Me encontraba una noche de agosto jugando al dominó en el desierto tunecino, bien al sur, en Ksar Guilane, tomando también la pertinente copa, en el café junto al lago de agua caliente que separa el oasis de las dunas, me acompañaba un amigo con el que hacía el viaje de despedida después de caminar juntos el viaje de la vida de los últimos diez años.
Entre mano y mano, aprovechaba para darme un baño. Es una experiencia absolutamente inolvidable el bañarse en ese lago, un lago cubierto con el techo de estrellas más grandes que se pueda una imaginar. Jugar, bañarse, fumar, charlar, beber... vivir. Iba transcurriendo la noche plácidamente.
Por supuesto, yo perdía una partida tras otra, pero... continuaba el juego, que es lo que realmente importa. Supongo que aquellos dos rubios, moviéndose tranquilamente y revolviendo y colocando las fichas suponía una imagen un tanto curiosa en aquel paisaje y también de una cierta belleza, pues siempre es bella la gente que está en paz. Nos miraban y nos sonreían.
Se nos acercó un berebere de piel oscura que tenía solamente un ojo, el ojo más azul y más grande que yo he visto. Se sentó y trabó conversación, no hablábamos ninguna lengua común pero estuvimos charlando hasta la madrugada.
Cuando tropezábamos con alguna palabra en francés, la cambiábamos al inglés o usábamos el gesto. Nos habló de su familia, que vivía en Tozeur y de su trabajo. Era un buen conocedor del desierto, se dedicaba a recoger las crías de las dromedarias, desperdigadas a un lado y otro de la ficticia frontera de arena entre Libia, Argel y Túnez.
En un momento de la conversación le pregunté si alguna vez se había sentido perdido, si había tenido miedo o pasado algún momento difícil en esas largas temporadas y me contestó tranquilamente que si, que pasó un día muy malo aquella vez que se quedó sin tabaco.
Dejé a los hombres jugando y me fui a mi tienda a soñar.
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