconocía. Debió de percibir mi mirada y me miró a su vez con unos ojos tan grandes como creo no haber visto nunca en directo, sonrió y me hizo un gesto, inclinando un poco la cabeza a un lado que yo traduje inmediatamente como un “hola”.

Le devolví la sonrisa y el saludo y me levanté a comprar más cigarrillos. Me abrí paso entre la gente y rebusqué las monedas mientras pensaba que eran casi las dos de la mañana, una hora extraña para que una mujer tan mayor estuviera en un bar leyendo, probablemente sería extranjera y andaría de viaje. Sería una de esas mujeres que aprendieron el arte de viajar hace ya mucho tiempo.

Mi natural curioso quería saciarse y me acerqué a ella pensando en que cosa decir para entablar conversación. Bueno, pensé, lo primero es decirle “hola” con palabras además de con el gesto y ver que es lo que sucede. Así que, al volver a pasar a su lado, le sonreí y le dije ¡hola!

Se movió como para hacerme sitio en su mesa y me contestó ¿Cómo te va? Y dijo mi nombre alto y claro.
Atónita empecé a repasar a toda velocidad las imágenes archivadas pero no encontraba la suya.
-¿No me recuerdas?
Me pareció que se burlaba, bien podía ser que hubiera oído mencionar mi nombre mientras hablábamos a voces y le gustase gastar bromas.
-Parece que tu memoria ya no es tan buena como antes, andas muy lejos de tu casa, no imaginaba encontrarte por aquí.
Bueno, pensé, ésta sabe que no soy de aquí o se lo imagina.

Que mujer tan extraña, parece sacada de otro tiempo, pero me resulta agradable. Me sentaré con ella y trataré de descifrar el enigma, ya me tiene intrigada con sólo un par de miradas y dos frases. Me acomodo, enciendo un cigarrillo y le digo:

-En mi memoria se van borrando datos para que puedan entrar otros nuevos y, ciertamente, se borran más que los que entran, así que bien podrías decirme donde nos hemos visto antes, que me tienes en vilo.

Soltó una carcajada, se estaba divirtiendo a mi costa.
Normalmente este tipo de cosas me solían suceder al revés, siempre era yo quien identificaba al otro y le tenía que recordar quien era.
-Mujer, que pronto olvidas tus sueños. Anoche mismo me hiciste y hoy ya me has olvidado. Soy María, esa mujer solitaria que inventaste para ocupar tu tiempo.
-¡Maria! Pero estás cambiada, yo te inventé más joven y no te puse unos ojos tan grandes, ni te vestí de esa forma tan pasada de moda, tampoco te figuré como una mujer que sale por la noche a sentarse en una taberna. Te imaginé una mujer reposada que duerme a estas horas y que lee en un sillón en su casa.

Cerró el libro y me miró fijamente, movió las manos de dedos largos y huesudos, manos de mujer que ya ha cumplido los ochenta, un poco temblorosas y las puso sobre las mías.

-Pero yo no quiero vestirme con esos vestidos de colores que, lamento decirte, también están pasados de moda, no quiero tener cuarenta años y vivir en los noventa, prefiero tener ochenta y vivir en los cuarenta. Me siento más cómoda. Así que o te acomodas a mis preferencias o te quedas sin invento.

Increíble, el sueño se me rebelaba. Una mujer que en los cuarenta tiene ochenta ha nacido en 1860, me queda muy lejos esa época en la que en los Estados Unidos es elegido Presidente Abraham Lincoln y por las Españas andaba el General Prim.
Como si me leyera el pensamiento me replica rápida:

-Pues esfuérzate un poco, puede que te resulte interesante salirte de tu tiempo y tener muy presente que cuando yo muero, tú naces, querida, que fui mujer longeva y llegué hasta los noventa y cinco años, dos meses y cuatro días.

Me quedo pensativa, a esta mujer, desde luego, le gusta jugar, parece que pretende decirme el día en que nació obligándome a contar hacia atrás desde el 18 de marzo de 1955, contar noventa y cinco años, dos meses y cuatro días. Podré aproximarme pero habré de prestar atención a los años bisiestos.

Oigo que me llaman, mis acompañantes esperan los cigarrillos que había ido a buscar y no entienden que es lo que hago sentada en la mesa de al lado hablando sola.

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