sábado, 24 de octubre de 2009

Fathepur Sikri



Las omnipresentes vacas nos acompañan en el paseo hacia la estación de autobuses de Agra mientras vamos pensando que ojalá el monzón nos conceda una tregua durante nuestra excursión para visitar Fatehpur Sikri, llamada "la ciudad fantasma".
Mandada construir por Akbar el Grande, emperador mogol del siglo XVI, para establecer en ella la capital de su imperio y trasladarse allí con su corte, desde Agra, y que hubo de ser abandonada, apenas quince años después, según dicen, por la falta de agua. Curiosamente permanece en mi memoria como un lugar lleno de vida, de colores, de movimiento.



A nuestra llegada, subiendo la empinada cuesta, vemos, a lo lejos, llamándonos, invitándonos a entrar, una de las torres que encierran la ciudad enmarcada en el verde de un tímido bosque bajo. La gente hace ruidos en las terrazas de las casas para evitar la visita de los monos que están por todos lados. Los niños suben y bajan, cargados con mercancías.

La ciudad, circular, está integrada por distintos palacios, pabellones, viviendas, mezquitas y tumbas. Cerrada por una muralla, excepto en la zona que mira hacia el lago.La piedra arenisca roja autóctona se utilizó en la construcción junto con distintos mármoles, traidos de lejos, quizá transportados en elefantes. Cuentan que, el emperador, analfabeto pero amante de las artes, dejó libertad a los decoradores y artistas locales y extranjeros, persas sobre todo, que participaron en la construcción, para que crearan los diversos edificios según sus tradiciones.





Las mujeres de colores van subiendo hacia la entrada, hermosas a mis ojos, mucho más que princesas de cuento. Pieles oscuras que contrastan con los alegres colores del algodón de sus saris. Llevan sus ofrendas, madejas de lana, quizás para rogar por el nacimiento de un hijo, quizás para ofrecerlas a otras mujeres venidas de lejos.




Un grupo de hombres apostados junto a una furgoneta, vigilan, pienso que son los que controlan a los chiquillos vendedores, que les suministran el material y les quitarán luego el dinero que recauden. "Deformación profesional", me dicen los amigos y bien pudiera ser cierto, pero no le encuentro mejor explicación a ese trajinar suyo.




La puerta de entrada, la gran puerta Buland Darwaza, que da entrada a la mezquita del viernes, nos espera al final de los estrechos y empinados escalones. Construida en mármol. Los chiquillos acechan nuestra entrada, cargados con sus baratijas de "plata".
Paseo por los distintos pabellones, sola y tranquila, mientras los compañeros ya han sido atrapados por el lugareño que ofrece sus servicios como guía y durante un buen rato disfruto simplemente. Mi "Loly" queda encerrada también en la mochila.
La antigua suntuosidad del palacio se percibe aún a pesar del deterioro y el paso de los años. Los salones, el juego del parchís, los pasadizos... Dejándome guiar por el olor del incienso voy a dar a un lugar en el que las mujeres de colores me ofrecen una madeja de lana para que, a mi vez, la ofrende, pidiendo hijos... no puedo dejar de sonreir. Allí me encuentro con los amigos nuevamente.




La gran plaza de la mezquita con la tumba de Salim Chisti construida en mármol blanco, con los almohadones, para quienes se acercan de rodillas a dejarle sus ruegos o a cumplir sus promesas.
Fue mandada hacer por el emperador en memoria del místico sufí que le auguró el nacimiento de sus tres hijos.
Cuenta la leyenda que Akbar, a sus veintiséis años, aún no tenía descendencia, oyó hablar del santo que vivía en Sikri y fue a visitarlo. El santo le bendijo y le anunció el nacimiento de tres hijos, entonces, el emperador se instaló allí con su primera mujer y nació el primer hijo muy pronto. Trajo a todas sus otras mujeres y nacieron otros dos.
Y, sigue contando la leyenda, que ésta fue la razón que llevó a Akbar a trasladar de Agra a Sikri la capital de su reino y a construir la ciudad de Fatehpur.
Pero yo, mujer descreída, no puedo por menos que pensar que el místico sufí debía tener poderes especiales, seguro que los tenía.
Peregrinos, vendedores, turistas, mendigos, todos deambulamos, los ojos abiertos, nos contemplamos, buscando el trueque: imágenes, dinero, pulseritas, información, sonrisas...Diversos pabellones, de distintos estilos, se muestran ante nuestros ojos, son el producto de los intercambios en las técnicas constructivas entre las poblaciones locales, los persas... el resultado es una mezcla agradable de conocimientos, de religiones, de culturas.
Las familias hacen un alto en su peregrinar por la ciudad a la hora de la merienda y los vendedores acuden raudos a ofrecer panecillos y frutas. Sabrosos panecillos, aún calientes, cubiertos con sésamo.
Los muchachos que nos acompañan en nuestro paseo por la ciudad, y que nos siguen aún cuando salimos de la zona de edificios para pasear las murallas, nos venden pulseras, pequeños candados en forma de elefante con un rudimentario y extraño sistema (que aún hoy soy incapaz de utilizar), cajitas con pequeños juegos de ajedrez.
Nos sentamos a disfrutar del sol, bien alejados ya de la ciudad, se sientan con nosotros, parloteando sin cesar.
Yo me pregunto cuanto les quedará del dinero que les damos, pero a ellos no parece importarles demasiado, cantan y juegan a nuestro alrededor, niños pobres, casi todos sin camisa, bromean incansables, hasta que un hombre les llama a lo lejos, el mismo hombre que vimos apostado junto a la furgoneta.
Anocheciendo, de vuelta a Agra, el monzón puso fin a su tregua y descargó con ganas, el río arrastraba en su corriente el cadáver de una de las omnipresentes vacas.






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