jueves, 15 de julio de 2010

De picnic en el Zayandeh Rud

El Zayandeh Rud viene desde los montes Zagros y es algo asi como el "río de la vida" del centro del país.
A su paso por Isfahan es cruzado por hermosos puentes, algunos de época safávida (S. XVI) y el gran parque Nayvan, con sus más de 1.200 hectáreas, le hace compañía en ambas orillas.

En el puente Shahrestan, el más antiguo, la sonoridad de las arcadas lleva a los hombres a sentarse a su sombra y cantar sus canciones de siempre.





Era el día grande del nowruz (día nuevo), la fiesta de la primavera, que hunde sus raíces en la cultura zoroástrica. Parece ser que ya los aqueménidas (S. VI a. C.) la celebraban y que el lugar, la casa, elegida para la celebración era Persépolis, algunas tallas en la piedra que han sobrevivido a la destrucción, así lo atestiguan.
El ritual de la fiesta del nowruz, tal y como se celebra hoy en día, proviene de la época sasánida (S. III d.C.), todo un festival que comienza diez días antes del nowruz y que llaman Suri. En Irán aún se mantiene como la gran fiesta anual, por encima de las otras dos celebraciones musulmanas chiítas importantes: el ramadán y la ashura.
El saltar sobre el fuego, los baños, las visitas a la familia, las mejores comidas, el preparar todos los tipos de panes... Una fiesta de la vida, que tiene, a mi entender, muchas similitudes con nuestro “San Juan”.



La tradición manda que ese día nadie debe estar en su casa, de buena mañana ya se podía ver el movimiento de coches portando guirnaldas de flores y familias caminando hacia el río, cargadas con sus alfombras y sus cestos de comida.


Gente iraní y turistas (Yahangar). Caballos, barcos y bicicletas, afganos, armenios, kurdos, lors, baluchs, bakhtyaris, una fiesta para el olfato, para el oído, para la vista, todos en la calle, celebrando el día grande, comiendo en el parque, poniendo sus tiendas de campaña en cualquier acera.
Fue un placer sentarse en las escaleras, contemplar, escuchar el sonido del agua y contenerse, mucho, las ganas de acercarse a la orilla, porque la policía vigila de cerca y no permiten mojarse los pies, no a las mujeres, a menos que vayan acompañadas de su marido. Pero, a esas alturas del viaje, ya estaba asumido y no me causó ningún disgusto especial.
Parejas de muchachos pasean en este ambiente festivo y liberal, relajados y menos discretos. A falta de baño, dedicarse a distinguir a las furtivas parejas me resultó entretenido.

Algún que otro joven, menos discreto aún, que ellos y que yo, pretende entrar al parque con su motocicleta pero inmediatamente es obligado a dar media vuelta. La presencia policial, en zonas de aglomeración es fuerte. Aunque no los hayas visto, escuchas a alguien decir algo parecido a "moro-moro" e inmediatamente, ejército y policía se hacen visibles.
Mucho sol y poco espacio libre, así que extiendo mi manta (sisada a la compañía aérea) y me dedico a observar a mis vecinos. Esta vez no sucederá como en Yazd, que cuando Gara Ala regresó con la comida, mi manta ya estaba repleta de todo tipo de panes, frutas y carne. El lugar escogido es el dominio de los afganos, más pobres, que ofrecen lo que tienen, sus sonrisas y los juegos de los niños.


Al terminar el ágape, la comida sobrante se recoge cuidadosamente, se guarda en las bolsas y se deja al lado de un arbusto cercano. No está bien visto dar lo que te sobra directamente pero, antes de que hayamos salido del parque, la bolsa ya habrá sido recogida.

El río seguirá lleno de gente, celebrando su fiesta hasta la noche, pero yo he convencido a Gara Alá para que me enseñe, en los jardines, la flor de la adormidera.

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viernes, 9 de julio de 2010

Saramago: esa dulce mirada portuguesa

Su nombre me llegó en la primavera de 1974, “O 25 de Abril”. Era entonces sólo un nombre:José Saramago que, sin aparecer en los libros de literatura, se empezó a escuchar en el aula de sexto de bachillerato del nocturno y en las reuniones clandestinas del sindicato en la fábrica de mis mañanas. Vino con la música de “Grândola, Vila Morena”, con José Afonso y un puñado de nombres más.


Y la mirada se desvió desde otra primavera, la del París del 68, de la que me hablaban los mayores hasta esta, la primavera vecina, la de la hermana Portugal, trayendo consigo nuevos paisajes de la mano de aquella ilusión, tímida, que te contagiaban, desde tan cerca, los que habían puesto punto final a la larga dictadura salazarista en una revolución en la que, dicen, se contaron cuatro muertos.

Y con él llegaron Lisboa, Porto, Coimbra, Evora, Obidos, Sintra y tantos lugares hermosos, ya fueran de mar, de montes, de plazas o de cantinas.


Aunque con el correr de los años mis ideas tomaron otros senderos, que no siempre han coincidido con las manifestaciones públicas de Saramago (al fin y al cabo, tampoco he estado siempre de acuerdo con las propias), ese portugués de mirada suave, de voz pausada, ese hombre sabio de muchas sabidurías, humilde y tierno, tiene un lugar en mi corazón y le pone nombre a muchas miradas de hombres portugueses, las miradas de hombres más dulces y limpias con las que se encontró la mía.


Memorial del convento, Levantado del suelo, La balsa de piedra, El hombre duplicado, La caverna, Todos los nombres o Viaje a Portugal... son algunos de los hijos de Don José con los que compartí mis viajes por su hermosísimo país.
Su forma de narrar, de exponer, de enseñarnos su alma, de hacer conversar a sus personajes, todo seguido, sin guiones, su sabiduría plasmada en cada párrafo, hizo que sus libros fueran siempre “libros para días de fiesta”, pasillos por los caminar despacio, saboreando los momentos, parando, reflexionando, hilando…


Hoy se me fue la vista hacia un párrafo (de La caverna) en el que Marta conversa con su padre, Cipriano Algor, de corrido, como a Saramago le gusta hacer hablar a sus personajes:
“…No hable de la muerte, padre. Mientras estamos vivos es cuando podemos hablar de la muerte, no después. Cipriano Algor se sirvió un poco más de vino…”
Saramago nos habló de la muerte y mucho, no solamente en “Las intermitencias de la muerte”… “son las sorpresas que la muerte le da a la vida” no se cumplió en su caso y la muerte le vino sin sorpresa, despacio, mirándole serena y dulce, como me parece que solamente puede mirar una muerte portuguesa.


Siempre cerca, siempre maestro, siempre amigo, hasta que la muerte venga hasta aquí, a darme una sorpresa o, quizás también, a mirarme dulcemente, con el preciado legado que son sus libros y su vida honesta acompañándome en el camino.

Más miradas en los enlaces a continuación:

El que calla, muere y dice, de Lisi Prada
Saramago el humano, el escritor, de Trasindependiente
Saramago, blogger de Blas F. Tomé
Saramago creía en Obama, de Jaime García
La Iberia de Saramago, de Encarna Hernández
Saramago de Fernando María
Saramago i la ciutadania lúcida. de Enric Senabre
Saramago, maestro de la literatura, de Cástor Olcoz
Saramago y la Unión Ibérica, de Emilio Fuentes
Saramago: compromiso y Literatura, de Carmen Guarddón
'Pilar?, de Fernando Solera
A Saramago, Psiquiatra de familia
Saramago y el derecho a la rebelión, de Merhum
José Saramago como Blogger de ciudadanomorante.eu
La traducción de Europa según Saramago, de Alejandro Palomino
Saramago, de Arco
Obrigado Saramago de Pilar
Mi padre y José Saramago de Bernardo Ramos
José Saramago y sus libros: el viaje del elefante de Justindelba
Azinhaga, el Pueblo de Saramago, de Paco Nadal
La insoportable soledad, de Modesto Vega

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domingo, 4 de julio de 2010

El housseinieh de Yazd


Impresionaba colocarse debajo de aquel artefacto, gigantesco, enorme. Por la mente empezaban a desfilar las imágenes vistas en la televisión, aquellas multitudes de hombres, dándose golpes, sangrando, en esa especie de catarsis colectiva del rito que recuerda la batalla que supuso la división de los musulmanes entre chiítas y sunnitas.

Situado en una plaza tranquila, al lado de la mezquita del viernes, que al atardecer se llenaba de gente, de mujeres cargadas con sus criaturas, que paseaban, que se acercaban a preguntar, el "Housseinieh" llamaba mi atención de forma poderosa, me sentaba a su sombra tratando de entender como se podían convertir aquellas personas, amables y sonrientes en la multitud sangrante de la Ashura, pero no lo conseguí ni pensando en los ritos de nuestra Semana Santa, que también tienen lo suyo.
Sigue siendo inspiración, trece siglos después, para las distintas luchas político-religiosas, como la que en Irán derrocó a la dinastía Pahlavi y aún siendo origen de la gran división musulmana, también es respetado por sunníes y sufíes puesto que es indiscutible su pertenencia a la "casa de Mahoma" incluso, tras el derrocamiento de Sadam Husein, su tumba, en Karbala (Irak), ha vuelto a ser lugar de peregrinación.
El recuerdo de los sangrientos sucesos del año pasado en Irán durante la celebración del Muharram unidos a la impresión de aquella especie de potro de torturas y el que ya tengo claro que lo de religiones y santos no son lo mío, me llevaron a cerrar el día buscando otro paisaje más leve.

A falta de un buen bar, en la tetería, exclusivamente para hombres, tuvieron a bien dejar a la visitante entrar, sentarse en la alfombra, mirar y fotografiar mientras se fumaba su pipa de la paz y aprendía el gesto de pasarla, doblada, sin tocar la boquilla y agradecer con un toque en el dorso de la mano del vecino cuando él se la pasaba, todo un arte, si señor.
Pero ni allí pude olvidarme del mártir puesto que su imagen lucía en varias de las estampas que decoraban el local.
Una niña afgana entró, pidió un plato en la barra y pasó pidiendo limosna, fue la única vez que ví a alguien pedir. “Es porque es afgana”, decían los contertulios. Nadie sabe a ciencia cierta cuantos son, dicen que más de un millón de refugiados afganos están ahora mismo en Irán, son fáciles de distinguir por sus ropas y por sus ojos rasgados.
Mucha razón lleva Doris Lessing cuando dice que son gente realmente hermosa, en su libro “El viento se llevará nuestras palabras”.
Me contaron y también lo puede ver en algunos sucesos callejeros que su integración no está siendo nada fácil y no solamente por las diferencias religiosas sino por la difícil situación económica que está viviendo el país.
Todos fueron generosos con ella y la niña recogió un buen botín esa noche.


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viernes, 25 de junio de 2010

Nain, en la provincia de Isfahan

Los restos de la antigua fortaleza, de época sasánida, te reciben cuando entras en Nain, desde allí te puedes embelesar un buen rato contemplando la ciudad y cuanto más te embeleses, mejor, porque la zona nueva te dejará muy mal sabor de boca, con sus cuatro sitios de comida rápida y sus hombres-anuncio, disfrazados como si de un parque de atracciones se tratara.

Nain, sin embargo, sabe a desierto, situada en el centro del país, alejada de las zonas montañosas que aportan el agua a las grandes ciudades, se va despoblando poco a poco
 Sentí tristeza al caminar por su mercado, una larga nave porticada en la que todas las ventanas estaban cerradas, apenas un par de sus viejos comerciantes continúan con ellas abiertas: un zapatero y un hornero.
Sentí tristeza al caminar por su mercado, una larga nave porticada en la que todas las ventanas estaban cerradas, apenas un par de sus viejos comerciantes continúan con ellas abiertas: un zapatero y un hornero.
A pesar de contar con una de las mezquitas más antiguas de Irán, del siglo VIII, con un solo alminar y un trabajo del yeso para perderse durante toda una semana descifrando lo escrito en los muros, de haber sido un centro de producción de alfombras de gran prestigio, ahora ya se cuentan con los dedos de una mano las casas que siguen trabajando allí ese oficio de mujeres y niños, de gentes de manos pequeñas, y, la ciudad, pierde población de manera continua.

Escandalosos muchachos iban y venían con sus motos y entendí la razón de la prohibición de motocicletas de más de 125, toda su ansia, toda su fuerza la tenían puesta en el ruido y las piruetas. Supongo que era una broma pero no me hizo gracia y alguno se llevó un buen “mochilazo”.
Después del paseo que no puedo dar por mal aprovechado porque topé con un vendedor de tabaco que me dijo que no existía ningún colectivo de mujeres que cultivaran tabaco en el Caspio, ni en todo Irán tampoco, y que me proveyó de todas las marcas existentes (con lo que dejé de ir preguntando la pregunta allá por donde iba), volví de nuevo a las afueras, a conversar un rato con ese trocito de desierto que se me aparecía de la misma forma en la que lo conocí por primera vez y a decirle que me sigue enamorando y emocionando cuando lo percibo cerca.

Luego, me dejé perder por las calles retorcidas y encontré un hammam, del que las mujeres que lo ocupaban me echaron a cajas destempladas, pero que también me alegró los ojos porque pude ver que no todas eran bellas y perfectas.
Y volví a buscar el silencio, la sombra y el aire fresco en el edificio de la mezquita más antigua de Irán y a soñar con que la pluralidad de voces, que en su día debieron alzarse desde esa tarima, volvían a escucharse.

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sábado, 19 de junio de 2010

Shiraz desde la madraza

Me sentía cómoda aquella tarde mientras paseaba por las callejuelas estrechas y polvorientas, silenciosas como un pueblo de Castilla a la hora de la siesta. No eran capaces de importunarme ni los recuerdos de lo perdido ayer ni la inquietud por lo que pudiera encontrar mañana.
-“No te sabes entera” me contestaba a la pregunta hecha un instante antes.
-“Y de mi es de lo que más sé” me volvía a replicar.
En esas andaba, cuando me di cuenta de que ese "saberme a medias" no era un pensamiento que me desagradara, aunque se me apoderó del alma, o lo que sea que no es el cuerpo, una emoción extraña, contradictoria, que resolví encendiendo un cigarrillo y dándome un abrazo, que, para eso, la madre naturaleza me ha dotado de una elasticidad envidiable.


Resuelta la discusión, entré en la madraza. Después de pegar la hebra un poco con el estudiante que me leyó unos párrafos del Corán (no sé de lo que iban pero le supe contestar con la frase que le quitó a su rostro la seriedad, algo semejante a lo que dicen en misa: “bendito y alabado sea el señor”)… me dejé invadir por el "no saberme", le hice sitio y le permití que se apoderara del cuerpo que por allí se andaba paseando. Y, vacía de todo, me dispuse a mirar.
Me embriagué con los jardines silenciosos, con las flores, con las tres o cuatro mujeres que reposaban en los bancos y que emanaban paz. Se me encendió la mirada ante las filigranas de los azulejos, los artesonados de los ventanales, los colores, la hechura del edificio. Arrinconé lo poco aprendido sobre geografía, sobre arte, sobre historia, sobre culturas y paseé, simplemente, paseé.

Hasta las pintadas de los estudiantes, en las paredes de las aulas, ahora vacías, me hablaban de amores, de los amores de muchachos que algún día serán, posiblemente, esos terribles mulahs, pero que, de momento , únicamente son eso, muchachos enamorados.



Trepé, con permiso del guarda, al terrado y, desde allí, se me ofreció una de las mejores vistas de la ciudad, de una zona antigua que pensé que, en su mayor parte, ha debido estar ahí, así, desde siempre, y, por fin, la Persia de Avicena me tocó el corazón.
Hasta me pareció escucharle dolerse por la desaparición del vino de Shiraz.

Empecé estas líneas con la idea de contar que Shiraz fue, en tiempos, capital de Persia, que está en la ladera de los montes Zagros, que es conocida como la ciudad del vino, la poesía, las luciérnagas, las rosas. También quería hablaros del gran poeta Saadi, pero mejor lo dejo para otro momento y así, de paso, quizás también podré contar algo de aquella noche feliz en su jardín.

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lunes, 14 de junio de 2010

La mesa de...

La pongo de lejos, para que no se vea la guarrería, pero... es que no tengo una mesa, tengo las tres que se ven ahí y otras tres detrás, por esas cosas raras de la vida.
El lugar desde que el que escribo, cuando no lo hago en el cuaderno (abajo hay otras... no sé cuantas) era en sus tiempos un "andar"(andana en valencià), utilizado para cultivar la seda. En la rehabilitación del caserón pusimos en él la biblioteca, abrimos nuevos balcones y le dimos salida a la plaza y la terraza, nada más que ochenta metros tiene, así que ¿qué hay en ella? Quien quiera que venga y busque, hasta colecciones de cromos antiguas hay, porque antes que yo, vivió aquí un pintor que era el que hacía los dibujos para los álbumes "Maga", libros, cachivaches… “titos” decía alguien muy querido.
¡Esto es un museo! dicen las amigas. Esto es un matapersonas, digo yo, pero en casi siete años de vivir aquí sola, me he convertido en una especie de "solterón perfecto", todo manga por hombro y bien revuelto, con tanta mesa puedo dejar papeles, apuntes y vajilla...desperdigado por encima y aún así... para encontrar el móvil, tengo que llamarme desde el fijo.
Lo siento, chicas, pero es a lo que llego, así y todo creo que da una idea ¿no? Vale, una de un poco más cerca, ahora recojo las tazas del desayuno y que conste que el whisky es para la noche...
Y, algo que nunca falta a mi lado: Nel, que se asoma para saludar.

domingo, 13 de junio de 2010

En el caravasar

Siempre me sucede, en cualquier viaje, aunque sepa que es un lugar al que no he de volver, aunque la compañía sea estupenda. En algún momento necesito parar, quedarme sola, detener la marcha.
Y así lo hice aquel día, sin el menor remordimiento por dejar de ver las maravillas que pudiera encontrar fuera del recinto.

El hotelito fue en tiempos un antiguo caravasar, caravanserai en parsi, que así llaman a los lugares en los que las antiguas caravanas hacían un descanso en su ruta, un albergue para animales, hombres y mercancías.
Normalmente, un recinto al que se accede por una inmensa puerta, con un patio interior abierto, alrededor del cual se construían pequeñas habitaciones para que los camelleros descansaran. Perdida ya su función, los cientos que aún se conservan se han reconvertido en hoteles o han sido engullidos por los bazares.
Recostada en uno de los divanes del patio que ahora es el restaurante, el sueño me amenaza seriamente. A mi lado se ha sentado un hombre que también dormita, de vez en cuando se le cae la cabeza, despierta y sonríe diciéndome algo, al final, termina por recostarse en el cojín cómodamente. Tiene otros veinte divanes a su disposición pero ha tenido que venir a este y no me queda otra que pelear contra mi sopor por miedo a dormirme y caerle encima. Las letras del libro resbalan ante mis ojos, lo cambio por el cuaderno, el cuaderno por la cámara. Y no quiero irme a otro diván porque desde aquí vigilo la puerta de la habitación que he tenido que dejar abierta porque mi compañero se ha llevado la llave.


Intento despejarme haciendo fotos, buscando entre los objetos que decoran el lugar algo que transporte mi pensamiento hacia las antiguas vidas que en otros siglos se vivieron aquí.
Un toldo cubre todo el patio y atenúa la luz en beneficio de la perpetua fotofobia de una hija de tierras de cielos grises.
¿Quién habrá mirado este lugar desde aquellla ventana?

Y cuando ya casi estoy decidida a irme a cabecear al cuarto…¡se terminó la paz que reinaba en el lugar!
Aparece una familia de españoles, papá, mamá y tres chicas jóvenes, también su guía persa, se sientan en la mesa de enfrente y parlotean sin cesar. Oigo al padre hablando por teléfono con quien parece ser su criada, pregunta si ha venido el jardinero y luego le pasa el teléfono a su mujer. Su conversación al más puro estilo de “hay que ver como está el servicio” me deja inmóvil y alerta en el diván. Para ir a mi cuarto he de pasar rozándoles, el papá cada vez cierra más el paso de mi escalera con su silla y la gana que tengo de conversar es exactamente: ninguna.

No se han dado cuenta de que el libro que traigo entre manos está en español, piensan que nadie entiende lo que dicen y me paso allí un buen rato, esperando a que se vayan o a que me descubran, enterándome, a la fuerza, de todos los modelitos que tendrán que tener a punto para la noche, junto con los complementos, por supuesto.
 
Pero mi compañero de cuarto regresa antes de lo previsto y en voz bien alta pronuncia las palabras mágicas:
-¿Has sido buena, Gloria? Me dice. La familia se pone tensa, luego saludan, amables, así que no me queda más remedio que saludarles también. Prefería pasar por extranjera.
-¡Qué sorpresa! Estábamos preguntándonos ... (ya lo sé, ya... ¿de dónde será esa mujer que se atreve a sentarse en un lugar público sin los obligados pantalones?).
Y como ya somos compadres, el padre comenta: esas botas al pie del sofá me estaban resultando extrañas, no combinan nada con el resto del conjunto.
- Ah! Le contesto, se me olvidó traer las madreñas.

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domingo, 6 de junio de 2010

La del plumero


Me miraba por el rabillo del ojo, trataba de disimular sacudiendo su velo pero estaba claro que mi atuendo no era el más adecuado para la mujer del plumero.
Bien me advirtió Gara Ala a la entrada: quítate esa flor Yanna, así me llamaba, se supone que es la traducción al persa de mi nombre.
-¿Quitarme la flor regalada por un bakhtiari? Ni lo sueñes, me pondré el chador, como mandan las mujeres negras, pero la flor no me la quito.
Hubo suerte en la Mezquita del Viernes de Yazd, el chador que te plantaban encima, a la entrada, aquellas guardianas de las buenas costumbres que rebauticé como “catequistas-cucaracha” no olía como los anteriores, tampoco era negro, era una especie de sábana rasposa de un color que en su día debió ser blanco y con pequeñas florecillas.
Pero se me caía continuamente, para evitarlo había que ocupar ambas manos en sujetarlo y de aquellas trazas no se podía hacer absolutamente nada.
Cuando me lo contaron pensé que se trataba de una broma, pero no, ahí estaba ella, con su plumero de colores, dando plumerazos a diestro y siniestro en cuanto alguna mujer enseñaba un mechón de pelo.

No tuve el honor de probar el plumerazo a pesar de que me esforcé y tampoco me fue posible conseguir de ella una foto medianamente clara. Debió de sentirse aludida por mi afán de buscársela y desapareció tras una puerta, con lo que pude dedicar el tiempo a hacer lo mismo que hacen todos en las mezquitas: descansar, relajarse, leer y, por supuesto, sujetar la sábana para no terminar arrastrándola por el suelo.


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martes, 1 de junio de 2010

Montes Elburz en Teherán

Hay cosas que nunca se olvidan y, ciertamente, no me olvido de la cara del Profesor de aquella asignatura de urbanismo cuando, repartiendo al azar lejanas ciudades, para el trabajo final, me dijo: Teherán, te ha tocado Teherán.
Sin ordenadores, que aún faltaban unos años para que apareciera el tío google, horas y horas repasando fichas, buscando en aquellos archivos de la biblioteca, apenas localicé cinco o seis obras y, por supuesto, todas escritas en “extranjero”.

Y de aquel trabajo es de donde deriva la imagen que yo tenía de Teherán, una ciudad en la que las clases sociales se van asentando más o menos cerca del monte, subiendo su ladera a medida que aumenta su capacidad económica, buscando un aire más puro y más fresco.
Así pues, hacer el recorrido hacia los montes Elburz era de obligado cumplimiento.
Ni metro ni autobuses llegan hasta la base y el vehículo más adecuado era el taxi verde, exclusivo para mujeres y conducido solamente por mujeres, un trayecto de más de una hora que cuesta unos tres euros al cambio.

Tal y como recordaba de mi estudio, poco a poco, la trama urbana se hace menos densa y van asomando primero los edificios altos, luego los rascacielos, aunque de altura limitada a causa del elevado riesgo de movimientos sísmicos de la zona. Desde el galimatías de autopistas, por doquier, te abofetean las gigantescas pintadas en las fachadas para honor y gloria del régimen.
Más arriba, urbanizaciones de lujo, comercios de todo tipo de productos caros y hasta los chadores negros de las mujeres llegan a parecer elegantes.

Después, contemplo horrorizada la metamorfosis de las antiguas viviendas de los privilegiados en tiempos del Sha, en chiringuitos, restaurantes y cafés, como si de un Marbella de montaña se tratara.

Me recibe El Montañero, imposible de fotografiar sin extras, hay mucha afición en Irán a la montaña, cerca de las grandes ciudades siempre hay alguna cumbre que conquistar puesto que los centros urbanos de importancia se asientan, en este país, al abrigo de los montes: Zagros y Elburz, debido a la falta de agua del resto del territorio. Aquí, en Elburz, están, además, las mejores estaciones de esquí del país.

Se camina por un angosto valle que avanza haciendo eses a un lado y otro de las torrenteras de potente caudal que van regalándote cascadas aquí y allá para salvar los desniveles.

Te cruzas en la subida con grupos de jóvenes que no pueden disimular que no vienen precisamente de tomar agua fresca.
Me complace comprobar que los jóvenes, con su música y sus costumbres, prohibidas e ilegales, están también en el monte además de en los subterráneos y en los escasamente iluminados cafés de los artistas.

La vista de las tiendas de frutos, con sus colores brillantes, todo un lujo de color, te incita a probar, sin embargo, el chasco es tremendo, no saben a fruta, más bien a algo parecido a gominolas en vinagre.
 
Un paisaje de ensueño tan solo si miras muy por encima, en cuanto dejas de prestar atención al canto del agua, a los colores de las alfombras de las terrazas de los restaurantes y a los llamativos bodegones de frutos que se ofrecen al visitante aquí y allá, lo que realmente te impresiona es la suciedad, como si cien fábricas de los más variados artefactos hubieran ido a tirar allí toda su basura.

 
Por encima del elevador que no descubro hasta llegar al punto donde termina, sólo se avista alguna gran casa aislada, empieza el tramo de alta montaña y toca dar media vuelta, la tormenta de la tarde me avisa de que es la hora de desandar el camino.

 Hay que regresar al centro porque esta noche, un recién conocido iraní, Ashkan el cinéfilo, ha prometido que invitará a orujo casero y clandestino en el café de los artistas de Teherán y no me lo perderé por nada del mundo.

 

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jueves, 27 de mayo de 2010

Viajar en el tiempo



Es el guardián de las torres del silencio de Yazd, siempre con su burro blanco y su chaqueta que nos indica cual es su religión: el bolsillo grande, del lado del corazón, para guardar lo mejor y el Kusti, el cinturón de lanas de colores, anudado a la cintura. El borriquito, también viejo, es su tercer compañero y ya tiene reemplazo, por allí andaba el nuevo, trotando y coceando, obligando al guardián a correr tras él. Trabajar durante la vida de cuatro burros es mucho trabajar.
Si el abuelo tendrá sucesor o no es una incógnita. Por el momento, las pequeñas comunidades zoroástricas son un reclamo para el incipiente turismo pero, como siempre, si el número de visitas aumenta, puede que este pequeño centro se convierta en un lugar como Persépolis, con cientos de vigilantes y de verjas y, entonces, el abuelo y su burro se quedarán al margen.

Son agricultores de un campo de pistachos cerca de los Montes Zagros. Desde la tierra arenosa parece que se pudieran tocar los montes de esta difícil región, frontera con Irak, aún nevados en las cumbres de más de cuatro mil metros.
Trabajan tierras ajenas, como tantos, en tantos sitios, se turnan para el cuidado y el riego, importantísimo en primavera, riegan a manta, y levantan, sobre la marcha, las compuertas para dirigir el agua, su maquinaria agrícola: la azada y la pala.
Sus ropas me recuerdan las de los mineros de mi pueblo, en los años sesenta, sus vehículos me transportan a la década siguiente porque, en los sesenta, los mineros asturianos solamente disponían de una bicicleta y, que yo recuerde, a ninguno se le ocurrió la idea de ponerle alforjas.
Una mezcla de recuerdos de infancia y de algunas imágenes vistas... ¿Dónde? Puede que en alguna película italiana.

El es fabricante de escobas en Isfahan. Las fabrica y las vende. Se pasa el día sentado en su estera, ajeno al mundo global y, diría más, al pequeño mundo que le rodea.
Fuma su cigarrillo, por eso es por lo que llama mi atención, son raros los fumadores de cigarrillos en Irán. Un pequeño trozo de acera le sirve para instalar su fábrica de escobas multicolores que le aporta lo suficiente para vivir así, como siempre ha vivido y como quiere seguir viviendo. No te molestes en darle unos "Jomeinis" ni rojos, ni verdes, ni azules, no los aceptará y tampoco aceptará propina por la escoba que le compres.

 
Y al volver la esquina, con mi escoba en la mano, cuando me disponía a entrar en el Palacio de Ali Qapu, como si hubiera dado un salto en el tiempo, aparecen un par de estudiantes de Teherán haciendo turismo y visitando las espectaculares construcciones de la gran plaza de Naghsh-i Jahan.
Tanto podrían ser iraníes como de cualquier otro lugar, su peinado, sus ropas, en nada los diferencian de cualquier otro joven occidental.
El culto al cuerpo ... enseguida llama la atención la coquetería del hombre, más que la de la mujer que, ciertamente, suele llevar bastante maquillaje.
¿Metro sexual se dice? Pues algo así, en cualquier ciudad, cientos y cientos de muchachos metro sexuales provocando, decíamos riéndonos: aunque, la verdad, a mi me provocaba mucho más mi Alfredo Landa del zurkhane... rarezas.
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