martes, 29 de diciembre de 2009

Cerca de Bihar


Le he dado mil vueltas al cuaderno del viaje, otras tantas al álbum de fotos, atrás y alante con los mapas en los que tengo señalado el itinerario, pero no puedo estar segura de cual era el nombre del lugar, lo más que llego a acercarme es a que, desde Varanasi (Uttar Pradesh), tomamos un autobús en dirección al estado de Bihar que tiene por capital a Patna y, en algún lugar del camino nos bajamos. Sé que no llegamos a Bihar porque no hicimos las cinco o seis horas de trayecto, bien a mi pesar, pues ya se olía el Nepal, tan cerquita, tanto que mis pies se querían marchar solos.

Pero no estaba en el programa. El programa era un absurdo en el que cada uno de mis compañeros había elegido un punto al que deseaba ir: una a Agra, otro a Varanasi (ambos ya cubiertos), el tercero a Bangalore y yo… yo me había estudiado la ruta y sabía que era imposible ir a Nepal, si había que ir a la reunión aquella de Bangalore del movimiento antiglobalización, me habría de ir conformando con aprovechar las distintas paradas, obligatorias, a las que nos forzaría el ferrocarril, Chennai (Madrás) y, como mucho, acercarnos a Kerala, si seguían sin mirar los mapas y no se enteraban de la vueltecita que les iba a dar.
Un tremendo recorrido, teniendo en cuenta que tanto la llegada como la partida tenían como punto Bombay. Si conseguía cuadrar los itinerarios y paradas aún habría tiempo de hacer un descanso en Goa.
Fue un viaje difícil el de la India, tan difícil que estoy segura de que ninguno de los que vinieron conmigo recordaría el lugar, aunque le enseñara su foto en él.


Por el camino, desde el autobús, el mismo paisaje, ya casi familiar de hombres y animales, de barro, de baile en el caos, decía yo, asombrándome de que un autobús pudiera pasar por aquellas calles en las que nadie se apartaba.
Unos hombres portaban un muerto, sonaban campanillas y una especie de trompeta y voceaban algo, iban rápidos y nadie se inmutaba a su paso. Daba la impresión de que se trataba de un momento festivo pero las mujeres que se sentaban a mi lado en el autobús me explicaron que se trataba de un entierro.

 


Un fuerte, otro más de los cientos que hay en ese país y que después de haber visto los de Agra y sus alrededores, me hacía especular con que los mogoles también habían estado allí, pero la presencia musulmana reciente era más fuerte, también la inglesa, las huellas persas estaban algo más borrosas.
Así era, el emperador Akbar el Grande, el constructor de Fatehpur y el Fuerte rojo de Agra, también había conquistado Bihar y la había anexionado a su imperio como parte de Bengala. Tras la caída del imperio mogol pasó a ser parte de Bengala y, posteriormente, protectorado inglés.

 

Algunos restos de antiguas mansiones llamaban mi atención mientras nos encaminábamos hacia lo alto del fuerte. No me resultaba difícil imaginarme esas casas en sus momentos de esplendor y a aquellas inglesas que nos retratan tantas novelas y películas, paseando con sus sombrillas por los jardines.


Muchos chavales nos seguían los pasos, éramos los únicos turistas por la zona, insistían en salir en la foto y miraban arrogantes al objetivo.
He de reconocer que no me resultaban siempre agradables las miradas de los hombres en la India. Hasta en los jovencitos encontraba miradas de esas que hacen que inmediatamente me ponga brava, que diría un cubano.
 

Seguramente son cosas mías pero, cuando visito un país me fijo mucho en la impresión que me produce la forma en la que me aguantan la mirada y allí siempre percibía, como poco, descaro, me miraban desde arriba y no por cuestiones de estatura, no solamente.
Nos abrieron el fuerte para nosotros, los guardianes se hicieron de rogar durante un rato y tras una reñida negociación acabamos por llegar a un acuerdo.

 

Desde lo alto vemos el río, el Ganges, el mismo por el que habíamos paseado en barca hacía unos días, que, parsimonioso, iba dando savia a las orillas, regalándose a su paso mientras recorría su camino hacia la muerte en el Golfo de Bengala.


Mis compañeros se durmieron, tal cual, se hicieron la siesta sobre la hierba, aprovechando la brisa de la tarde y dediqué ese momento para pasear los alrededores y detenerme un rato en el cementerio musulmán, olvidado y viejo. Como casi todos los días, la muerte, vecina, mucho más cercana en la India que en ningún otro de los otros lugares que yo conocía.

El río sagrado iba, poco a poco, llevándose los restos de los antiguos pobladores del lugar y desgastando su última morada.


martes, 22 de diciembre de 2009

Nadeando

No hacía cuentas, no tenía agenda, no aceptaba obligaciones, su ritmo, ciertamente, se parecía al de los peces de los documentales, nadando despacio de un lado a otro, sin que nadie sepa a donde van a no ser que el comentarista lo explique.
Pero el comentarista andaba de vacaciones así que no tenía ni idea de cual era el destino del lento movimiento.
El perro, guasón, miraba hacia otro lado, cuando le preguntaba. El también nadeaba lo suyo y no se hacía cábalas con el asunto.


Y el agua, en el fondo del mar, al menos, dicen que es negra, así que negro le gustaría poner el color sobre el que juntar las letras, pero le daba pereza el cambio.
Se dice "como pez en el agua" para explicar que se está estupendamente, pero ¿quién sabe como se siente un pez en el agua?
Si es cuestión de nadar, se supone que al estar en su medio, se sentirán a gusto, pero lo mismo podríamos decir de los humanos cuando caminamos y no siempre es cierto. Son más bien poquillos los momentos en los que caminamos con soltura y comodidad, o los que caminaba ella, por lo menos.
Pues nadar, nadar, no nadaba mucho, nadear, nadeaba cada vez más. Se estaba convirtiendo en costumbre el pasar los días nadeando de aquí para allá, todo era un nadear entre la nada.
Se daba un poco de susto pensando que lo vivido, el pasado, pesaba ya tanto que conseguía que el presente pareciera liviano. Se ponía a susurrarse historias para levantarse la moral y no se le ocurría historia nueva, todas eran ya repetidas, con la sola diferencia de que terminaban antes, algunas, incluso antes de comenzar, por pura pereza.
El año había sido lento, muy lento, el más lento que recordaba. Los hubo peores, si, pero no tan lentos...
Sin ganas de ponerle chispa a los días, ni siquiera se daba el chute de adrenalina de rigor al repasar los asuntos pendientes.
Sería que era invierno, sería que había llegado el frío, sería... sería...o no sería nada.
También pudiera ser que le faltaran dificultades, cuestión que siempre le había resultado en extremo seductora. Todo lo que era obligado hacer era fácil, no aparecía ningún reto a la vuelta de la esquina para ofrecerse y no se le ocurría o no tenía ganas de ponerse a buscarlo.
¿Sería a eso a lo que llaman el Nirvana? Siempre enlazó esa palabra con un estado de aburrimiento absoluto, pero si el nirvana era eso no era aburrido, simplemente, era nada.

Desde la ventana pudo ver, en la desierta plaza, al vendedor de globos que leía el periódico y la imagen le sirvió de aliciente para seguir nadeando o pensando en que el nadear, algunas veces, es un lugar muy concurrido.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Asuan


Ahí estábamos, contemplando el río, disfrutando la luz de aquella tarde. Una luz que en la memoria me ha quedado grabada como luz azul y dorada al tiempo. Desde el mausoleo, no podía dejar de pensar en Rita Hayworth, la admirada por los hombres, una leyenda. De pensar y de parlotear también, contando al de al lado todo lo que sabía de esa mujer, hasta aburrirle.


No es suya la tumba edificada en ese extraordinario lugar, dicen que allí están enterrados el Aga Khan III, su suegro, y una de sus esposas, la cuarta, también hermosa mujer, suiza, que se convirtió al Islam con el nombre de Umm Habiba.


No saben nada de mujeres, coches y caballos esos hombres-dioses… casi nada saben.Las falucas, como palomas, navegando suaves, como si bailaran un vals. Una de ellas nos había servido para llegar a esa orilla del río.




Estuvo un par de días nuestro barco fondeado en Asuan, para darnos tiempo a disfrutar también de un paseo por la Isla Elefantina y ver el Nilómetro, unos escalones, noventa, con marcas para medir el nivel del río y establecer con ese nivel los impuestos del año.

Visitando el jardín botánico, el inmenso calor, desconocido para mi hasta entonces unido a la diversidad de olores, consiguieron que me desmayara.

Ese desmayo me sirvió de excusa perfecta para no ir al día siguiente a ver más piedras a Abu Simbel, ya había visto tantos templos, tantas estatuas, que no me cabía ninguno más, empezaban a confundirse en mi cabeza.


Así pues, me alié con un grupo de divorciadas catalanas que eran la monda celebrando una recién conseguida libertad (eran, realmente, la divorciada, su abogada y la jueza que firmó el "hasta aquí") y de las que el marido propio que me acompañaba no quería ni oír hablar (malas compañías te buscas, me decía) y, juntas, pero ante la atenta mirada de mi guardián que no me quería perder de vista, no fuera a ser que me volviera a desmayar, contratamos a un barquero nubio para que nos diera un paseo por el Nilo.

El barquero, listo (y guapo también), como si nos leyera la mente, nos ofreció el llevarnos a su pueblo y, por supuesto, aceptamos.

Vimos sus casas, tomamos su té y nos habló un poco de sus costumbres. Eran musulmanes claro, en todas las habitaciones pudimos ver las maletas preparadas para ese viaje a la Meca que todos han de intentar hacer, pero mantenían algunas costumbres propias y diferentes de las de los egipcios del otro lado del río.

Nos dijo que el pueblo tenía un jefe, el anciano, que era una especie de alcalde y juez al tiempo y el que impartía justicia en la misma plaza, una plaza redonda. En esa plaza se constituía el tribunal para juzgar los desacatos cometidos contra alguna de sus costumbres y algunos delitos menores.

Todos los hombres, sólo hombres, del poblado participaban en el acto, dando su opinión. Seguramente más justa esa justicia y más cercana, aunque nosotras nos quedaríamos sin trabajo en ese lugar y ni siquiera podríamos opinar. Más justa, tal vez, pero sólo para ellos.

Vivían de la agricultura y del turismo. Ciertamente, en el barco, casi todo el personal estaba formado por guapísimos camareros nubios a los que mis amigas atosigaban continuamente y de cuyo atosigue ellos se zafaban diciendo que tenían prohibido el trato con los pasajeros.


Pedían los niños, si, como en casi todas partes pero éstos sabían pedir en todos los idiomas: bombón, bombón... Ya no me quedaban caramelos a esas alturas del viaje, tampoco ninguno de los cientos de bolígrafos que llevaba. No había más remedio que darle dinero y confieso que sentí vergüenza.

Era mi primer viaje a un país un poco más al Sur que el mío.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El Fuerte Rojo



Me fijé en él mientras deambulaba por los jardines del Taj Mahal, allí estaba, al otro lado del río Yamuna y pensé: “mañana quiero ir allí y contemplar la vista desde ese lado”.
Quería mirar el Taj de lejos, desde el Fuerte Rojo de Agra.





A unos dos kilómetros y medio de distancia, el Taj se me antoja irreal y muy solitario. La maravilla se contempla en el agua, sola y única.
El fuerte de Agra es otro de los legados del emperador Akbar, el mismo Akbar El Grande que construyó la ciudad de Fatehpur en Sikri.
Es un fuerte, es un palacio, son salones, jardines... muchos palacios. Es, también, el lugar en el que Shah Jahan, nieto de Akbar, pasó sus últimos ocho años de vida, prisionero de uno de sus hijos, contemplando la joya que construyó en memoria de su tercera esposa Muntaz Mahal, la favorita, no la única.
Esposa que según dicen, murió al dar a luz a su decimocuarto hijo mientras acompañaba a Shah Jahan en una de sus batallas.
Puedo pasear tranquila, apenas cinco o seis personas rondan por aquí esta mañana, aparte de los soldados que no sé si vigilan o esperan a que me descuide para darme un susto.
Torres, salones, terrazas, ventanales, más torres, que se abren al río o a la ciudad, todo a mi disposición, sin aglomeraciones.
Muchas y diversas estancias dentro del fuerte, variedad de estilos arquitectónicos, una gran riqueza decorativa que te permite adivinar el antiguo esplendor que se gastaba en los tiempos del “Trono del Pavo Real”, en la edad de oro del imperio mogol en India.



Aún se usa el fuerte como recinto militar y algunas zonas no pueden ser visitadas, en las que se me permite acceder se percibe un cierto abandono, un poco de tristeza.
Más de cuatro siglos de historia conocen estos muros, muchos de ellos, de historia callada.
Y, aquí dentro, mucha leyenda también, pero las piedras no hablan. No saben decir las piedras si es verdad lo que se cuenta sobre los años que permaneció, entre ellas, prisionero, el constructor del Taj Mahal, si es cierto o no que su hijo le permitió mantener, durante el encierro, la interminable corte de hermosas mujeres que siempre le acompañaban y si, como dicen, aún en esas circunstancias tenía asegurada la visión y el disfrute de las bailarinas que tanto le apasionaban cada noche.
Unos soldados que me encuentro me llevan a una sala en donde dicen que se celebraban los bailes y les entiendo que el encierro del viejo emperador no fue realmente tan triste. Les entiendo poco y seguramente mal, algo más que mi fobia a los uniformes flota en el ambiente.
Zanjo la conversación a toda prisa porque no me gustan nada las miradas y sonrisas cómplices que tienen entre ellos y no se ve un alma alrededor. Puede que me equivoque, por supuesto, pero yo diría que ese tipo de gestos ya los he visto anteriormente y no son presagio de nada bueno.
Tengo suerte, porque si hubiera de buscar la salida no tengo ni idea de para donde tirar, mi lamentable sentido de la orientación me gasta, a veces, bromas muy pesadas. Pero aparecen unas chicas jóvenes, los soldados las conocen y juntos desaparecen de mi vista. Puedo seguir mi paseo sin mirar hacia atrás y continuar con mi soliloquio sobre la prisión en este fuerte de Shah Jahan.
Sí que parece ser cierto que Shah Jahan llegó al poder tras pasar a cuchillo a todos sus enemigos y encarcelar a su madre y que, en sus últimos años, la guerra por la sucesión entablada entre sus hijos y contra él, le llevó a correr una suerte parecida a la de su progenitora.


Quizás fuera ésta la ventana a través de la cual contemplaba su obra el prisionero, inacabada obra, puesto que su idea de construir otro palacio igual, en mármol negro, había sido rechazada por su sucesor.


Fuera de las murallas, animales y hombres trabajan el campo en los pequeños claros, ajenos a tanta historia antigua.



Desde una de las terrazas el Taj se eleva, luciendo su majestuosidad por encima de las construcciones en las que viven los que no cuentan para la historia o la leyenda, seguramente los sucesores de aquellas bailarinas de las que nunca sabremos el nombre.
 Ya lo he visto, creo, desde todos los ángulos, excepto desde el globo que no hay. Esta última visión, quizás menos digna de una de las llamadas "maravillas del mundo" que la primera que tuve -previo pago de entrada- se me queda grabada como una de las más hermosas, es la visión que tiene a su alcance tanta gente que apenas tiene nada, pero que puede contemplar el palacio-tumba cada día desde su humilde terraza.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Diarios de damas...


Una amiga, sabedora de mi afición a buscar historias de mujeres, me regaló este libro:





“Diarios de damas de la corte Heian”.

En él, Izumi Shikibu, Murasaki Shikibu y la autora anónima del "diario de Sarashina", que vivieron entre los siglos X y XI en la corte imperial japonesa me llevan de paseo por un mundo totalmente desconocido para mí hasta ahora.

Tres mujeres muy cultas que refieren sus días, los vestidos, los aromas, los colores, las costumbres, los amores y las intrigas palaciegas. Narradoras únicas de un mundo refinado y deslumbrante, muy lejos de la oscuridad del mundo occidental en esos siglos.

Me revelan una forma de cortejo singular: el caballero escribe un poema a la dama y espera que ella le conteste. Si ella contesta, el caballero la visita de noche y se queda con ella hasta el amanecer. Si él volvía a escribirle, la dama organizaba un banquete para presentarlo a la familia.

Y son estos vaivenes, de poemas y visitas, de mensajes que se deslizan con la caída del abanico, los que llenan esos diarios y, junto con ellos, mano a mano, las eternas guerras por el poder y el amor.

Tu imagen permanecerá

entre lágrimas de añoranza

mucho tiempo después

de que el otoño haya pasado.


Eso le escribe la dama al caballero que hace tiempo que no aparece y consigue que él, callado hace semanas, le conteste y se vuelva a reanudar el trasiego de mensajes y visitas.

A través de esos poemas se descubre el ir y venir de favoritos del emperador, los viajes de los funcionarios que son alejados de la corte, los diferentes paisajes, las estaciones.

Se nos permite acercarnos a las fiestas, a los jardines, a las comidas y hasta se puede escuchar el crujir de la seda de los kimonos en el país del sol naciente en el siglo X.

Los tres diarios son interesantes sobre todo por tratarse de textos escritos por mujeres en el siglo X pero a mi, personalmente, me ha encantado sobremanera el "Diario de Sarashina", posiblemente por ser un texto en el que la autora narra sus viajes y su búsqueda de nuevas lecturas desde una perspectiva intimista, ya sea contando asaltos de bandidos, sueños o tristezas.