miércoles, 10 de febrero de 2010

Mamallapuram, el templo de la orilla


De camino hacia el templo se encuentran, en medio de la arena, muchas chozas habitadas, construidas en madera y techadas con paja, que adornan su entrada con esculturas de piedra; suenan los martillos, la música de los cinceles golpeando la roca, por doquier hay canteros trabajando.

Te reciben a la entrada del templo animales tallados en piedra y columnas que surgen de la arena, huele a mar, huele a historia cargada de miles de historias, al duro trabajo de los canteros, a rezos y peticiones de los pobres, al poderío de los últimos tiempos de la dinastía palava.


El templo, construido en el siglo VII y dedicado a Shiva y Vishnu, está siendo devastado por el viento, aunque se ha levantado un muro en el lado que da al océano, para evitar la erosión.
Los toros custodian junto a los dioses el entorno pero la arena avanza y diluye sus formas, el famoso muro, construido tras la declaración de patrimonio de la humanidad de este lugar, no puede contener su avance.
Shiva y su cohorte de mujeres aparecen nuevamente retratados por doquier, esta vez, uno de los ancianos que deambulan por el lugar, se pone a la labor de presentarme a esta extraña familia de dioses pero apenas le escucho, creo que hace ya rato que he concluido que el tal Shiva se parece mucho a todos los dioses conocidos.
Este templo, curiosamente, también ofrece infinidad de imágenes esculpidas de la vida cotidiana, de gentes y sus oficios, hasta el oficio más antiguo del mundo está representado.

Las dos torres del templo son dos santuarios, dedicados uno a Vishnu y el otro a Shiva, inspiradas en el Dharmaraja Ratha.


Con la misma entrada también se pueden visitar los cinco rathas, prototipos arquitectónicos de los templos dravídicos y que reciben su nombre de los héroes de la epopeya del Mahabharata, los pandavas. Son una especie de maquetas a escala real de los templos conocidos por los constructores de este romántico templo de la orilla, casi bañado por el agua del océano Índico.
 



Una cabra es hoy mi compañera de excursión, una alocada cabritilla que se coloca siempre delante y no me deja fotografiar al inmenso elefante tallado en la roca, corretea a mí alrededor y, por supuesto, se deleita con mi almuerzo.
Si el templo de Kapaleeshwarar era el reino de los gatos, este de Mamallapuram ha sido conquistado por las cabras que lo pasean y lo disfrutan a sus anchas.
No han venido solas, por ahí anda su pastor a quien nadie le pone inconveniente alguno para llevar su rebaño a pastar a un templo que ha sido declarado patrimonio de la humanidad y se me ocurre pensar que, realmente, molestan bastante menos que los autobuses cargados de turistas y, si tienes sed, a cambio de unas moneditas, el pastor te ofrecerá un estupendo vaso de leche de cabra.


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