jueves, 27 de mayo de 2010

Viajar en el tiempo



Es el guardián de las torres del silencio de Yazd, siempre con su burro blanco y su chaqueta que nos indica cual es su religión: el bolsillo grande, del lado del corazón, para guardar lo mejor y el Kusti, el cinturón de lanas de colores, anudado a la cintura. El borriquito, también viejo, es su tercer compañero y ya tiene reemplazo, por allí andaba el nuevo, trotando y coceando, obligando al guardián a correr tras él. Trabajar durante la vida de cuatro burros es mucho trabajar.
Si el abuelo tendrá sucesor o no es una incógnita. Por el momento, las pequeñas comunidades zoroástricas son un reclamo para el incipiente turismo pero, como siempre, si el número de visitas aumenta, puede que este pequeño centro se convierta en un lugar como Persépolis, con cientos de vigilantes y de verjas y, entonces, el abuelo y su burro se quedarán al margen.

Son agricultores de un campo de pistachos cerca de los Montes Zagros. Desde la tierra arenosa parece que se pudieran tocar los montes de esta difícil región, frontera con Irak, aún nevados en las cumbres de más de cuatro mil metros.
Trabajan tierras ajenas, como tantos, en tantos sitios, se turnan para el cuidado y el riego, importantísimo en primavera, riegan a manta, y levantan, sobre la marcha, las compuertas para dirigir el agua, su maquinaria agrícola: la azada y la pala.
Sus ropas me recuerdan las de los mineros de mi pueblo, en los años sesenta, sus vehículos me transportan a la década siguiente porque, en los sesenta, los mineros asturianos solamente disponían de una bicicleta y, que yo recuerde, a ninguno se le ocurrió la idea de ponerle alforjas.
Una mezcla de recuerdos de infancia y de algunas imágenes vistas... ¿Dónde? Puede que en alguna película italiana.

El es fabricante de escobas en Isfahan. Las fabrica y las vende. Se pasa el día sentado en su estera, ajeno al mundo global y, diría más, al pequeño mundo que le rodea.
Fuma su cigarrillo, por eso es por lo que llama mi atención, son raros los fumadores de cigarrillos en Irán. Un pequeño trozo de acera le sirve para instalar su fábrica de escobas multicolores que le aporta lo suficiente para vivir así, como siempre ha vivido y como quiere seguir viviendo. No te molestes en darle unos "Jomeinis" ni rojos, ni verdes, ni azules, no los aceptará y tampoco aceptará propina por la escoba que le compres.

 
Y al volver la esquina, con mi escoba en la mano, cuando me disponía a entrar en el Palacio de Ali Qapu, como si hubiera dado un salto en el tiempo, aparecen un par de estudiantes de Teherán haciendo turismo y visitando las espectaculares construcciones de la gran plaza de Naghsh-i Jahan.
Tanto podrían ser iraníes como de cualquier otro lugar, su peinado, sus ropas, en nada los diferencian de cualquier otro joven occidental.
El culto al cuerpo ... enseguida llama la atención la coquetería del hombre, más que la de la mujer que, ciertamente, suele llevar bastante maquillaje.
¿Metro sexual se dice? Pues algo así, en cualquier ciudad, cientos y cientos de muchachos metro sexuales provocando, decíamos riéndonos: aunque, la verdad, a mi me provocaba mucho más mi Alfredo Landa del zurkhane... rarezas.
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domingo, 23 de mayo de 2010

El Zurkhane de Yazd

Era imposible resistirse ante este letrero-anuncio de que allí, en aquella estrecha calle, se encontraba el "zurkhane" (casa de fuerza). Además, el sol primaveral pero ya castigador, invitaba a guarecerse.
Una vez dentro, encuentras un lugar, casi en penumbra, con una especie de foso, en el que hombres mayores, jóvenes y niños, están haciendo ejercicios. Las paredes están cubiertas de fotos o dibujos de hombretones tipo Tarzán.
 

Me cuentan que esta especie de gimnasio tiene una larga historia, anterior incluso a la invasión árabe (primera mitad del s. VII). Un rey, capitán o vaya usted a saber, en un momento en el que Persia perdía una batalla tras otra contra sus enemigos, decidió que era importante el prepararse física y espiritualmente para las batallas, hacer fuerte el cuerpo practicando duros ejercicios y alimentar el espíritu con valores elevados y trascendentes para superar con ello el armamento más sofisticado del atacante.

Unas extrañas y pesadísimas tablas-escudos, mazas, artilugios metálicos que, además del peso tienen otros peligros, son movidos a un ritmo vertiginoso por los hombres que se esmeran en hacer una sesión especial para la visita.
Suena con fuerza el tambor-como-se-llame y, por si no fuera suficiente: micrófono y muchos decibelios para el tamborilero. El maestro dice algo y todos contestan, son oraciones y menciones al profeta Alí y resto de parientes.

Casi sin darte cuenta, te encuentras también salmodiando palabras que no entiendes, metida por completo en el ambiente.
Es una cosa que no dejó de sorprenderme: el afán por explicarte, hablando de profetas, quién es familia de quién, argumento irrefutable para ellos a la hora de saber cual es la rama religiosa auténtica, cosas del pedigrí, me parecían. Y yo, descreída mujer, pensaba todo el rato que unas pruebas de ADN podían resolver algún que otro conflicto religioso generado a raíz de si "yo soy más de Mahoma que tú", pero de eso ya hablaré en otro momento.
A pesar del ruido atronador, de los rezos y de la fe que le ponían hombres y niños, mi vista se fijaba continuamente en el hombre de la izquierda: "mi Alfredo Landa iraní"
Yo diría que ya tenía los setenta cumplidos pero el resto de "mazas" no podían con él, además… ¡estaba tan gracioso con el atuendo! Inmensa ternura.
Los pequeños, con los ojos abiertos como platos, seguían a los adultos y, cuando podían, amenizaban con piruetas y danzas los intermedios en los cambios de instrumentos para los ejercicios.
El más chiquitín tenía un pequeño problemilla con el pantalón y sufrió lo suyo para defender su arte. Difícil arte.




Pude levantar una de aquellas mazas con los dos brazos y voltearla por encima de mi cabeza una sola vez, pero, en cuanto me pusieron una en cada mano no fui capaz de levantarlas hasta los hombros, sentí que me partía en dos. Pesaban, me dijeron, cuarenta kilos cada una y, ellos, las movían como si de pañuelos de seda se tratara.

Terminada la sesión, que se alargó más de dos horas, volví a la luz hermosa de la tarde y me fijé en los vehículos de los gimnastas y sus alforjas, pensé: gimnasio y moto, igual que allí.



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lunes, 17 de mayo de 2010

Ella es así.

Aún era verano, pleno agosto, hacía calor cuando salí de Valencia, pero al llegar a mi tierra el cielo, tan azul y brillante durante todo el camino, se tornó negro y empezó a llover a cántaros.
Esa Asturias gris, nublada y lluviosa me recibía tal como es, sin hipocresía alguna, sin guardar las formas, avisándome de que su cielo no iba a iluminar mi paso por ella, de que encender luces y no sentir frío era solamente asunto mío.

Como siempre me sucede cuando regreso sentí una punzada, esa fiera emoción de miedo al miedo. Es la emoción que me provoca el retorno a lugares o a personas a los que debería pertenecer si, en algún momento y siguiendo un impulso contra el que no he querido batallar, no se me hubiera ocurrido convertirme en criatura errante. Como si todos los temores sentidos en cada partida se concentraran en esa primera mirada.
Aún era verano, pleno agosto, hacía calor cuando salí de Valencia, pero al llegar a mi tierra el cielo, tan azul y brillante durante todo el camino, se tornó negro y empezó a llover a cántaros.
Esa Asturias gris, nublada y lluviosa me recibía tal como es, sin hipocresía alguna, sin guardar las formas, avisándome de que su cielo no iba a iluminar mi paso por ella, de que encender luces y no sentir frío era solamente asunto mío.
Errante, nómada, siempre, en todo cuanto puedo. Deseaba sentirme ajena al pisar los lugares que habité tantos años, treinta y cuatro... conseguir mirar con mirada nueva, sorprenderme de la misma manera que me sorprendí cuando tomé aquel barco en el río Amazonas, cuando me paseé por Lago Agrio, cuando vi los matices anaranjados de las dunas al amanecer, cuando...
Como si la tierra hubiese leído mi pensamiento y pretendiera agarrarme con fuerza y no dejarme partir, me enseñó su cielo oscuro, su lluvia, su poderío, sus exigencias. Y me mostró su perfil más inhóspito y su viento frío me gritó que nunca, por más que corra, por más que me aleje, dejaré de ser su hija.



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domingo, 9 de mayo de 2010

En un mercado persa





Lo primero que me llama la atención en cualquiera de los mercados-bazares persas es que nadie te insiste para que compres, nadie te persigue, como mucho te hacen un gesto con la mano para que pases y mires si quieres.

Buscando alguna cosilla en una cestería, tratando de entenderme con el vendedor, un anciano que sólo hablaba parsi y que se debía estar haciendo cruces... o medias lunas con mi dificultad para contar los riales -jomeini azul, jomeini rojo, jomeini verde, les llamaba yo a los billetes y me volvía tarumba con tanto millón en la bolsa-, desde la tienda de al lado, vino una muchacha y en un perfecto español dijo: "si necesitas cualquier cosa me lo dices, hablo tu lengua, él no entiende nada de lo que le cuentas".
Se regatea en el bazar, si, pero poco, si ofertas un precio descaradamente bajo, hacen un mohín y dejan el juego.



Colores y olores, todos los conocidos y alguno más, almendras verdes, ciruelas de mil clases, pistachos, dátiles, legumbres, especias... formando composiciones armoniosas. Puedes probarlo todo, el vendedor tratará de explicarte que es lo que estás comiendo pero no insistirá en vender. Nadie grita en el bazar.

No me olvidé de ella, de la niña que fui, en el mercado persa, bien al contrario, la llevaba de la mano todo el rato.
Una niña de diez años que fue a parar a un internado de la capital porque la maestra del pueblo se empeñó en que “esta niña tiene que hacer el bachillerato". La mujer, doña Marcelina se llamaba, se quedó durante todo el año sin comer, se hacía un bocadillo mientras me preparaba, al mediodía, para hacer el examen de ingreso y la beca… bueno, creo que yo tampoco comía, pero de eso no me acuerdo.

Aprobé el examen, me dieron la beca y me fui interna, aunque mi gozo duró solamente un curso, la beca no era suficiente para pagar todos los gastos y, a pesar de las buenas notas, hube de volver a la escuela del pueblo, no había ningún instituto todavía cerca.
Creo que fue la primera vez que me dolió la pobreza.
Y me hubiera gustado poder decirle a aquella señora gris y tiesa, profesora de gimnasia en el internado, que no me dejó participar en la danza de Ketelbey (esta misma que he puesto de fondo musical) en el festival de fin de curso, porque no tenía dinero para agenciarme el disfraz: ¡Chúpate esa! La bailo en la mismísima Persia.


La poesía, la miniatura, la alfombra... son los regalos que Persia le ha dado al mundo, es lo que el señor Ferdusi le dice a Kapuscinski cuando, para levantar su ánimo, va a visitarle y a mí, el mercado persa, me regaló el sacarme aquella espinita que se me clavó cuando, aquella señora, me dijo… "vete, este no es lugar para ti, si no tienes el traje no me molestaré en enseñarte el baile".
Y me parecía escuchar a doña Marcelina, secándose las lágrimas que le saltaron cuando me vio regresar a la escuela el siguiente curso y diciendo "¿Ves cómo tenía razón?"
¡Va por ti, maestra! Fuiste un empujón muy importante.

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domingo, 2 de mayo de 2010

Imágenes y el Irán de Kapuscinski


Llevaba unos días dándole vueltas al tema de la profusión de imágenes que continuamente nos invade y el poco tiempo que tardan en desvanecerse, como si la capacidad de imaginar más allá del impacto de la imagen estuviera entumecida.
Pensando en lo lejos que quedan aquellos momentos de escuchar contar un cuento o una historia y que el paisaje se perfilara en tu imaginación solamente a través de las palabras.
No vi ningún dibujo, ninguna imagen de las primeras historias que de niña me contaron, me lo mostraron solamente con palabras pero el escenario se dibujó en mi memoria y ahí permanece, mientras que ahora, me ofrecen una imagen tras otra y casi todas se van tan rápido como vienen.
Desde ese pensamiento y la nostalgia que me provocaba llegué al de hoy debería dedicar un poco de tiempo a llorar, llevo demasiado tiempo sin llorar, noto los ojos secos por dentro... mientras trataba de repasar en mi memoria los estantes en los que apilo esas películas aptas para el ejercicio del llanto.

Era el momento de mi almuerzo, divino momento, el más parecido en mi vida diaria, a aquel otro, tan lejano ya también, cuando me sentía una diosa (eres una pardilla, me decía él y he de reconocerle, hoy, que era más sabio que yo).
Mientras me dejaba querer, en mi bar de cabecera, terminé de repasar, por tercera vez el libro que no leí antes de irme a pasear por Irán, releí mis subrayados, saboreándolos... y mi deseo matutito se vio satisfecho: lloré, lloré suave y despacio unas lágrimas grandes, lágrimas con el poder de serenar la mirada y la sonrisa, de bajar los hombros, de apaciguar la voz.
"Algo cercano, sugerente, con la capacidad de atraerte, por si mismo, para ocuparte el resto de la vida si quieres", escribí al final del libro porque, conociéndome, sé muy bien que otras cosas me la ocuparán sin duda.
En "El Sha o la desmesura del poder", Kapuscinski hace un recorrido por la historia de Irán narrando, contando, desde la visión de fotos o viejos artículos de periódicos que el libro no enseña. No veo la imagen pero él la cuenta y desde ella, con su contar, te hace llegar hasta mil lugares en el espacio y en el tiempo.

Su percepción, su análisis de la revolución iraní y de todas las revoluciones, su visión de la desaparición del Trono del Pavo Real (el mismo que allá, en Agra o en Fatehpur dejó su impronta), sus sentimientos, sus ideas, su desazón, su fin de año ante la embajada americana mientras aún los rehenes estaban dentro, me estremecieron y emocionaron. Llega desde la foto de la multitud hasta la descripción del primer plano de una forma magistral y bien cargada de ternura.

Mi yo, simple, pequeño, se sintió reconfortado ante su confidencia de desear ponerse a limpiar los cristales para cortarles el paso a la decepción y a la depresión ante los fracasos ¡le sentí tan cercano!
En mi mente se quedó prendida la imagen del Irán de los años ochenta, con tanta nitidez como se quedó el bosque por el que correteaba Caperucita después de oír a mi madre contarme, por primera vez, el cuento y... le habría besado.