Era mayo, eran días de fiesta, era el calor, un calor murciano impregnado de olores nuevos. Era un coche, una pequeña bolsa de viaje, era una llave que abriría, quizás, la caja de los truenos.
La canción dice "Sevilla tuvo que ser"... pero no era Sevilla, era Granada. Una Granada diferente, sin jardines, sin Albaicín, sin Paseo de los Tristes, sin río Darro, sin Alhambra...
Era una Granada de bares, de tugurios, de garitos de todo tipo, de lugares que nunca antes había encontrado.
Era Granada vista de la mano de un mozo que allí había vivido e interpretado el papel de estudiante en la Facultad de Derecho ni más ni menos que durante catorce años, que nunca terminó la carrera pero que se licenció en juergas, juergas y vicios, antiguos, modernos y contemporáneos.
Aquella era su primera escapada de mujer adulta. Eran los treinta y cinco años recién estrenados y era el momento de darse un chapuzón fuera de los muros de la sacrosanta familia.
Se juntaban las ansias por conocer, el miedo a ser descubierta, el secreto gozo de engañar a quien te engaña. Era la vida clamando por volver a latir y alejarse de la tibieza.
Una vocecilla interior le estaba gritando: ¡salta!, gritaba cada vez más fuerte, obedeció, empaquetó sus miedos y los facturó bien lejos.
Era un momento importante, su alma, ya vieja, sabía que el momento era único: ahora o nunca. Y a pesar de que no hubo estrellas, ni lunas, ni campanas, sus consecuencias le sanaron las alas rotas.
Nació del salto una mujer nueva, sin pretensiones de comerse el mundo, pero firmemente decidida a no ser devorada por el pequeño país de lo conocido, a no seguir ahogando suspiros entre los estrechos muros levantados, decían, para protegerla de los males que acechaban fuera. No se comería el mundo pero se lo pondría por montera cuando hiciera falta.
Muchos mayos han pasado ya desde aquel mayo primero de su rebelión, de su locura, de su vuelo, y, desde esta distancia, se ve aquel mayo como un principio, de muchos males, de muchos bienes...
Uno de los bienes que se trajo de aquel mayo es la fuerza para decir que no, para salir corriendo de los lugares en los que es desdichada, para buscar nuevos paisajes, para ir a otras fiestas. Para volver a empezar cuantas veces haga falta hasta entender que se empieza siempre, cada día.
Otro, el saber que los amantes, vienen y van y desparecen, como dice la canción que hacen las penas, pero que su capacidad de amar sólo a ella le pertenece y la usa cuando quiere.
Aquel eterno estudiante dejó pronto de tener importancia, se fue casi igual que vino, sin razones. Apenas llegó el otoño, aquel loco amor de mayo, junto con la vida gris que le precedía ya no eran más que un montón de cenizas que desaparecieron con las lluvias del invierno, lluvias madrileñas, lejanas de los olores murcianos y de las noches granadinas.
Sin embargo, en su memoria, permanece aquel mayo de Granada, siempre vivo para darle luz y recordarle que tener emoción si se desea, tener paz si se busca, es asunto que sólo a ella le incumbe.
Y se siente escarabajo que consigue que el águila no encuentre donde poner sus huevos, como el escarabajo de la fábula de Esopo, que hasta del regazo de Zeus consiguió que se perdieran. Es mucho mérito para el escarabajo que las águilas no pongan huevos en la época en la que los escarabajos vuelan.