miércoles, 24 de febrero de 2010

Collar de sopa de estrellas


Y paseando, paseando, viendo mi tierra en agosto casi irreconocible, con tanto turista por todas partes, con tanto menú en inglés y tanto chiringuito de vender fabes, compangu, casadielles y demás "productos del país", llegué a Gijón y, como no podía ser de otra manera, aunque el tiempo no ayudaba, a mi lugar favorito en la playa.

Se llama "la madre del emigrante", en el Rinconín, azotada por los vientos, despidiendo al hijo que se iba a las Américas o a donde sea que se fuera, que hubo también muchos que partieron hacia Australia, pero nosotros la llamábamos "la Lloca del rinconín".
Hasta aquí llegaba paseando los domingos, por mucho viento y mucho frío que hiciera en aquella primera vejez de los diecisiete, la peor vivida, la más inexperta, con las manos heladas, sin dinero para tomar un café y con un excesivo orgullo que me impedía aceptar la invitación, mil argumentos se me ocurrían para poner mis paseos por encima de cualquier café.
Nunca perdonaba mi paseo de las tardes del domingo, algo andaba buscando que no recuerdo lo que era, así que no puedo saber si lo encontré.
Lo que sí recuerdo es que desde este lugar tiré al mar, una de esas tardes, frías y lluviosas, un collar, fabricado con estrellas de hacer sopa que me había regalado un vecino guapo... guapo, algo así como mi primer "ligue".
Que no tengo tiempo, le decía yo, la fábrica, los estudios, otras obligaciones, no me dejaban espacio para novios ni ligues de ningún tipo. Tan solo disponía de las tardes de domingo libres.
Pero el chico era insistente, siempre esperando en el portal a que yo entrara o saliera y se convirtió en parte de mi paisaje cotidiano.
Arrojé al mar con rabia el dichoso collar, rabia ante mi falta de "ojo clínico" para distinguir una perfectísima incompatibilidad de... de todo.
Bien cabreada por la simple razón de que el muchacho, después de rondarme con insistencia durante unos meses, al llegar el frío empezó a darme largas, a hacerme luz de gas, que dicen los finos y, por casualidad y porque me paseaba mucho los domingos, le vi salir del cine con una estupenda morena, que ya por aquel entonces llevaba abrigo de piel.
Entendí la razón por la que su voz sonaba rara cuando dijo que aquella tarde de domingo tenía guardia en el negocio familiar y el que preguntara tantas veces si no tenía frío, puesto que no llevaba un abrigo decente. Y yo, respondiendo siempre que no, que no tenía frío, que con una chaquetita de lana ya tenía suficiente.
¿Un abrigo? Pues ni que estuviéramos en el Polo Norte, que no, que no soy tan floja, además yo pasaba de modas, por supuesto tampoco usaba bolso ¿para guardar qué?
Comprendí, al verle con la "estupenda" del abrigo de piel, que le parecí aceptable con los vestiditos del verano pero que, en el invierno, se notaba mucho que no tenía una perra, no estábamos en el mismo escalón, debía pensar él mientras yo sólo me había fijado en que tenía unos preciosos ojos verdes.
Así que me comí mi humillación y con mi orgullo de domingo me fui a la Lloca a tirar su regalo. Aunque seguí viviendo en la misma casa, siete años más y él vivía en el piso de arriba, nunca le volví a cruzar al bajar las escaleras, mi fino oído me avisaba del peligro.
Pieles, tacones y maquillajes no combinaron nunca bien con mi gusto por el vagabundeo, ni peinetas ni mantillas, que no, que no...



jueves, 18 de febrero de 2010

Canteros y pescadores de Mamallapuram

Fue muy agradable la estancia en Mamallapuram (Mahabalipuram) a pesar del fuerte calor del día y de la intensa lluvia de muchas tardes. Un lugar tranquilo, con pocos turistas, casi todos mochileros hospedados en el mismo lugar, un complicado edificio en el que los cuartos parecían colocados al azar en los patios, en las escaleras, pero que tenía una estupenda terraza para ver las puestas de sol y en la que corría una estupenda brisa por las noches.
Allí, en la terraza, conocí a una viajera de las que viajan por trabajo, estaba haciendo un recorrido por la zona para actualizar los datos de la "Loly" y disfrutando a lo grande porque acababa de llegar un grupo de guapos nórdicos por los que cambió mi compañía en un santiamén, la muy pécora.
 

Pasear por el barrio de los escultores, de camino hacia el templo de la orilla, charlar con ellos, siempre amables y encantados explicando su trabajo a la curiosa preguntona que quería saber el nombre de todos los dioses que esculpían, era el entretenimiento de las mañanas.


Ellos también preguntan, el nombre, el país… y son ellos los que me cuentan que el albergue en el que estamos (Lakshmi Lodge) fue, en tiempos, un burdel. Así me explico lo complicado que resulta el moverse por dentro, su situación a las afueras de la ciudad, tantos cuartos con entradas independientes, sin conexión con el patio central, la falta de ventanas...
Me cuentan los canteros que en sus talleres también restauran imágenes de muchos templos de la India y Sri Lanka y que empiezan a tener pedidos de la mismísima Europa, son artistas de la piedra muy orgullosos de su arte.


También me indican el camino a seguir para llegar a otro de los templos del lugar, sobre la montaña y al que llevo días queriendo acceder sin encontrar la senda. Será mi objetivo para mañana temprano, cuando el sol no caiga a plomo. No acepto el reto de subir a pleno sol por mucho que se me ofrezcan de guías.


Al llegar la noche, desde el restaurante junto al mar, mientras esperamos que nos preparen un suculento plato de pescado, se ven, en la playa, las barcas dispuestas y los pescadores que se afanan reparando las redes para salir a faenar en la noche. Nos ofrecen salir con ellos de pesca pero no les apetece a los colegas y no parece prudente salir sola (es mi tercer no del día ante la posibilidad de una aventura...paciencia), además, el cielo se ha puesto negro de repente, lloverá con ganas.

El de pescar es el otro oficio en el que se emplea la gente del lugar, salen al mar cada noche, con sus rudimentarias barcas, con las redes y poco más y regresan bien temprano por la mañana, con todo el pescado vendido casi antes de poner un pie en la arena.

Se huele ya el diluvio que viene y que nos retendrá en el restaurante durante casi toda la noche, únicos clientes. Allí mismo, los trabajadores, los dueños, la familia, duermen tras el destartalado mostrador o sobre las mesas y nos permiten quedarnos hasta que la lluvia nos conceda una tregua y podamos llegar al albergue.
Noche de jugar a los dados, que nunca faltan en mi mochila, junto al dominó, cuando hago un "viaje largo" y que siempre me han demostrado ser muy útiles para salvar esas horas en las que te quedas atrapada.
Falta poco para el amanecer cuando la lluvia amaina y nos vamos, casi a tientas, por los caminos embarrados, buscando nuestro albergue; los ladridos de los perros nos sirven de guía para llegar a la zona habitada en la que ya empiezan a verse las hileras de mujeres, con un recipiente de agua en la mano, caminando hacia la playa.

 

miércoles, 10 de febrero de 2010

Mamallapuram, el templo de la orilla


De camino hacia el templo se encuentran, en medio de la arena, muchas chozas habitadas, construidas en madera y techadas con paja, que adornan su entrada con esculturas de piedra; suenan los martillos, la música de los cinceles golpeando la roca, por doquier hay canteros trabajando.

Te reciben a la entrada del templo animales tallados en piedra y columnas que surgen de la arena, huele a mar, huele a historia cargada de miles de historias, al duro trabajo de los canteros, a rezos y peticiones de los pobres, al poderío de los últimos tiempos de la dinastía palava.


El templo, construido en el siglo VII y dedicado a Shiva y Vishnu, está siendo devastado por el viento, aunque se ha levantado un muro en el lado que da al océano, para evitar la erosión.
Los toros custodian junto a los dioses el entorno pero la arena avanza y diluye sus formas, el famoso muro, construido tras la declaración de patrimonio de la humanidad de este lugar, no puede contener su avance.
Shiva y su cohorte de mujeres aparecen nuevamente retratados por doquier, esta vez, uno de los ancianos que deambulan por el lugar, se pone a la labor de presentarme a esta extraña familia de dioses pero apenas le escucho, creo que hace ya rato que he concluido que el tal Shiva se parece mucho a todos los dioses conocidos.
Este templo, curiosamente, también ofrece infinidad de imágenes esculpidas de la vida cotidiana, de gentes y sus oficios, hasta el oficio más antiguo del mundo está representado.

Las dos torres del templo son dos santuarios, dedicados uno a Vishnu y el otro a Shiva, inspiradas en el Dharmaraja Ratha.


Con la misma entrada también se pueden visitar los cinco rathas, prototipos arquitectónicos de los templos dravídicos y que reciben su nombre de los héroes de la epopeya del Mahabharata, los pandavas. Son una especie de maquetas a escala real de los templos conocidos por los constructores de este romántico templo de la orilla, casi bañado por el agua del océano Índico.
 



Una cabra es hoy mi compañera de excursión, una alocada cabritilla que se coloca siempre delante y no me deja fotografiar al inmenso elefante tallado en la roca, corretea a mí alrededor y, por supuesto, se deleita con mi almuerzo.
Si el templo de Kapaleeshwarar era el reino de los gatos, este de Mamallapuram ha sido conquistado por las cabras que lo pasean y lo disfrutan a sus anchas.
No han venido solas, por ahí anda su pastor a quien nadie le pone inconveniente alguno para llevar su rebaño a pastar a un templo que ha sido declarado patrimonio de la humanidad y se me ocurre pensar que, realmente, molestan bastante menos que los autobuses cargados de turistas y, si tienes sed, a cambio de unas moneditas, el pastor te ofrecerá un estupendo vaso de leche de cabra.


miércoles, 3 de febrero de 2010

La casa de Rosario Acuña


En una escapada a mi tierra, mientras paseaba por "el muro" y me asombraba un tanto de los cambios del paisaje, en medio de la tormenta, asomó el arco iris y se posó sobre la casa de Rosario Acuña. Como una ráfaga, me volvió a la memoria esa casa que siempre me pareció cargada de misterio. Hablábamos de ella cuando paseábamos cerca pero nunca nos acercamos lo suficiente.

Se contaban extrañas historias sobre las reuniones que en ella se celebraban, historias de la masonería, de ritos... todo era confuso sobre la historia de esa mujer y de esa casa. Cosa normal, pienso ahora, eran los años setenta y, aunque Rosario había muerto en 1923, el régimen se había ocupado de ocultarla.
Y nosotros, nosotros éramos unos jovenzuelos, inquietos, si, pero poco perseverantes a la hora de descubrir misterios, era mucha la vida nueva que parecía esperarnos a la vuelta de cada esquina, eran muchos los libros por descubrir, las emociones por experimentar.
Rosario Acuña fue ensayista, poetisa, feminista, republicana, una adelantada para su época, adelanto que pagó, en algunos momentos con el exilio. Una mujer que no se detuvo, ni ante la ceguera, ni ante el marido, ni ante la iglesia, ni ante nada. Si, por supuesto, procedía de una familia importante, imposible que fuera de otra forma. También debió haberlas, mujeres como ella, entre las pobres, creo, deseo.
Fue también una mujer viajera, dicen que viajaba a caballo o a pié para no perderse nada del paisaje, del olor de las tierras, para conocer la realidad de las gentes que en ellas vivían.
Pensé, al ver dibujarse su casa bajo la cola del arco iris, que las incontables horas que pasé en esa playa, en mi primera juventud, con las primeras lecturas, aquellas horas hermosas, bien cargadas de sensaciones, tuvieron muy buen abrigo.